Margaret Weis - La guerra de los enanos

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La guerra de los enanos: краткое содержание, описание и аннотация

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—Sí —confirmó, en un siseo más sutil de lo acostumbrado—, los dioses nos acompañan.

En la primera planta de la inmensa, mágica fortaleza de Zhaman, había una serie de salas de piedra cincelada donde, en un tiempo remoto, se habían celebrado fastuosos banquetes y ceremonias. También subsistían, en el piso intermedio, cámaras que en su día estuvieron atestadas de libros y que habían servido para el estudio y la meditación. Separadas de ambas alas, en el extremo posterior del edificio, se hallaban las cocinas y despensas, ahora vacías y cubiertas por el mantillo de los siglos.

Por último, en el nivel más elevado, se sucedían unas dependencias llenas a rebosar de anticuados y roídos muebles, con unos lechos cubiertos de fundas de lino que los protegían del seco viento del desierto. Caramon, Crysania y los oficiales de alto rango dormían en tales alcobas. Si su sueño no fue profundo, si se despertaron en la madrugada convencidos de oír voces entonando esotéricos cantos o de haber distinguido etéreas figuras deslizándose a través de la penumbra, del claroscuro que la luna poblaba de sombras, nadie mencionó tales fenómenos durante el día.

Sea como fuere, al cabo de unas pocas noches de estancia se olvidaron tales cuitas en favor de otras más apremiantes, tales como la falta de abastos, las reyertas entre humanos y enanos o los informes que traían los espías, a tenor de que los moradores de Thorbardin estaban reclutando un contingente numeroso y bien pertrechado.

También había en Zhaman, en el primer nivel, un pasillo que parecía ser un error. Cualquiera que se adentrase en él descubría que se ramificaba a partir de un corto corredor para desembocar, de manera abrupta, en un muro desnudo, y sacaba la ineludible conclusión de que quien lo construyó desechó, disgustado, sus herramientas y desistió de su inútil obra.

Sin embargo, no era producto de ninguna equivocación. Cuando la criatura predestinada posara las manos en la pared, cuando pronunciara los versículos adecuados y trazara las runas correctas en el punto conveniente, aparecería una puerta que conducía a una ancha escalinata cavada en los graníticos cimientos de la fortaleza.

Esa persona elegida descendería así al Reino de las Tinieblas, a las entrañas de la tierra, después de internarse en los calabozos de Zhaman.

—Una vez más.

La voz que pronunció esta frase era susurrante, tranquila, poseedora de una facultad corrosiva que la asemejaba a una serpiente y, como tal, se enroscaba en derredor de Tasslehoff. Apresándole en su viscosidad, el incorpóreo animal hundía los colmillos en su carne y, despiadado, succionaba su vida.

—Empecemos de nuevo —repitió aquella voz, cargada de paciencia—. Háblame del Abismo. Cuéntame todo lo que recuerdes, cómo entraste, qué aspecto tiene el paisaje, a quién viste. Descríbeme a la Reina, su apariencia, repíteme sus palabras.

—Te prometo que lo intento, Raistlin —protestó el kender—. No hemos hecho otra cosa en los dos últimos días que rememorar los pormenores, hasta los más nimios. ¡No se me ocurre nada más susceptible de interesarte! Me arde la cabeza, mis pies se congelan y esta habitación no cesa de dar vueltas. Si consiguieras detener ese vaivén insoportable, quizá podría concentrarme.

Al sentir en su pecho la mano del nigromante, Tasslehoff se arrebujó en el lecho.

—¡No! —gimió, tratando desesperadamente de rehuir su contacto—. Me portaré bien, haré lo imposible por refrescar mi memoria. ¡No me fulmines como hiciste con el pobre Gnimsh!

La mano del hechicero sólo rozó el cuerpo del asustado hombrecillo, antes de desplazarse a sus sienes. Su piel abrasaba, pero la textura de aquellos dedos rezumaba un fuego mucho más calcinante.

—Debes guardar cama —prescribió Raistlin, a la vez que lo incorporaba por los brazos y estudiaba sus hundidas cuencas oculares.

Al fin, el mago acostó al paciente y, farfullando maldiciones, se puso de pie.

Tendido en su almohada, sudoroso y débil, Tas vislumbró apenas la figura de su aprehensor. Enlutada a perpetuidad, la maléfica criatura se volcó un instante sobre el paciente y salió de la estancia en un remolino de pliegues aterciopelados. En un esfuerzo sobrehumano, el kender levantó la cabeza para comprobar adonde se dirigía. Pero tuvo que renunciar a causa de su febril estado.

«¿Por qué no responden mis músculos? —se preguntó—. ¿Qué me ocurre? Quiero dormir, un buen descanso mitigará el dolor. —No había entornado los párpados cuando volvió a abrirlos, tan deprisa como si le hubieran atado alambres al copete—. ¡No puedo hacer eso! —pensó, amilanado hasta la demencia—. Hay entes en la oscuridad, monstruosos espectros que esperan que concilie el sueño para abalanzarse sobre mí. ¡Los he visto, me acechan desde todos los rincones!».

A una distancia que se le antojó insondable, oyó el familiar timbre de Raistlin en conciliábulo con alguien y, deseoso de ahuyentar el sopor, decidió escuchar la conversación. Quizás averiguaría algo importante, lo que se proponía el archimago respecto a él.

No tuvo más que ladear el rostro para percibir el contorno de la ominosa túnica y otro más pequeño, de una criatura achaparrada. Era obvio que discutían sobre su persona, así que aguzó sus sentidos en una lucha denodada contra los desvaríos de su mente, que se obstinaba en errar de un lado a otro sin invitar a su cuerpo a acompañarla. En tales circunstancias, aunque lograra enterarse de su plática no sabría si la había escuchado o formaba parte de una pesadilla.

—Adminístrale esta pócima, le relajará y le sumirá en un letargo prolongado —murmuró Raistlin a su pequeño y sombrío interlocutor—. Es poco probable que nadie detecte sus gritos, pero no puedo correr riesgos.

El otro individuo contestó algo indescifrable. Tasslehoff cerró los ojos y dejó que las refrescantes aguas de un lago muy azul, el de Crystalmir, acariciasen su cuerpo incendiado. Después de todo, su cabeza había resuelto admitir que sus dañadas vísceras le siguieran en aquellos absurdos vagabundeos.

—Cuando yo me haya ido —surgió la voz del hechicero de las profundidades del lago—, atranca la puerta y apaga la luz. Mi hermano abriga ciertas sospechas y, si encontrara la puerta mágica, no dudaría en bajar hasta aquí. No puede descubrir más que unas celdas desocupadas.

El oyente asintió, y el acceso chirrió sobre sus goznes.

Las aguas de Crystalmir empezaron a bullir en torno a Tas. Unos tentáculos serpentearon sobre su superficie en busca de su garganta y, desorbitadas sus pupilas, el indefenso hombrecillo suplicó:

—¡Raistlin, socórreme! ¡No me abandones!

La puerta se ajustó, implacable, en el dintel y la figura achaparrada, que había quedado dentro, corrió junto al lecho. Mirándole en un arrebato de pánico, irreal y punzante a un tiempo, creyó reconocer a un enano.

—¿Flint? —murmuró a través de sus labios cuarteados—. ¡No, eres Arack!

Hizo ademán de huir, pero los tentáculos habían atenazado sus pies. En un frenesí que le privaba del raciocinio, volvió a llamar al nigromante y se acurrucó en el extremo más alejado del camastro. Quería recoger sus piernas, doblarse sobre sí mismo, si bien todos sus esfuerzos fueron inútiles, pues las imaginarías ventosas se habían adherido a sus miembros. Aulló y bramó, presa de un pánico sin parangón en la historia de su raza.

—¡Cállate, gusano inmundo! Bébete este elixir. —Los tentáculos abrazaron su cráneo y le obligaron a exponer su boca a una copa llena de líquido—. Traga hasta la última gota o te arrancaré la melena de raíz.

Asfixiado, auscultando a la figura que le martirizaba, Tas dio un sorbo. El brebaje tenía un regusto amargo, pero se le antojó tonificante y, como además le acosaba la sed, arrebató el recipiente al enano y agotó su contenido de una sentada. Se recostó entonces en la almohada y, aún entre sollozos, notó que los ondulantes brazos acuáticos aflojaban su garra. Aliviado su dolor, se entregó sin resistencia al arrullo de las transparentes, dulces aguas del lago Crystalmir, que no tardaron en cerrarse sobre su cabeza.

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