Margaret Weis - La guerra de los enanos
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—Estoy a tu disposición —se limitó a informar a su meditabundo visitante con un acento inocuo, casi impersonal.
Raistlin salió de su ensimismamiento y le tendió su mano, sumiéndola en el desconcierto.
—Debemos recorrer las sendas de la noche —le explicó al detectar su incertidumbre—. Como antes te he comentado, no conviene alertar a la guardia.
—¿Por qué? ¿Qué importancia tiene? —porfió la mujer.
—¿Qué voy a decirle a mi hermano? —continuó él.
Crysania nada contestó, aunque el interrogante de su mirada hacía superfluas las palabras.
—Hazte cargo de mi dilema —le rogó el archimago, a la vez que la examinaba con una vehemencia que no era precisamente de súplica—. Si le comunico que el kender se halla en la fortaleza, lo único que conseguiré es aumentar su inquietud, en un momento en el que no puede permitirse cargar con más responsabilidades de las que ya le abruman. Tas ha roto el ingenio arcano, un incidente que desazonará a Caramon aunque sepa que yo me propongo restituirlo a su hogar cuando todo esto haya terminado. En contrapartida, tengo la obligación moral de hacerle saber que su amigo está aquí.
—En estos últimos días, tu gemelo ha perdido el entusiasmo. Está alicaído, sus más mínimos gestos denotan disgusto —se lamentó la sacerdotisa con sincero pesar.
—Los augurios no pueden ser peores —ratificó el nigromante—. Se aproxima la contienda definitiva, y el ejército se desmorona a su alrededor. Los bárbaros amenazan con abandonarnos cada vez que se les presenta la ocasión, los enanos de Fireforge son unos atolondrados que presionan al general a atacar antes de estar preparado, los dewar no inspiran confianza a nadie y la caravana de provisiones se ha evaporado en el aire, sin que nadie conozca su paradero. Y, en cuanto a los caballeros, aunque están bien dispuestos no deja de afectarles la inestabilidad reinante. En tales circunstancias, sólo le falta al pobre Caramon que ese entremetido kender se pase el día yendo de un lado para otro, cotorreando y distrayéndole. Sin embargo, la conciencia me dicta prescindir de tales consideraciones y advertirle de la presencia del hombrecillo.
—No, Raistlin —replicó Crysania—, no es prudente que se entere. Después de todo, el guerrero nada puede hacer por él —le razonó al leer la duda en sus ojos—. Si, como sospechas, Tasslehoff está en una situación crítica, mis dotes le salvarán, pero tardará un tiempo en recobrar las energías y de nada servirá que el general esté pendiente de él. Tú y yo atenderemos al kender y, cuando se haya restablecido por completo, le daremos libertad para reunirse con su amigo en el campo de batalla si tal es su deseo.
El hechicero torció el labio, remiso a seguir tan sabio consejo. Era evidente que se debatía entre sus principios y los condicionantes externos, o al menos así se le antojó a la mujer.
—De acuerdo, Hija Venerable —se rindió al fin—. Tu sensatez me ha convencido, ocultaremos a mi gemelo el retorno del kender.
Se acercó a la sacerdotisa, que, al sentir su vecindad, lo espió de soslayo y vislumbró en sus rasgos una extraña expresión que, excepcionalmente, se manifiestaba tanto en su boca como en sus refulgentes pupilas. Alarmada, sin atinar a definir la causa de su repulsa, retrocedió, pero el archimago la rodeó con sus brazos y la envolvió en los aterciopelados pliegues de sus mangas, en unas garras firmes y acogedoras.
Crysania entornó los párpados y olvidó aquella mueca. Acurrucada, abrigada por su calidez, oyó el rápido palpito de su corazón en perfecta armonía con la cadencia de los versículos.
Ambos se desvanecieron, se fundieron con las tinieblas. Sus sombras vibraron unos segundos bajo el haz lunar para, también ellas, disolverse en el vacío.
—¿Lo escondes en los calabozos? —preguntó Crysania, temblando en el gélido y húmedo ambiente.
—Shirak. —Esta sola palabra de Raistlin bastó para que la bola cristalina del Bastón de Mago alumbrara la celda con suave luminosidad—. Está ahí —anunció, extendido el índice hacia un rincón.
Un destartalado camastro se erguía adosado al muro. Dirigiendo a su acompañante una mirada cargada de reproche, la sacerdotisa corrió hasta el enfermo, se arrodilló a su lado y posó la mano en sus sienes devastadas por la fiebre. Tas emitió un alarido, antes de abrir los ojos y buscar, sin verla, a la criatura que perturbaba su descanso.
—Sal —ordenó el mago al enano oscuro que guardaba al yaciente, y que ahora estaba agazapado en una esquina.
Cuando se hubo cerrado la puerta a su espalda, el nigromante se situó detrás de la sacerdotisa.
—¿Cómo puedes confinarle en esta atmósfera tenebrosa? —le interrogó la dama.
—¿Has tratado alguna vez a las víctimas de la plaga? —desafió Raistlin a aquella mujer que osaba cuestionar sus decisiones.
Ella le observó fijamente y, ruborizada, desvió el rostro. Con una amarga sonrisa, el hechicero respondió en su lugar.
—No, claro que no. La peste nunca asoló Palanthas, no cometió el ultraje de corromper su inmaculada belleza.
No hizo el menor esfuerzo para disimular su desprecio, tan ostensible que Crysania sintió que su faz se incendiaba como si fuera ella quien padeciese las fiebres.
—A nosotros, en cambio, sí se atrevió a visitarnos —prosiguió el mago—. Se ensañó con los más pobres, los que vivían en los arrabales de Haven, sin que hubiera curanderos capaces de combatirla. Ni siquiera los familiares de los apestados se ocuparon de sus postrados parientes; huyeron de aquellas patéticas criaturas que podían contagiarles el mal. Yo hice cuanto estuvo en mi mano, administrándoles pociones de hierbas cuyas virtudes había aprendido a reconocer gracias a las enseñanzas de mis libros. No podía sanarles, pero al menos paliaba el dolor. Mi maestro desaprobó que les dedicara tantos cuidados —recordó, y la sacerdotisa comprobó que había escapado a un tiempo remoto—. Y también Caramon, según decía porque temía por mi salud. ¡Simplezas, mentiras! Era a sí mismo a quien pretendía preservar. La epidemia le causaba más espanto que un ejército de goblins. No les hice caso, ¿cómo iba a negar mi apoyo a aquellos desdichados? No tenían a nadie, se enfrentaban solos a su cruel destino.
Impresionada por el relato del mago, Crysania notó el punzante afluir de las lágrimas. Pero él no se apercibió, su mente había volado a aquellas paupérrimas chozas que se arracimaban en los aledaños de la ciudad como si sus moradores hubieran huido del mundo de los escogidos para zafarse del menosprecio. Se vio a sí mismo, investido de su Túnica Roja, moviéndose entre los más perjudicados, embutiendo la medicina en sus gargantas, abrazándoles en sus últimos momentos y acompañándoles en el tránsito. Trabajó con denuedo sin esperar muestras de agradecimiento, sin desearlas. Su faz, la última que muchos veían antes de que unos ahogados estertores preludiasen su viaje al más allá, no expresaba piedad ni aflicción, pero reconfortaba a los agonizantes. Unos se rebelaban frente a lo que les aguardaba, otros se acoplaban al sufrimiento y aguantaban en pie hasta el final. Los más traspasaban una fase de pánico y, al ver la muerte de cerca, se resignaban e incluso la acogían con los brazos abiertos, agotados del suplicio.
Raistlin atendió a las víctimas de la peste aun a riesgo de perder su propia integridad, pero ¿por qué? Por un motivo que él mismo ignoraba, que todavía tenía que comprender. Por un motivo, quizás, olvidado.
—En cualquier caso —sentenció, de vuelta al presente—, descubrí que la luz dañaba sus ojos. De los pocos que se recuperaron, algunos quedaron ciegos por culpa de un simple resplandor…
Un estridente gemido de Tasslehoff interrumpió su plática.
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