Margaret Weis - La guerra de los enanos

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La guerra de los enanos: краткое содержание, описание и аннотация

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«Vosotros seis abandonaréis el castillo —pensó el mago—. Saldréis de aquí inflamados de resentimiento y desprecio, nunca sabréis que uno de vosotros me debe la vida».

La puerta de la sala de estudio se abrió con un áspero chirriar, propagando espasmos de alarma en el grupo de figuras ataviadas de negro que se reunían en torno a la mesa. Raistlin los contempló impávido, esbozada en sus labios una aviesa sonrisa que era un perfecto reflejo de la mueca exhibida por el ceniciento rostro que, altivo, se recortaba en el umbral.

La mirada centellante del archimago paseó de hito en hito entre los seis jóvenes, tan irresistible que éstos, uno tras otro, palidecieron y bajaron las encapuchadas cabezas a la vez que sus dedos jugueteaban con los ingredientes de sus hechizos o bien se retorcían encrespadas a causa del nerviosismo.

Concluido su examen, Fistandantilus posó los ojos en el séptimo aprendiz, el más adusto, que se mantenía al margen de los otros. Raistlin alzó la vista y le devolvió el escrutinio mientras su sonrisa, perdida su ambigüedad, se tornaba abiertamente burlona. Ni siquiera parpadeó, y tal actitud movió al maestro a enarcar las cejas. Irritado, cerró la puerta con violencia en medio de las muestras de sobresalto de los acólitos, a quienes la brusca interrupción del silencio había dejado sin resuello.

El nigromante avanzó hacia el centro de la estancia, con paso lento e inseguro. Se apoyaba en un bastón, y sus viejos huesos crujieron cuando se acomodó en una silla. Ojeó de nuevo al sexteto de aprendices que permanecían sentados frente a él y, al reparar en sus cuerpos jóvenes, sanos, alzó una de sus marchitas manos para asir el colgante que pendía de una pesada cadena alrededor de su cuello. Era una alhaja de extraño aspecto, consistente en un rubí de forma ovalada y engarzado en una lisa montura de plata.

Los discípulos conjeturaban a menudo sobre la singular gema, preguntándose cuáles eran sus virtudes. Era el único adorno que lucía Fistandantilus, y quedaba patente el valor que le atribuía. Hasta los novicios más ignorantes sentían los hechizos de protección que irradiaba, unos hechizos destinados a conjurar cualquier intento arcano de agredir a su portador. ¿Cómo lo hacía, de qué modo se manifestaba su poder? Era éste el tema central de las especulaciones; unos argumentaban que atraía a los seres de los planos celestiales y otros, en cambio, aseveraban que su aura permitía al archimago comunicarse con Su Oscura Majestad en persona.

Por supuesto, había alguien capaz de esclarecer el misterio. Raistlin conocía todos los entresijos del sortilegio, pero prefirió guardar el secreto para sí mismo.

La mano arrugada, trémula, del maestro se cerró sobre la gema al mismo tiempo que sus iris traspasaban a los aspirantes, con tanta vehemencia que parecía presto a devorarlos. El taciturno y fingido alumno incluso creyó advertir que humedecía sus labios, y le asaltó un repentino temor. «¿Qué ocurrirá si fracaso? —se cuestionó, estremecido—. Es muy fuerte, el brujo más poderoso que nunca vivió en Krynn. ¿Poseo la energía, la sapiencia suficientes para derrotarlo?».

—Iniciemos la prueba —declaró Fistandantilus con un chasquido, puesta la mirada en el primero de los seis acólitos.

Raistlin desechó su miedo. Se había preparado durante años, a conciencia; no era momento de vacilar. Si éste era su destino, moriría. Ya se había enfrentado antes a semejante avatar; en el fondo era como encontrarse con un antiguo amigo.

De uno en uno, los jóvenes magos se alzaron de sus asientos, abrieron sus libros de encantamientos y recitaron los que habían seleccionado. De no hallarse sumida en un hechizo neutralizador, la sala de estudio se habría llenado de prodigiosas visiones. Habrían estallado bolas de fuego entre sus muros, incinerando a cuantos albergaban; dragones fantasmales habrían expelido sus llamaradas, tan ilusorias como espantosas; legiones de criaturas espectrales, arrastradas desde otras esferas, habrían atronado la cámara con sus bramidos. Pero, dadas las circunstancias, nada inmutó el silencio salvo los cánticos de los sucesivos acólitos y el revoloteo de las páginas de sus esotéricos volúmenes.

Completaron su examen en perfecto orden para, una vez finalizado, volver a sentarse y dar paso al siguiente. Todos hicieron gala de unas espléndidas dotes, como cabía esperar. Fistandantilus sólo admitía en su fortaleza a grupos de nigromantes de evidentes aptitudes, que habían superado la terrible Prueba en la Torre de la Alta Hechicería y deseaban perfeccionarse bajo sus auspicios. Entre tan destacados eruditos, debía designar a su ayudante o así, al menos, lo suponían ellos.

Una vez más, el archimago acarició su rubí antes de centrar su atención en Raistlin e indicarle:

—Tu turno, aprendiz.

En sus avejentados ojos prendió un nuevo destello y los surcos de su frente adquirieron mayor profundidad en su afán por recordar dónde había visto el rostro del enigmático joven.

Raistlin se levantó despacio, sin que se difuminara de sus labios aquella sonrisa entre ácida y cínica con la que demostraba su superioridad. Encogióse de hombros indiferente, despreocupado, y cerró su libro. Los otros seis magos intercambiaron gestos desaprobatorios frente a tan intolerable arrogancia, mas Fistandantilus, aunque frunció el entrecejo, no se molestó en disimular el interés que delataban las chispas de sus pupilas.

Con desenvoltura, socarrón, el aspirante empezó a recitar de memoria el intrincado encantamiento. Los otros acólitos se agitaron en sus sillas ante su alarde de habilidad, que no podía por menos que suscitar envidias y un odio invencible. El archimago también se concentró en sus evoluciones, si bien sus sentimientos eran distintos: tan malévola era su ansia de poseer aquel cuerpo para rejuvenecer sus ajadas vísceras que el avanzado discípulo, al percibirlo, casi se interrumpió.

Obligándose a no apartar la mente de su trabajo, firme en el dominio de sus emociones, Raistlin concluyó el último versículo y, de pronto, la sala fue invadida por unos brillantes fulgores que, en abanico multicolor, estallaron en el aire. Su estrépito rasgó la quietud.

Fistandantilus se sobresaltó al producirse la inesperada explosión, borrada su anhelante mueca. En cuanto al sexteto, ahogaron al unísono un común grito de sorpresa.

—¿Cómo has roto el halo protector? —preguntó el maestro, enfurecido—. ¿Qué virtudes ignotas anidan en tu alma?

En respuesta a la imperiosa demanda, el discípulo abrió las manos. En sus palmas ardían sendas bolas de fuego verde o azulado, cuyo resplandor deslumbraba a quien lo contemplaba hasta el punto de hacerle cerrar los ojos. Sonriente, complacido por el estupor general, Raistlin entrechocó sus manos y las llamas se extinguieron.

Una vez más el silencio se adueñó de la estancia, si bien ahora era un silencio lleno de temor. En efecto, Fistandantilus se puso de pie, tan encolerizado que los efluvios de su ira creaban en su derredor una ígnea aureola. Envuelto en sus dimanaciones, el anciano avanzó hacia el séptimo aprendiz.

El humano que despertó su furia fue el único que no se amedrentó. Permaneció erguido, tranquilo, estudiando su marcha con un aplomo insolente.

—¿Cómo lo has hecho? —rugió el archimago fuera de sí.

Antes de que el aludido contestase, espió las delicadas manos que habían obrado el sortilegio y, en un gesto agresivo, estiró el brazo para apresar la muñeca de Raistlin.

El joven sofocó un aullido de dolor, pues el contacto de su oponente era gélido como la tumba. Se conminó a sonreír, pese a saber que su distorsionada boca lo asemejaba más a una calavera que al hombre impertérrito que pretendía ser.

—¡Polvos de luz! —vociferó Fistandantilus, al mismo tiempo que arrastraba a su cautivo hacia las candelas para cerciorarse—. Un truco ordinario, como los que utilizan los ilusionistas.

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