Margaret Weis - La guerra de los enanos

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—Por favor, Raistlin, ten paciencia. ¡Te prometo que intento acordarme de toda la historia! No me mandes a los dominios de la Reina de la Oscuridad.

Mientras así vociferaba, el trastocado hombrecillo se aferró a la pared, cual si quisiera trepar por su superficie.

—Cálmate, Tas —le apuntó la sacerdotisa, al mismo tiempo que atenazaba sus manos—. Soy yo, Crysania, ¿no me reconoces? Voy a socorrerte.

El kender, que hasta entonces no había apartado sus desencajadas pupilas del mago, contempló a la dueña de aquella voz tranquilizadora. Permaneció mudo unos instantes, para luego agarrarse a ella y musitar entre sollozos:

—No permitas que me mande al Abismo, señora, ni le sigas tampoco tú. Es un paraje infernal, espeluznante. Todos moriremos como mi amigo Gnimsh. La soberana me lo advirtió.

—Delira —murmuró la mujer, tratando de desembarazarse de aquellos dedos anhelantes y acostar a Tas en el camastro—. ¡Cuán singulares desvaríos! ¿Es corriente en las víctimas de esta dolencia?

—Sí —se apresuró a responder el hechicero, e hincó la rodilla al pie del jergó—. En ocasiones es mejor llevarles el humor en sus digresiones; así se apaciguan.

Extendió la mano sobre el pecho del kender, quien se desplomó de nuevo y se retrajo del contacto de su verdugo en medio de escalofríos convulsivos provocados tanto por la temperatura como por el pavor.

—Seré bueno, Raistlin —se empecinaba en repetir el sufriente—. No me fulmines como a Gnimsh, ¡no me arrojes tus relámpagos!

—Tas, basta ya de desatinos —le atajó el archimago, con un ribete de cólera y exasperación en su voz que impulsó a Crysania a mirarle de manera reprobatoria.

Sin embargo, sólo percibió un sombrío interés en sus rasgos y supuso que había malinterpretado el timbre con que censurara al hombrecillo. Cerrando los ojos, la sacerdotisa tanteó el Medallón de Paladine y acometió una plegaria curativa.

—No está en mi ánimo lastimarte, Tas, procura sosegarte —le siseó Raistlin tras cerciorarse de que la sacerdotisa conferenciaba con su dios—. Recítame las frases de la Reina de la Oscuridad, con la mayor fidelidad posible.

La piel del postrado perdió el brillo flamígero que le infundía la fiebre al bañar todo su ser las preces de la dama, más dulces y frescas que las aguas forjadas por su exacerbada imaginación. Su tez, ahora que habían disminuido los ardores, se tornó cenicienta y a un atisbo de cordura prendió en sus pupilas. Pero no cesó en ningún momento de espiar al nigromante.

—Me dijo, antes de que nos fuéramos… —tartamudeó sin aliento.

—«¿Nos fuéramos?» —puntualizó su implacable aprehensor—. ¡Me contaste que os habíais fugado!

Tasslehoff palideció todavía más y se lamió los labios exangües, pastosos. Se esforzó en romper el influjo hipnótico que los iris del hechicero ejercían sobre él, en rehuir su escrutinio, mas aquellos ojos que centelleaban bajo la luz del bastón le capturaron a fin de sonsacarle toda la verdad, contra su voluntad si era preciso. El kender tragó saliva, estragado su gaznate.

—Dame de beber —solicitó.

—No hasta que hables —rehusó Raistlin, al mismo tiempo que miraba de soslayo a Crysania y verificaba que seguía absorta en sus rezos al hacedor del Bien.

—Yo creí que estábamos escapando —se reafirmó Tas, a pesar de que cada sílaba era como un hiriente puñal que se clavaba en sus llagas interiores—. Utilizamos el artilugio y comenzamos a elevarnos sobre el Abismo, ese universo llano, monótono y yermo que había habitado. Cuando lo examiné desde la altura, se había transformado. Ya no era una extensión desierta, se había poblado de espectros y… —Meneó la cabeza en un arrebato de terror—. ¡No me obligues a evocarlo, Raistlin! No me hagas regresar.

—Chiten —le conminó el mago, sellando su boca con la palma.

La sacerdotisa alzó la vista al vibrar en sus tímpanos aquel murmullo, mas lo único que distinguió fueron las aparentes caricias que el hechicero prodigaba al paciente en los pómulos y, también, la lividez y el estigma del miedo que deformaban el semblante de éste.

—Mejorará —vaticinó, salida de su éxtasis—. Pero unas sombras maléficas flotan en su entorno, impidiendo que el halo restaurador de Paladine haga su labor. Son los fantasmas de su peregrinar, un producto de su fantasía que él discierne como algo real e insuperable. Debe haber vivido una experiencia desoladora para caer en ese histerismo tan discorde con su talante de kender —aventuró, frunciendo su sedoso entrecejo—. ¿No podrías tú averiguar algo más, hallar un sentido a sus alucinaciones?

—Quizá, si nos dejaras solos, se sentiría más cómodo y se sinceraría conmigo —sugirió Raistlin—. Después de todo, somos viejos amigos.

—Tienes razón —accedió la dama antes de incorporarse, sonriente.

—¡No me abandones, señora! —plañó el kender para sorpresa de la sacerdotisa—. ¡Ésa criatura asesinó a Gnimsh! Yo presencié su muerte, socarrado por una llama mágica que brotó de las yemas de sus dedos. No quiero correr la suerte de mi infortunado compañero. Quédate a mi lado. ¡Por favor!

—Vamos, Tas, no te alteres —le aconsejó la mujer y, con ternura, le ayudó a tenderse en el camastro—. Quien quiera que destruyera a Gn… Gnimsh —vaciló, desconocedora de aquel nombre— habrá de enfrentarse a nosotros antes de acercársete. Estás a salvo; Raistlin te cuidará.

—Mis dotes arcanas son poderosas —apostilló el mago—. Seguro que recuerdas su alcance ¿verdad, Tasslehoff?

—Sí —contestó el aludido inmovilizándose, atenazado por la mirada inclemente de su interlocutor.

—Hagamos lo que has propuesto —cuchicheó Crysania al oído del nigromant—. Esos temores, ficticios o no, se han apoderado de él y dificultarán el proceso de su curación. Volveré a mi alcoba por mis propios medios; tú quédate e intenta desentrañar el misterio.

—¿Estamos de acuerdo en no informar a Caramon? —quiso asegurarse Raistlin.

—Desde luego —ratificó ella con firmeza—. No lograríamos sino trastornarle innecesariamente. Mañana vendré a visitarte —prometió al doliente—. Aprovecha estas horas de intimidad para descargar tu alma con el hechicero, y procura dormir. Paladine te velará —susurró, depositando su mano en la sudorosa frente del kender.

—¿Habéis mencionado a Caramon? —preguntó Tas, esperanzado—. ¿Está aquí?

—Sí. Cuando hayas reposado y comido, te llevaremos a su presencia —le garantizó la sacerdotisa.

—¿No podría verle ahora mismo? —rogó el hombrecillo, si bien desvaneció su entusiasmo la conciencia de que el nigromante había fijado en él sus turbulentas pupilas—. Si no os causa mucha molestia avisarle, claro.

—Está muy ocupado —le espetó Raistlin—. Ahora se ha convertido en general, Tasslehoff —añadió, dulcificando su exabrupto para no poner al descubierto sus maquinaciones frente a la sacerdotisa—. Tiene un ejército que conducir y una guerra inminente que ganar, de modo que no le sobra el tiempo.

—Lo comprendo —tuvo que conformarse el enfermo, reclinado en la almohada y con los ojos fijos en su verdugo.

Tras dar una palmada en el hombro del amedrentado kender, Crysania se enderezó y, sabedora de que no podía regresar a su alcoba por el camino normal, recurrió a Paladine. Asió el talismán, masculló una plegaria y se diluyó en la noche.

—Al fin solos, mi querido Tas —se regocijó el archimago, tan cordial su acento, tan solícito mientras arropaba al convaleciente con las mantas y disponía la arrugada almohada bajo su nuca, que el hombrecillo no pudo por menos que estremecerse—. ¿Te encuentras a gusto?

Tasslehoff no consiguió articular una respuesta, ni aun un monosílabo. No tuvo más opción que observar a su visitante, paralizado, preso de una indescriptible asfixia en todas sus vísceras. Raistlin, ajeno a sus cuitas, se sentó en el camastro y paseó la mano por su apelmazado cabello, que apartó de la húmeda frente.

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