Margaret Weis - La guerra de los enanos

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La guerra de los enanos: краткое содержание, описание и аннотация

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Crysania despertó de su sueño con la vaga impresión de que alguien la había invocado por su nombre. Aunque no recordaba haber oído ningún ruido, su certeza era tan intensa, tan apremiante, que se incorporó ansiosa antes de tomar conciencia de lo ocurrido. ¿Formaba aquella misteriosa llamada parte de una pesadilla? No, cuanto más se despejaba mayor era su seguridad de que había sido real.

¡Había alguien en su aposento! Paseó una mirada de reconocimiento por la estancia, pese a que la luz de Solinari, un tenue rayo que penetraba casi a hurtadillas a través de una ranura en los postigos, poco contribuía a iluminarla. Nada vio, pero percibió un fugaz movimiento y abrió la boca a fin de pedir socorro al centinela.

Una mano selló sus labios. Era Raistlin, quien, materializándose en la penumbra nocturna, se sentó en el borde de su cama.

—Discúlpame si te he asustado, Hija Venerable —dijo en un suspiro que era poco más que una exhalación—; necesito tu ayuda y no deseo atraer a los celosos guardianes.

—No me has asustado —contestó Crysania cuando el hechicero hubo retirado su palma—. Sólo estoy sorprendida. Divagaba en mi letargo, y tu voz se ha mezclado con las imágenes de mis sueños.

Se ruborizó, consciente de que el nigromante se hallaba demasiado cerca para pasar por alto sus temblores.

—Naturalmente —contestó él sonriendo—. Nos encontramos en la vecindad del Portal y, en consecuencia, de los dioses; de ahí tu estremecimiento.

«No es la proximidad de los hacedores lo que me sobrecoge», pensó la sacerdotisa, afectada por el calor abrasador, por la intoxicante fragancia que despedía aquel cuerpo y que embargaba todos sus sentidos. Disgustada, la mujer se apartó a fin de sofocar sus anhelos sensuales. El era incólume a tales veleidades, y su orgullo de fémina no le permitía mostrarse más débil.

—Has afirmado que precisabas mi auxilio. ¿Para qué? —indagó de su visitante—. ¿Acaso ha empeorado tu herida?

Asaltada por una súbita aprensión, en un impulso involuntario, asió la mano del nigromante.

Un espasmo de dolor cruzó el semblante de Raistlin y arrasó sus facciones hasta conferirles una expresión acerba y dura.

—Estoy bien —respondió con sequedad.

—Loado sea Paladine —se tranquilizó la dama, posada aún la mano en la de su interlocutor.

—Tu dios no recibirá mi agradecimiento —masculló el archimago, entrecerrando los ojos. Ahora fue él quien apretó una mano de Crysania con tal fuerza que la lastimó.

La sacerdotisa comenzó a tiritar. Por un instante tuvo la sensación de que aquella tibieza que le transmitía el contacto de Raistlin procedía de ella, que el hechicero absorbía sus esencias vitales en su propio beneficio y, al hacerlo, la congelaba. Intentó recuperar la mano, pero él, interrumpida su ensoñación a causa de tan esquivo gesto, la contempló en actitud conciliadora.

—Perdóname, Hija Venerable —se justificó, soltándola—. El sufrimiento era insoportable. Recé para que se me concediera la gracia de morir y me fue negado el acogedor olvido.

—Ya conoces el motivo —le reconvino la dama, perdidos sus resquemores en aras de la compasión. Tras un breve titubeo, depositó la palma junto a un tembloroso brazo del mago, aunque no lo tocó.

—Sí, y lo acepto —confirmó Raistlin—. No obstante, me resulta imposible vencer el resentimiento. Algún día tendrán que mediar explicaciones entre tu dios y yo —añadió en tono reprobatorio.

La sacerdotisa se mordió el labio, antes de confesar:

—Yo, por mi parte, acato el agravio que me ha sido infligido. Lo merecía.

Hubo unos momentos de mutismo, en el que ninguno dio muestras de sentirse inclinado a hablar. Las líneas que surcaban la faz del nigromante se acentuaron y Crysania, para evitar que se recreara en oscuras cábalas, indagó:

—Anunciaste a Caramon que las divinidades nos acompañaban. ¿Significa eso que te avienes a comulgar con Paladine?

—Por supuesto —asintió Raistlin, y sus labios se torcieron en una sonrisa llena de ambigüedad—. ¿Acaso te sorprende?

La interpelada suspiró y agachó la cabeza, dejando que el cabello se derramara sobre sus hombros. El claro de luna, distante y frío, confería un tinte azulado a su negra melena, daba una prístina pureza a su alba tez. Su perfume impregnó la estancia, embriagó la noche sin que la mujer se percatara. Notó el roce de unos dedos en uno de los mechones que le enmarcaban el semblante y, al alzar los ojos, topó con los del hechicero. Consumía aquellos iris una pasión que procedía de una fuente interior, una fuente que no alimentaba la magia, y Crysania contuvo el resuello. Pero él, descartando sus impulsos humanos, se levantó para alejarse de sus tentaciones.

—En ese caso —retomó la dama el hilo del diálogo—, ahora te relacionas con dos dioses antagónicos.

—Con los tres —corrigió Raistlin, aunque sin la afectación de que solía rodearse.

—¿Tres? —repitió ella, sobresaltada—. ¿Te refieres a Gilean?

—¿Quién es Astinus sino el portavoz de la Neutralidad? A menos que, como algunos especulan, sea la reencarnación viviente de este dios —apuntó el archimago, desdeñoso—. A fin de cuentas, tú y yo no somos tan diferentes.

—Yo nunca me he comunicado con la Reina de la Oscuridad —se defendió Crysania.

—¿De verdad? —le opuso el hechicero, con una mirada tan penetrante que desestabilizó a la sacerdotisa en sus mismas entrañas—. ¿No conoce Takhisis los secretos deseos del alma? ¿No es ella quien te los ha inculcado? ¿Quieres mayor comunión que la que mi hacedora te brinda?

Consciente de que el deseo al que aludía el mago, un deseo nacido quizá en su espíritu pero que esclavizaba sus sentidos, la inundaba en una peligrosa oleada, la mujer optó por callar. Estuvo unos segundos ausente, necesitada de sosiego, pero él la observaba sin un pestañeo, se recompuso lo mejor que pudo y dijo, en un murmullo inseguro:

—Me los ha otorgado con una mano para arrebatármelos con la otra.

Oyó un leve crujido de la túnica, como si su acompañante hubiera dado un respingo. Sus facciones, ahora visibles bajo el indirecto reflejo de la luna, se contrajeron en un rictus de preocupación.

—No he venido aquí para discutir sobre teología —declaró, esbozando de nuevo una ominosa sonrisa—. Me ha traído un asunto más urgente.

—Claro, lo había olvidado. —La sacerdotisa se sonrojó, y echó hacia atrás los bucles que semiocultaban su rostro—. Cuéntame lo que sea, te escucho.

—Tasslehoff está en Zhaman.

—¿Tasslehoff? —exclamó la sacerdotisa con patente perplejidad.

—Sí, muy enfermo además —le reveló el nigromante—. Lo cierto es que le ronda la muerte; por eso preciso de tus facultades curativas.

—No lo comprendo —balbuceó Crysania—. ¿Cómo ha podido llegar hasta nosotros? Aseguraste que había regresado a su tiempo, a Solace.

—Estaba persuadido de que era así —repuso Raistlin en grave postura—, pero, según parece, me equivoqué. Ha deambulado por el mundo a la manera de los kenders, disfrutando a pleno pulmón hasta que, al tener noticia de la guerra que se avecina, decidió unirse a la aventura. Lo que ignoraba era que en su vida errabunda había contraído la peste.

—¡Paladine nos asista! —se horrorizó la sacerdotisa—. ¿Adónde he de ir?

Asiendo la capa de piel, que yacía extendida a modo de colcha, la colocó sobre sus hombros si bien, mientras se arropaba, no le pasó inadvertido que el hechicero ladeaba el cuerpo como si pretendiera eludirla. No se resignó, estiró el cuello y descubrió en el perfil del inefable humano, de nítido trazo por haberse vuelto hacia la ventana, que se tensaban sus músculos faciales en una lucha consigo mismo.

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