Margaret Weis - La guerra de los enanos

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La guerra de los enanos: краткое содержание, описание и аннотация

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Satisfecho de su hazaña, el ladrón se sentó y guardó ávidamente las bagatelas recogidas en los saquillos, que también obraban en su poder. Se había adueñado de un auténtico botín y no estaba en su ánimo compartirlo, si bien nada hizo para conseguir las escasas piezas que los otros obtuvieron en el forcejeo. Tras una breve inspección, regresó a su parcela, donde sus secuaces extendieron sobre la roca el fruto de su rapiña.

Tasslehoff se acomodó en un frío rincón. Aunque emitió un suspiro de alivio, no pudo por menos que preocuparse al presentir que, cuando se hubiera agotado el atractivo contenido de las bolsas, aquellas criaturas concebirían la brillante idea de registrarles a ellos.

—Y será mucho más fácil manejarnos si antes nos convierten en cadáveres —masculló.

No obstante, un súbito pensamiento cruzó su mente.

—Gnimsh —le invocó con acento apremiante—. ¿Dónde está el ingenio mágico?

El gnomo tanteó uno de los bolsillos de su mandil: estaba vacío. Hurgó acto seguido en otro, palpó algo duro, se apresuró a sacarlo a la escasa luz y, comprobando que no eran sino una doble escuadra y un carboncillo, volvió a meterlos en su lugar. Analizaba Tas la posibilidad de estrangularle cuando el hombrecillo, iluminada su faz por una sonrisa de triunfo, introdujo la mano en su bota y le mostró el artilugio.

Durante su último período de confinamiento, Gnimsh había logrado encajar y doblar los componentes móviles del artefacto de tal manera que, ahora, había reasumido la forma de un colgante común, insignificante, en lugar de exhibirse como el intrincado y bello cetro en que se metamorfoseaba al extenderlo.

—¡Mantenlo oculto! —le advirtió el kender. Examinó a los dewar y constató que estaban muy atareados distribuyendo sus posesiones, así que procedió a exponer su plan—: Este artefacto nos liberó del abismo, Gnimsh, y nos llevó junto a Caramon porque, según me contaste, sólo podía cabi… calibrarse de tal suerte que nos condujera a presencia de la persona a quien se lo había entregado Par-Salian. Sin embargo, dada nuestra actual situación lo que quiero no es viajar en el tiempo, sino dar un pequeño salto. Si mi amigo el guerrero se ha erigido en general de este famoso ejército, no puede estar lejos. ¿Crees que el ingenio nos conduciría de nuevo a su lado a través del espacio?

—¡Una excelente sugerencia! —le aplaudió el gnomo—. Pero has de concederme unos minutos para reajustarlo.

Demasiado tarde. El kender notó que alguien le tocaba en el hombro y, sin acertar a contener un respingo, giró la cabeza con los rasgos endurecidos en una expresión que esperaba se le antojase a su adversario la de un asesino implacable. Al parecer, adoptó el rictus correcto, pues el dewar que le había abordado retrocedió lleno de pánico y levantó los brazos a fin de protegerse.

Tras comprobar que se enfrentaba a un enano joven y de apariencia desvalida, poseedor además de una rara cordura que le distinguía de otros miembros de su raza, Tasslehoff se relajó. El desconocido, por su parte, comprendió que el kender no iba a devorarlo y bajó la guardia.

—¿Qué es lo que deseas? —le interrogó Tas en lengua enanil.

—Ven conmigo —le instó el otro.

Reforzó sus palabras con un gesto por el que le invitaba a seguirle, pero, al ver que el kender fruncía el entrecejo, señaló un punto recóndito de la celda y avanzó unos pasos en aquella dirección.

—Quédate aquí, Gnimsh —dijo el hombrecillo a su compañero, levantándose con mucha cautela.

El gnomo ni siquiera le oyó, concentrado como estaba en manipular y cambiar las posiciones de los diversos mecanismos que configuraban el artilugio arcano. Sabedor de que no había de abandonar su tarea, Tas desistió y caminó en pos del dewar. «Quizás este individuo ha descubierto una vía de escape —caviló—. A lo mejor ha cavado un túnel».

Cuando el kender lo hubo alcanzado en el centro de la cámara, el enigmático personaje se detuvo y extendió el índice hacia una losa donde se recortaba un curioso fardo.

—¿Puedes ayudarme? —le suplicó esperanzado.

No divisó Tas ningún pasadizo secreto, sino a un dewar acostado sobre una manta. El yaciente tenía el semblante bañado en sudor, el cabello empapado y su cuerpo temblaba en convulsiones espasmódicas. Frente a tal espectáculo, el hombrecillo se agitó en un irrefrenable escalofrío. Después de observar el resto de la estancia, clavó de nuevo los ojos en el joven y meneó la cabeza para significarle su impotencia.

—No —susurró, compungido—; lo lamento, pero no puedo socorrerlo.

El enano pareció hacerse cargo, ya que se limitó a arrodillarse junto al enfermo y se abandonó a un patético desconsuelo sin persistir en su ruego.

Tasslehoff regresó al rincón donde Gnimsh trabajaba anonadado, estupefacto. Desmoronándose sobre la gélida piedra, prestó atención a lo que antes, incomprensiblemente, le había pasado inadvertido: a los gritos de dolor, el incoherente deambular, las demandas de agua y, aquí y allí, el malhadado silencio de quienes permanecían quietos, rígidos.

—Gnimsh —anunció—, estos prisioneros han contraído una horrible enfermedad. He presenciado los síntomas en días aún por venir, y puedo dictaminar que tienen la peste.

Al gnomo se le desorbitaron los ojos, tan perplejo que casi dejó caer el ingenio.

—¡Hemos de salir en seguida de esta cueva! —continuó el kender—. En mi opinión, sólo hay dos alternativas: o nos traspasan con una daga, lo que, aunque interesante, presenta ciertos inconvenientes, o sucumbimos a una muerte lenta y tediosa a consecuencia de la plaga.

—No te apures; estoy persuadido de que funcionará —le reconfortó el aludido sin cesar de dar vueltas al falso colgante—. El único problema es que podría devolvernos al Abismo.

—Hay destinos peores —se conformó Tas—. Resulta un poco difícil adaptarse, y temo que sus moradores no nos recibirán con aclamaciones de júbilo, pero merece la pena intentarlo.

—De acuerdo. Engarzaré esta última joya…

—¡No oses tocarla!

Tan vehemente prohibición hizo que ambos hombrecillos se incorporasen como movidos por un resorte. La había pronunciado una voz familiar, y su tono imperioso, inapelable, paralizó al gnomo con el artilugio aferrado en su mano.

—¡Raistlin! —exclamó Tasslehoff, que era quien había reconocido el timbre de voz—. Estamos aquí —apuntó para facilitar al hechicero su localización.

—Sé dónde estáis —respondió el mago, a la vez que se materializaba en la penumbra y se plantaba frente a ellos.

Su imprevista aparición arrancó a los dewar alaridos de pánico, de sorpresa. Se armó en la cámara una barahúnda ensordecedora, una confusión a la que sólo quedó incólume el individuo del cuchillo, quien, alzándose en su rincón, arremetió contra el supuesto fantasma.

—¡Raistlin, cuidado! —lo previno el kender.

El nigromante dio media vuelta. No habló, ni enarboló su temible brazo; únicamente clavó sus pupilas en el elfo oscuro y éste, cenicienta la faz, se retiró y buscó refugio en las sombras. Antes de dirigirse de nuevo a Tas, Raistlin miró de hito en hito a los reos. Todos enmudecieron, incluso se disiparon las quejas de los que deliraban.

Cumplido su propósito, el archimago se volvió hacia el que fuera compañero de aventuras.

—Estoy encantado de verte —se regocijó Tasslehoff, superada la primera vacilación frente al portento que acababa de realizar—. Tienes un aspecto excelente, nadie diría que atentaron contra tu vida de una forma tan brutal. Todavía recuerdo la sangre, aquella herida en tu vientre… Pero no es momento de evocar sucesos tristes —rectificó, por miedo a disgustarle—. ¿Has venido a rescatarnos? ¡Es maravilloso!

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