Margaret Weis - La guerra de los enanos

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—¡Basta de parloteos! —le atajó el hechicero y, estirando la mano, lo atrajo hacia él de un brusco tirón—. Y, ahora, cuéntame tus peripecias.

—N… no vas a creerme —balbuceó el kender, y la expresión del mago nada hizo para serenarle—. Nadie nos ha hecho el menor caso, y sin embargo es la pura verdad.

—Relátame los hechos, yo juzgaré si debo o no creerte —le ordenó Raistlin, al mismo tiempo que estrujaba de un ágil sesgo el cuello de su camisa.

—Te complaceré —contestó el hombrecillo, medio asfixiado—. Aunque no olvides dejarme respirar entre las parrafadas, de lo contrario no podré terminar, después de que me dieras el ingenio en Istar traté de impedir que sobreviniera el Cataclismo. Este dichoso artefacto se rompió, ya que, por algún extraño azar, y conste que no pretendo hacerte reproches, te equivocaste al impartir tus instrucciones.

—Fue un acto deliberado, no un error —le corrigió el mago—. Adelante, soy todo oídos.

—Me gustaría, pero me falta el resuello y es difícil articular las frases en estas condiciones.

El mago aflojó un poco la garra, lo justo para que pudiera proseguir.

—Gracias —susurró el kender—. ¿Por dónde iba? ¡Ah, sí! Corrí tras las huellas de Crysania a través de los sótanos del Templo, descendí a las entrañas de la tierra mientras el edificio se derrumbaba y, en mi persecución, percibí que la sacerdotisa entraba en una estancia. Me figuré que se había encontrado contigo, porque repitió varias veces tu nombre, y me alegré de que hubiera dado con tu paradero. «¡Seguramente recompondrá el ingenio arcano!», pensé, y entonces yo…

—Ahórrame los detalles —lo interrumpió su interlocutor.

—Bien —claudicó Tas y, en su afán de obedecerle, se precipitó tanto que su narración se hizo casi ininteligible—. Resonó un estruendo detrás de mí y era Caramon, quien no se percató de mi presencia. De repente todo se ensombreció y, cuando desperté, os habíais ido, si bien abrí los ojos a tiempo para ver cómo los dioses lanzaban la montaña de fuego. —Se detuvo a fin de cobrar aliento—. ¡Fue algo único! ¿Quieres que te lo describa? ¿No? No importa, quizás en otra ocasión.

»Debí quedarme dormido, porque en un momento dado observé el paraje y reinaba una calma absoluta. Supuse que había muerto, pero no era así. Estaba en el Abismo, donde se sepultó el Templo después de la hecatombe.

—¡El Abismo! —repitió Raistlin, trémula su mano.

—No es un lugar grato —declaró el kender con aire solemne—, a pesar de lo que antes he comentado. Conocí a la Reina —musitó estremecido—. Si no te molesta renunciaré a evocar todas nuestras transacciones, aunque tengo una prueba que corrobora esa parte de la historia. Fíjate en esos cinco lunares blancos —le rogó al nigromante, extendiendo su miembro—. Son su estigma. La soberana de las tinieblas me reveló que había de retenerme en sus dominios porque, gracias a mí, podría alterar el curso de los acontecimientos y ganar la guerra. Yo me rebelé, aunque no me atreví a oponerme a tan poderosa señora. Deseaba ayudar a Caramon —se justificó, consciente de que al hechicero podía enfurecerle tal desacato a su ídolo—. Mientras me hallaba en el Abismo, ansioso por escapar, me tropecé con Gnimsh.

—El gnomo —especificó el mago, desviando las pupilas hacia aquel hombrecillo que le contemplaba petrificado.

—Sí —ratificó Tas, y sonrió a su amigo—. Él confeccionó el artefacto para viajar en el tiempo que nos ha traído hasta aquí. ¡Funcionó, por improbable que te parezca! Nos evaporamos en el aire y, en un santiamén, nos trasladamos a esta época.

—¿Os fugasteis del Abismo?

El personaje arcano, con ostensible pasmo, clavó en el kender sus espejos de negrura.

Tasslehoff se encogió de hombros, sin poder disimular su sobrecogimiento. Aquellos últimos minutos en los reinos espectrales todavía presidían sus pesadillas, y eso que los de su raza no suelen soñar.

—Así fue —dijo, a la vez que dedicaba al archimago una sonrisa destinada a desarmarlo.

De nada sirvió. Raistlin se concentró en el gnomo, perturbado, y con una mirada tan penetrante que al kender se le heló la sangre en las venas.

—Antes has afirmado que el ingenio se desarticuló —siseó el hechicero.

—Cierto.

Fue una sola palabra, pero a Tas se le atragantó. Al notar que la zarpa de su aprehensor se relajaba, distraído como estaba en sus meditaciones, ensayó un débil forcejeo para desembararse, y le sorprendió que el mago nada hiciera por atenazarlo. Al contrario, le soltó de manera tan imprevista que el hombrecillo estuvo a punto de caer desplomado.

—El ingenio se rompió —persistió Raistlin en un murmullo—. En ese caso, alguien debió repararlo. ¿Quién? —interrogó al kender.

—Creo que debo ser más conciso —admitió el aludido y, receloso de su reacción, se apartó del nigromante—. Confío en que los miembros del cónclave no montaran en cólera. Gnimsh no concibió un nuevo artilugio, sino que introdujo unas ligeras modificaciones en el que tú me diste —confesó al fin—. Nada serio, te lo prometo, sólo unos pequeños ajustes. Me defenderás frente a Par-Salian, ¿verdad, Raistlin? Me horroriza la idea de meterme en más complicaciones; ya tengo bastantes asuntos que resolver. No hicimos nada que desvirtuase las dotes iniciales de ese artefacto. Gnimsh se limitó a encajar las piezas de manera que respondiera al activarlo.

—¿Lo ensambló de nuevo? —puntualizó el archimago, sin que se borrara la singular expresión de sus rasgos.

—Podría llamarse así. —Tas reculó hacia donde se erguía el gnomo, y le dio un codazo en las costillas en el instante en que éste se aprestaba a intervenir—. «Ensambló» define a la perfección lo que hizo mi amigo.

—Pero Tasslehoff —protestó Gnimsh—, ¿ya has olvidado cómo sucedió?

—Cállate —musitó el kender—. Déjame hablar a mí, yo sabré manejar la situación. ¡Nos encontramos en un grave apuro! Los magos de las Tres Túnicas, en eso son todos iguales, desaprueban que remodelen sus inventos aunque sea para mejorarlos. Estoy convencido de que Par-Salian lo comprenderá cuando se lo cuente, e incluso te felicitará al enterarse de que has ampliado sus posibilidades, pues debe de ser muy farragoso que el ingenio sólo transporte a una persona cada vez. Le haré entrar en razón, pero he de ser yo quien se lo explique. Raistlin es un poco descuidado con los pormenores, no se hará cargo de las ventajas y, por lo tanto, no se las transmitirá a su colega. Además, no es momento de hacerle recomendaciones —agregó, espiando a aquella inquisidora figura.

Gnimsh imitó a su compañero y, sensible al ominoso mensaje que destilaban los iris del hechicero, se apretujó contra él como si fuera un escudo salvador.

—Tengo la impresión de que no le caigo bien, leo en sus ojos una profunda aversión hacia mí —comentó el gnomo.

—Se comporta así con todo el mundo —le tranquilizó Tas—. Ya te acostumbrarás.

Sucedió a estos intercambios un silencio sepulcral, que aún se hizo más patente al rasgar su manto el gemido discorde de un agonizante. Tas miró incómodo a los dewar y, de un modo instintivo, estudió también al callado mago quien, de nuevo, había centrado su atención en el gnomo con la preocupación dibujada en su macilenta faz.

—Eso es todo lo que puedo decirte, Raistlin —continuó el kender en voz alta, dirigiendo una nerviosa mirada a los apestados—. ¿Por qué no salimos de este hediondo calabozo? ¿Nos teleportaremos mediante la magia? ¿Invocarás uno de aquellos hechizos tan divertidos que usabas en Istar?

—Dame el ingenio —fue la lacónica respuesta, o evasiva, del archimago.

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