Margaret Weis - La guerra de los enanos
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Kharas arrugó el entrecejo al reconocer al reo. Lanzó una furibunda mirada al centinela, un mudo pero rotundo reproche a su negligencia, e interrogó a los dewar.
—¿Quién ha cometido una acción tal vil? —inquirió—. ¿Qué ha sido del kender?
Para asombro del consejero, los interpelados, en vez de negar el crimen en hosca postura, corrieron hacia la puerta y, todos en tropel, se enzarzaron en una inextricable maraña de explicaciones. Consciente de que así no despejaría la incógnita, el héroe de los enanos los conminó al silencio con un violento e incontestable gesto de la mano.
—Tú —indicó a uno, el individuo del cuchillo, que todavía sostenía los saquillos de Tasslehoff—. ¿De dónde has sacado esas bolsas? ¿Qué ha ocurrido? ¿Quién ha asesinado al gnomo? ¿Por qué no está aquí el kender?
Mientras el dewar ponía en orden sus ideas frente al acoso de tan insigne superior, éste observó sus desencajadas pupilas y descubrió, horrorizado, que cualquier resquicio de cordura que el enano hubiera podido poseer se había volatilizado.
—La he visto —declaró el dewar con una sonrisa torcida, entre la burla y el espanto—. Vestía de negro, como le corresponde, y ha venido a buscar al gnomo. Se ha llevado al kender, y también nos tocará a nosotros el turno de ser arrastrados a sus dominios. Volverá a buscarnos a todos —insistió, estrangulándose en sus propias carcajadas.
—¿Quién era? —le urgió Kharas—. ¿A quién has visto? ¿Quién se ha llevado al kender?
—La muerte en persona —susurró el interrogado, a la vez que desviaba la cara para clavar en Gnimsh una mirada de alucinado.
12
La odisea de Tas
Durante varias centurias, nadie se había aventurado en la fortaleza de Zhaman. Los enanos le profesaban una inquina invencible por diversas razones, siendo las principales que había pertenecido a las órdenes arcanas y, más abominable aún, que su mampostería no era de factura enanil. Según leyendas ancestrales, la habían construido mediante la magia, había surgido de la tierra y se mantenía en pie merced a un duradero sortilegio.
—Tiene que ser así —rezongó Reghar, al mismo tiempo que oteaba las esbeltas torres del alcázar en actitud evasiva—. De otro modo, su simientes habrían cedido hace ya muchas décadas —dictaminó, y señaló a Caramon el portentoso y bien conservado edificio.
Los Enanos de las Colinas, tras negarse a asomar ni siquiera los rizos de la barba al interior del recinto, montaron su campamento al aire libre, en las llanuras. Los bárbaros les imitaron, no tanto por miedo a la magia que pudiera anidar en la mole, como porque se sentían incómodos en cualquier lugar cerrado.
Los humanos, mofándose de tan burdas supersticiones, entraron en la fortaleza en un tumulto de chanzas sobre espectros y muertos vivientes. Sólo pernoctaron una noche. A la mañana siguiente, se instalaron en la planicie y arguyeron, frente a los enanos, que se dormía mejor bajo las estrellas.
—¿Qué ocurrió ahí dentro? —preguntó el general a su gemelo en el momento de su arribo, mientras cruzaban el patio—. Dijiste que no era una de las Torres de la Alta Hechicería y, sin embargo, es ostensible su origen arcano. La erigieron miembros de tu Orden y, además, flota en el ambiente una extraña amenaza, un halo que no es mágico, como en Wayreth, sino que produce, más bien, sensación de… —Calló, al no encontrar el término apropiado.
—De violencia —le ayudó Raistlin paseando su mirada penetrante, aguda, por todos los objetos que le rodeaban—. De violencia y de muerte, hermano. Los magos concibieron este alcázar como un centro de experimentación y si lo alzaron lejos del mundo civilizado, fue porque eran conscientes de que los encantamientos aquí invocados podían escapar a su control. Y así sucedió, en más ocasiones de las que habían previsto. Pero también en este rincón apartado surgieron grandes prodigios, susceptibles de contribuir al perfeccionamiento de su arte y al bienestar de todas las criaturas de Krynn.
—¿Por qué fue abandonado? —intervino Crysania, que tuvo que arroparse en su capa de pieles a causa de la brisa gélida, rica en aromas de polvo y piedra, que fluía sin trabas por los angostos corredores.
Raistlin arrugó el entrecejo y permaneció callado durante un largo espacio de tiempo. Despacio, en silencio, los tres adalides avanzaron por los sinuosos pasillos. Las blandas botas de cuero de la sacerdotisa no hacían ruido al andar, si bien las contundentes zancadas de Caramon arrancaban ecos de las vacías cámaras y los ropajes del archimago susurraban quedamente, a un ritmo acompasado con los estampidos del bastón en el que se apoyaba. Aunque intentaron amortiguar sus propios sonidos, eran casi los fantasmas de sí mismos en su deambular. Cuando el nigromante se decidió a hablar, el timbre de su voz sobresalto a sus compañeros.
—Desde los albores de la Historia —comenzó—, los hechiceros se han dividido en tres grupos: los bondadosos, los neutrales y los perversos. Pero, por desgracia, no siempre se ha preservado el equilibrio. No ignoráis que en una época ya remota la plebe se volvió contra nosotros. Pues bien, al desatarse la ira popular los Túnicas Blancas se retiraron a sus Torres y se consagraron a salvaguardar la paz, mientras los Túnicas Negras fraguaban su venganza. Para organizar el contraataque, tomaron esta fortaleza, donde buscaron la manera de crear un ejército imbatible. A tal propósito, realizaron múltiples experimentos, ensayos esotéricos que, aunque entonces no dieron ningún fruto, culminaron con la aparición de los draconianos en nuestra era.
»A consecuencia de este fracaso, los magos comprendieron que su situación era irreversible y dejaron el alcázar para unirse a sus colegas en las que se ha dado en llamar Batallas Perdidas.
—Pareces conocer todos los recovecos de este edificio —apuntó el guerrero.
Raistlin sometió a su gemelo a un escrutinio avasallador, pero topó con una faz lisa, cándida, si bien una velada sombra ribeteaba sus ojos pardos.
—¿Todavía no lo has entendido? —reprendió el hechicero al hombretón, deteniéndose bruscamente en un lúgubre pasillo azotado por las corrientes—. No he estado nunca aquí, mas ya he atravesado estas salas. La alcoba que ocupo me ha cobijado innumerables veces, pese a que nunca he pasado una velada completa en el alcázar y, en definitiva, soy un extraño que recuerda la localización de todas las estancias, desde las que se utilizan para el estudio en el nivel superior hasta los salones de banquetes de la primera planta.
También Caramon cesó de caminar. Examinó su entorno, el empolvado techo y los vacíos pasadizos donde la luz solar, que se filtraba por los elaborados ventanales, se remansaba en cuadrículas sobre los suelos de roca. Su errante mirada se posó, al fin, en las pupilas del nigromante.
—En ese caso, Fistandantilus —sentenció con voz ronca—, sabrás que éste ha de ser tu mausoleo.
El general vislumbró una diminuta fisura en las córneas del archimago y leyó, no cólera como esperaba sino burla, triunfo. Cerróse la vidriada superficie y, en los diáfanos espejos que configuraban aquellos ojos insondables, el hombretón vio reflejada su imagen, aureolada por un débil fulgor de luz invernal.
Crysania se acercó a Raistlin, que se había reclinado en su bastón, e introdujo la mano bajo su brazo mientras contemplaba a Caramon con la frialdad dibujada en sus grises iris.
—Los dioses están de nuestra parte —dijo—; nos prestan un respaldo que nunca dieron a Fistandantilus. Tu hermano es firme en su arte, yo en mi fe, así que no podemos fallar.
Observando pertinaz al guerrero, reteniendo su efigie en los refulgentes globos de sus ojos, el nigromante sonrió.
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