Margaret Weis - La guerra de los enanos

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—¿Te has tropezado alguna vez con Dalamar, mi aprendiz? —indagó el nigromante en tono coloquial—. ¡Qué necio soy, claro que sí! Si no me equivoco coincidisteis en la Torre de la Alta Hechicería —rememoró, y sus dedos se deslizaron cual arañas sobre la piel del paciente—. Tú estabas allí cuando el elfo oscuro se rasgó las vestiduras y exhibió las cinco cicatrices de su pecho. ¡Aja! Leo en tu mirada que no lo has olvidado —constató frente al extravío agónico que, de nuevo, se adueñaba de los ojillos desorbitados de su prisionero—. Fue su castigo, Tas, el castigo que le impuse por haber omitido el relato de ciertos hechos trascendentales.

Sus yemas cesaron de serpentear por la epidermis del kender para detenerse en un lugar determinado de sus sienes y ejercer, de momento, una ligera presión. El amenazado, que captó el mensaje que el otro le transmitía, tuvo que morderse la lengua a fin de no gritar.

—Lo recuerdo bien, Raistlin.

—¿No te gustaría experimentar las mismas sensaciones que mi acólito? —le ofreció el hechicero en la misma actitud casual, aunque sin disfrazar su sarcasmo—. Puedo chamuscar tu carne con un simple roce, de igual modo que derretiría la mantequilla con un cuchillo precalentado. Tengo entendido que los kenders os sentís atraídos por todo lo nuevo.

—No todo —le corrigió Tasslehoff en un susurro desesperado—. Te narraré lo ocurrido, hasta los detalles anecdóticos. —Hizo una pausa para recapitular y, partiendo del punto donde Crysania les interrumpiera, reanudó su historia—. No fuimos nosotros quienes nos elevamos sobre el Abismo, sino éste el que se zambulló bajo nuestros pies. Luego, como ya te he dicho, vislumbré unas sombras que al principio tomé por espectros si bien, al estudiarlas más atentamente, deduje que eran valles y montañas. ¡También me confundí en esta segunda apreciación, Raistlin! —Exclamó, sobrecogido—. Los umbríos fantasmas eran sus ojos, el irregular paisaje su nariz y su boca. Nos estábamos elevando desde su mismo rostro y, al interponerse la distancia, comprobé que me examinaba con unas pupilas inyectadas en sangre, en fuego, y que separaba sus labios como si pretendiera devorarnos.

»No lo hizo —continuó, todavía afectado por el espectáculo que le había sido dado presenciar—. Subimos más y más, mientras ella se hundía en simas insondables metamorforseada en un torbellino, en un huracán de llamas hasta que, antes de disolverse en su relampagueante aureola, pronunció tres palabras que se me antojaron una condena.

—¿Qué palabras? —demandó el nigromante—. Estoy persuadido de que iban dirigidas a mí. Tiene que ser así, por eso te catapultó a esta época y al reino de Thorbardin. ¿Qué misiva me envía la Reina de la Oscuridad?

—Una enigmática invitación —farfulló el hombrecillo, más ronco a cada segundo—. Dijo textualmente: «Ven a casa».

13

Mazmorras, escaleras… y un descubrimiento

El efecto de sus revelaciones en el talante de Raistlin asombró a Tasslehoff más de lo que nada había logrado impresionarle en toda su existencia. Había visto al hechicero disgustado, complacido, había presenciado recientemente su más abyecto crimen, había observado cómo se desfiguraba su rostro cuando Kharas, el héroe de los enanos, hundió la certera daga en su carne, pero nunca había sido testigo de una expresión semejante en su faz.

El semblante del mago asumió una lividez tan intensa que el kender creyó por un momento que había muerto, que el impacto le había fulminado de manera instantánea. Los espejos de sus ojos parecieron hacerse añicos, el mudo espectador atisbo su propio e irregular reflejo en las astillas de una visión desmembrada. Sus pupilas cesaron de reconocer su entorno, se tornaron vidriosas al extraviarse en la ciega búsqueda del más allá.

También la mano que descansaba sobre la cabeza de Tas fue víctima de una reacción violenta, en forma de temblores espasmódicos que se propagaron por toda su persona. Raistlin se marchitaba, envejecía a una velocidad de vértigo. En el instante en que se puso de pie, azotó su enteca figura un vendaval invisible pero evidente en sus nefastas consecuencias.

—¿Qué te ocurre? —cuestionó el hombrecillo, feliz por haberse zafado de su indivisa atención, aunque también inquieto ante la singular apariencia que ofrecía.

El convaleciente se sentó en el camastro y comprobó que su mareo se había desvanecido, al igual que el insólito aguijonazo del miedo. Casi volvía a ser el de siempre.

—Raistlin, no pretendía causarte ningún malestar —se disculpó—. ¿Vas a caer enfermo, ahora que yo me siento mejor? Tienes un aspecto lamentable.

El archimago no contestó. Bamboleándose hacia atrás, se desplomó sobre el rocoso muro y permaneció apoyado sin poder evitar que se acelerase su pulso cada vez que inhalaba o intentaba moverse. Después de cubrirse el rostro entabló una encarnizada lucha para recuperar el control de sí mismo, una batalla contra un adversario intangible pero que Tasslehoff visualizó como si de un espectro se tratara.

Emitió el asediado un grito guerrero, impregnado de furia y angustia, y se dio impulso hacia adelante. Agarró el Bastón de Mago y, en el mismo arranque, huyó a través de la puerta abierta envuelto en el fustigador revuelo de su túnica.

Paralizado, perplejo, el kender advirtió cómo, en su enloquecida marcha, el nigromante propinaba un empellón al enano oscuro que montaba guardia en la entrada del calabazo. El centinela ojeó al cadavérico ser que pasaba por su lado en una carrera sin rumbo y, tras exhalar un salvaje alarido, se alejó en sentido opuesto.

Tan repentinamente se habían desarrollado los acontecimientos, que Tasslehoff tardó unos minutos en percatarse de que era libre.

«Crysania estaba en lo cierto —se dijo para sus adentros, llevándose la mano a la frente—. Ahora que me he desahogado me he quitado un peso de encima y aunque, por desgracia, lo he volcado sobre los hombros de Raistlin, no me importa que sufra un poco. Nunca le perdonaré que matase al pobre Gnimsh a sangre fría, no cejaré hasta que me explique sus motivos.

»Pero centrémonos en la acción —se estimuló—. Lo primero que he de hacer es encontrar a Caramon y comunicarle que obra en mi poder el ingenio arcano. Así regresaremos sin demora al hogar. Hogar —repitió, mientras estiraba las piernas en dirección al suelo—: nunca imaginé que este vocablo despertara en mi alma tan dulces asociaciones».

Se disponía a levantarse cuando sus piernas, avezadas a la holgazanería del lecho, se replegaron y rehusaron trabajar.

—¡No os lo consentiré! —se encolerizó Tas con aquellas desvergonzadas—. Sin mí no sois nada, recordadlo bien. Yo soy el jefe, de modo que si os ordeno caminar no os queda otro remedio que obedecer, ¿está claro? Me incorporaré de nuevo, y exijo colaboración por vuestra parte —ordenó, puesta en sus piernas una mirada furibunda.

El alegato no resonó en el desierto. Las piernas se comportaron mejor en la segunda intentona y el kender, aunque todavía fluctuante, consiguió cruzar la lóbrega cámara hacia el corredor iluminado por antorchas que se insinuaban al otro lado de la puerta.

Al llegar al umbral, se asomó, cauteloso, al pasillo. No había nadie, y tampoco al salir divisó sino celdas vacías, tenebrosas, similares a la que él ocupara. Después de avanzar unos pasos, no obstante, atisbo una escalera ascendente en un extremo del túnel y, como en el sentido contrario reinaba una noche perpetua, resolvió probar suerte con la única posibilidad de escape que parecía viable.

«Me pregunto dónde estoy —reflexionó, aunque, en lugar de arredrarse, optó por refugiarse en su filosofía—. De todos modos, una de las ventajas de haber habitado el Abismo es que cualquier otro sitio, aunque sea una cueva inmunda, se nos antoja paradisíaco en comparación».

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