Margaret Weis - La guerra de los enanos
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—Tal oficio me permitía ganarme el pan —replicó Raistlin, apretando los dientes para resistir el sufrimiento—. Me ha parecido apropiado utilizarlo en presencia de este hatajo de aficionados que has reunido, gran maestro.
El anciano presionó su garra en torno a la frágil carne de su víctima, quien emitió un susurro agónico sin hacer el menor intento de liberarse. Tampoco adoptó una actitud sumisa, aceptó el reto con el cuello enhiesto, orgulloso. Esta postura hizo que el veterano nigromante lo mirara intrigado, renacido su interés.
—Así que te consideras más apto que los otros aspirantes —afirmó, más que preguntó, Fistandantilus, con un tono quedo, casi amable, ignorando los murmullos indignados de los acólitos.
—¡Sabes que lo soy! —replicó Raistlin, después de imponerse una breve pausa para acumular energías con las que mitigar el dolor.
El archimago lo escrutó, sin cesar de atenazarlo, y el joven humano vio el miedo reflejado en sus enteladas pupilas, un pánico que en pocos segundos volvió a encubrirse tras la expresión insaciable que antes lo animara. Rehecho de su pasajera flaqueza, el anciano soltó la delgada muñeca. Su víctima no atinó a reprimir un suspiro de alivio mientras regresaba a su asiento frotándose la zona afectada, donde la huella del maestro se hacía ostensible en la palidez mortífera, tumefacta, que había adquirido la piel.
—¡Salid todos! —ordenó Fistandantilus. Los seis hechiceros se incorporaron y comenzaron a retirarse en medio del revoloteo de sus negras túnicas; pero cuando Raistlin se disponía a imitarlos, el amo del castillo le apuntó—: Mi mandato no te incluye a ti. Quédate.
Obediente, el aludido tomó de nuevo asiento sin dejar de acariciar su mano hasta que el fluir de la sangre le restituyó la sensibilidad. Los derrotados desfilaron hacia la puerta, seguidos por su insigne superior. Una vez los hubo despedido, el archimago se dirigió al centro de la estancia para encararse con su aprendiz personal.
—Esos muchachos no tardarán en abandonar la fortaleza. En cuanto nos quedemos solos, en la hora de la Vigilia, preséntate en la cámara secreta situada en el subterráneo. Realizo allí un experimento que requiere tu ayuda.
Raistlin observó, en una suerte de fascinación, cómo su interlocutor se llevaba la mano al rubí y lo tanteaba con suavidad, con amor. Tan ensimismado estaba, que de momento no respondió. Al fin, sonriendo en franca burla de su propio miedo, susurró:
—Acudiré puntualmente, maestro.
Raistlin yacía sobre una losa de piedra en el laboratorio, una cámara oculta en los profundos sótanos del castillo del archimago. Ni siquiera sus gruesos ropajes de terciopelo lo aislaban del frío. El joven tiritaba sin control, aunque no lograba discernir si era el ambiente, el terror o la excitación lo que provocaba aquellos temblores.
No veía a Fistandantilus, pero oía con perfecta nitidez el crujir de su túnica, el tamborileo del bastón en el suelo, el susurro de las páginas de su libro de encantamientos. Tumbado en la lisa roca, fingiéndose desvalido frente al influjo del maestro, el ayudante puso sus músculos en tensión. Se acercaba el momento decisivo.
Como si hubiera captado su estado expectante, el anciano apareció en su campo visual para inclinarse sobre él con ávida mirada. El rubí se balanceaba, sujeto a la cadena de su cuello.
—Sí —declaró el viejo—, posees unos dones nada comunes. Eres más diestro y sabio que cualquiera de los aprendices con los que me he tropezado en mi dilatada existencia.
—¿Qué vas a hacer conmigo? —inquirió Raistlin, con un timbre de desesperación que no era del todo forzado. Tenía que conocer con exactitud el funcionamiento del colgante, y en una hora tan crucial lo acosaban las dudas.
—Los detalles carecen de importancia —lo atajó su interlocutor, a la vez que posaba la mano en su pecho.
—Mi objetivo al venir a tu fortaleza era aprender —explicó el postrado, rechinando los dientes en un esfuerzo supremo para no retorcerse bajo el abominable contacto—. Deseo enriquecer mi acervo hasta exhalar el último suspiro.
—Muy encomiable —aprobó Fistandantilus. Se abstrajo en sus cavilaciones, prendidos los ojos de la penumbra circundante, y el falso acólito se dijo que probablemente revisaba el hechizo en su memoria—. Me proporcionará un inmenso placer habitar un cuerpo y un alma sedientos de erudición, absorber la savia de una criatura que atesora cualidades innatas para nuestro arte. No puedo rehusar tu demanda, aprendiz. Te impartiré una postrera lección.
»Ignoras, joven humano, lo que supone envejecer. Recuerdo bien mi primera vida, la terrible frustración que me atenazó al comprender que yo, el hechicero más dotado de cuantos pisaron la faz de Krynn, estaba condenado a languidecer en la trampa de una carcasa debilitada, consumida por la edad. Mi cerebro se conservaba sano, perspicaz, era incluso más clarividente que en mis años mozos. ¡Me horrorizaba la idea de que tanto poder, tan vasta sapiencia, se redujeran a polvo, fueran pasto de los gusanos!
»Vestía entonces la Túnica Roja. ¿Te sobresaltas? Asumir este color fue un acto consciente, deliberado, una decisión que tomé tras meditar los pros y los contras. La neutralidad es la mejor vía de aprendizaje, ya que permite relacionarse con ambos extremos del espectro sin pertenecer a ninguno. Fui en busca de Gilean, el Fiel de la Balanza, y solicité su autorización para perpetuar mi estancia en este plano y profundizar mis estudios. Lamentablemente, no pudo atender mi ruego. Los hombres eran obra suya; y respondía a mi impaciente naturaleza humana aquella ansia de abarcar conocimientos y trascender la brevedad de la existencia. Me confirmó que mi actitud era normal y me aconsejó rendirme al destino.
Fistandantilus se encogió de hombros y examinó a su oyente, antes de proseguir.
—Detecto en tus ojos comprensión, aprendiz. En cierto modo, siento tener que destruirte, estoy convencido de que juntos habríamos desarrollado una singular complicidad. Mas debo continuar mi relato. Maldiciendo a la luna encarnada, me adentré en las tinieblas y pedí que me fuera concedido vislumbrar el satélite negro. La Reina de la Oscuridad escuchó mi plegaria y permitió que vistiera la túnica de sus vasallos. Me apresté a mudar mi atavío a fin de consagrarme a su servicio y, a cambio, fui llevado a su órbita. He visto el futuro, he vivido el pasado. Fue la soberana quien me obsequió el colgante, de tal manera que pueda elegir un cuerpo donde albergarme durante mi paso por este tiempo. Cuando resuelva cruzar las fronteras y penetrar en el futuro, hallaré a un mortal preparado en el que reencarnarme y renovar mi alma.
Raistlin no pudo reprimir el escalofrío que erizó su piel al oír estas últimas palabras. El «mortal» al que aludía el archimago era él mismo; se suponía que su única misión consistía en aguardar su llegada, presto para recibirle.
Fistandantilus no se percató de la animadversión que su parlamento había provocado en el, en apariencia, sumiso discípulo. Alzando su colgante, se concentró en el hechizo que debía invocar.
También el joven nigromante espió el rubí, que refulgía bajo la luz proyectada por un globo en el centro del laboratorio, y se aceleró su pulso. En un supremo esfuerzo por dominarse, trémula la voz a causa de una excitación que sin duda su oponente confundió con un acceso de pánico, susurró:
—Dime cómo funciona tu artilugio y qué va a sucederme.
El maestro sonrió, complacido ante la inagotable curiosidad de su víctima, mientras hacía girar la gema en torno a su figura yaciente.
—Colocaré el talismán sobre tu pecho —le reveló—, encima de tu corazón, y sentirás que tu fuerza vital escapa, despacio, por tus poros. Tengo entendido que el dolor es insoportable, pero no durará mucho, aprendiz, si no luchas contra él. Abandónate y no tardarás en desmayarte. La experiencia de quienes te han precedido en el experimento demuestra que rebelarse no sirve sino para prolongar la agonía.
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