Margaret Weis - La guerra de los enanos
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—¡Vamos sin demora! —propuso el dewar y añadió, inclinándose en una burlona reverencia—: Invito a su señoría a estar presente cuando decapitemos al general.
—Acepto gustoso —repuso el otro—, aunque sólo sea para asegurarme de que no habéis conspirado otra vez contra nuestro pueblo.
Tas cesó de escuchar. Apoyado en el muro, no era consciente sino del hormigueo de sus piernas y un ominoso retumbo en sus tímpanos.
«¡Caramon! —vociferó para sus adentros, intentando ordenar sus confusas ideas—. ¡Quieren matarle, y Raistlin es el artífice de la traición! ¡Mi desdichado amigo a punto de sucumbir en un plan urdido por su propio gemelo! Si se enterase caería víctima del pesar; esos enanos no precisarían de sus hachas».
De pronto el abatido kender levantó la cabeza y se recriminó, casi en un bramido audible:
—Tasslehoff Burrfoot, ¿qué haces aquí como un pasmarote o, peor aún, como un enano gully que ha hundido un pie en el fango? Tienes que salvarle, prometiste a Tika que te ocuparías de él.
«¿Salvarle tú, botarate? —zumbó en su interior una voz que se parecía sospechosamente a la de Flint—. ¡Ahí se han congregado una veintena de enanos, y tú sólo estás armado con un cuchillo apto para matar conejos!».
—Ya se me ocurrirá algo —se rebeló el kender—. Tú quédate sentado en tu árbol y no te interfieras en mis asuntos.
Oyó un gruñido inconfundible; pero, ignorándolo, enderezó la espalda, desenvainó su pequeño cuchillo y echó a andar por el corredor con ese perfecto sigilo que tan sólo un kender puede conseguir.
14
La espada divina
Tenía el cabello crespo, negro, y una ambigua sonrisa que más tarde los hombres hallarían irresistible en su hija. Poseía la cándida honestidad que había de caracterizar a uno de sus vástagos varones y también un don, un raro y portentoso poder, que heredaría el tercer miembro de su progenie.
La magia corría por sus venas, al igual que luego bañaría las de su hijo. Pero era frágil de voluntad y de espíritu, una mácula en su naturaleza que la conduciría a morir a causa de su incapacidad para controlar sus propias facultades.
Ni Kitiara, férrea en sus emociones, ni tampoco el corpulento Caramon lamentaron en exceso la muerte de su madre. Kitiara le profesaba el odio que sólo inspiran los celos y, en cuanto al guerrero, aunque quería a la mujer que lo concibió, se sentía más vinculado a su indefenso gemelo. Además, las extrañas ensoñaciones y trances místicos que tan a menudo la transportaban eran un completo enigma para el entonces joven mercenario.
Pero su fallecimiento produjo en Raistlin un efecto devastador. Era el único de los tres que la comprendía, que se apiadaba de su debilidad pese a despreciarla por esa misma lacra. Se enfureció con ella porque se había ido, porque le había dejado solo en el mundo sin más compañía que sus dotes arcanas. Su desaparición le llenó de disgusto y al mismo tiempo de miedo, pues veía en la suerte de su madre un heraldo de su propio destino.
Al perecer su esposo, la madre del hechicero se sumió en un decaimiento obsesivo del que nunca más había de emerger. El aprendiz de mago nada pudo hacer sino asistir desvalido a su desmoronamiento, ver cómo se consumía al rechazar el alimento y volar, extraviada, hacia planos de existencia donde únicamente ella tenía acceso. Esta indefensión la destrozó hasta lo más hondo de sus esencias.
La veló en su última noche. Sujetando entre las suyas aquella mano laxa, presenció los prodigios que invocaba en el momento crucial y, al igual que ella, contempló la manifestación de una magia distorsionada a través de unas cuencas oculares hundidas, febriles, que en nada se diferenciaban de las de la agonizante.
Se prometió a sí mismo que a nada ni a nadie le concedería la posibilidad de manipularle de aquel modo, ni a sus hermanos, ni al arte arcano ni a los dioses. Sólo él se erigiría en la fuerza viviente que había de guiar sus pasos.
Más que una promesa fue un juramento solemne, irrevocable. Pero era aún muy joven, apenas un adolescente obligado a enfrentarse a la muerte solo, envuelto en la penumbra de la alcoba. Junto a él exhaló su madre el último suspiro y, antes de que expirase, el asustado muchacho apretujó sus exánimes y largos dedos —tan semejantes a los suyos—, y le suplicó en un mar de lágrimas:
—Madre, ven a casa… ¡Ven a casa!
Y ahora, en Zhaman, escuchaba aquellas mismas palabras, aquella frase suplicante que le desafiaba trocada en una irrisoria mofa. Retumbaba en sus oídos, rebotaba contra los recovecos de su mente con un repiqueteo discorde, salvaje. Un estallido de dolor le impulsó a apoyarse en el muro más próximo.
Raistlin había visto una vez cómo Ariakas, el malvado Señor del Dragón, torturaba a un caballero que había capturado encerrándole en un campanario. Los oscuros clérigos tañeron las campanas en loa a su Reina durante toda la noche y, a la mañana siguiente, encontraron al prisionero muerto, con una máscara de terror tan espantosa sobre su rostro que incluso los más avezados a practicar la crueldad se deshicieron del cadáver sin osar examinarlo.
El archimago se sentía enjaulado en su propia torre de resonancias, era la repetición de un ruego que él pronunciara lo que le anunciaba su sino en el cráneo. Jadeante, sujetándose la cabeza entre las manos, hizo un intento desesperado por amortiguar los atronadores ecos.
«Ven a casa…, ven a casa». Mareado, ciego a causa del suplicio, buscó alivio en la huida. Corrió sin norte, sin saber adonde iba, con el único propósito de escapar. Flaquearon sus insensibles pies y, tropezando con el repulgo de su túnica, se desplomó.
En la caída, un objeto redondo salió despedido de uno de sus bolsillos mágicos y rodó por el suelo. Al reparar en él, Raistlin ahogó una exclamación de rabia y de pánico, pues aquella pequeña esfera constituía otra prueba fehaciente de su fracaso. En efecto, se trataba del Orbe de los Dragones que, resquebrajado, extinto, inútil, parecía resuelto a abandonarle en la hora de su declive. Se lanzó hacia la bola frenéticamente, mas ésta se deslizó cual una canica sobre las losas y eludió su garra. Se arrastró tras el escurridizo ingenio hasta que al fin se detuvo y, cuando se disponía a recuperarlo, también él se inmovilizó. Ante él se erguía, imponente, el Portal.
Era idéntico al de la Torre de la Alta Hechicería de Palanthas: una doble hoja ovalada que se alzaba sobre una plataforma, adornada y custodiada por cinco cabezas reptilianas. Sinuosos sus cuellos, encaradas hacia dentro, las bocas de aquellas criaturas permanecían abiertas como si reclamasen en silencio el tributo debido a su soberana.
En Palanthas, la puerta estaba atrancada. Nadie podía traspasarla salvo los moradores del Abismo al salir en dirección opuesta, un evento improbable dado que ni siquiera la Reina tenía opción a desplazarse a su antojo al plano real de la existencia. Este acceso se hallaba asimismo ajustado, pero había dos seres en el mundo capaces de cruzarlo: un clérigo de túnica blanca que ostentara el estandarte del Bien supremo y un archimago ataviado de negro, exponente de la malignidad en su más amplio sentido. Una combinación harto difícil, exigida por los grandes hechiceros con la esperanza de sellar así para siempre, la comunicación con el universo de la inmortalidad.
Cualquier persona corriente, al escrutar el Portal, no habría divisado sino un espacio de brumas, desnudo y gélido. Pero el nigromante había cesado de pertenecer a ese grupo. Tras tantos años de concentrar sus energías y estudios en la consecución de su objetivo, de acercarse a su divinidad, se hallaba ahora en suspenso entre ambos mundos. Con sólo mirar la impresionante hoja, casi podía penetrar la negrura que la escudaba, una negrura que oscilaba frente a sus ojos. Apartando sus pupilas de tan fascinador y temible reto, se afanó en recobrar el Orbe.
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