Margaret Weis - Los Caballeros de Takhisis

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La Guerra de la lanza ya es historia. Las estaciones vienen y se van.
Es verano: un verano abrasador como jamás se había visto en Krynn. Afligido por una dolorosa pérdida, el joven mago Palin Majere trata de entrar al Abismo en busca de su tío, el famoso archimago Raistlin. La Reina Oscura ha encontrado nuevos paladines en los Caballeros de Takhisis, seguidores devotos y leales hasta el fin. Un paladín oscuro, Steel Brightblade, cabalga a lomos de un dragón azul para atacar la Torre del Sumo Sacerdote, la fortaleza que su padre defendiera hasta la muerte. En una pequeña isla, los misteriosos irdas se apoderan de un antiguo objeto mágico, la Gema Gris, y lo utilizan para garantizar su propia seguridad. Usha, una joven criada por los irdas, llega a Palanthas y dice ser la hija de Raistlin.
Será un verano mortal, quizás el último verano de Ansalon. Llamas ardientes consumen la hierba seca y Caos, padre de los dioses, regresa. El mundo entero puede desaparecer.

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El Padre sabía lo que el enano estaba pensando; bajó la vista hacia él y le dirigió una larga y severa mirada, disfrutando al verlo encogerse.

—Sí, también podría aplastarte, pero no ahora. Todavía no. —El Padre alzó de nuevo los ojos al cielo y sacudió el puño con gesto amenazador hacia las estrellas—. Os negasteis a rendirme homenaje. Os negasteis a que yo os guiara. Actuasteis a vuestro antojo para «crear» un mundo y lo llenasteis de muñecos y marionetas. Bien, hijos míos, puesto que os di la vida, también puedo quitárosla. Ahora estoy débil, ya que me he visto forzado a asumir una forma mortal, pero mi poder crece a cada instante. Cuando esté preparado, destruiré vuestro juguete, y después os arrojaré a vosotros y a vuestra creación al olvido del que fuisteis creados. Guardaos, hijos. El Padre de Todo y de Nada ha regresado.

El gigante puso de nuevo su atención en el enano.

—Tú serás mi mensajero. En caso de que no me hayan oído, ve en busca de mis hijos y adviérteles la suerte que les espera. ¡Disfrutaré viéndolos intentar escapar de mí, para variar! ¡Y muéstrales esto!

El Padre arrancó una hebra de fuego de su barba y la arrojó entre los pinos. Uno tras otro, se prendieron fuego, estallando en llamas. Los árboles vivos se retorcieron de dolor mientras sus ramas se consumían en el rugiente infierno.

Reorx se arrodilló en medio del humo y las cenizas, incapaz de parar el incendio, que se extendió rápidamente de los pinos a otros árboles del bosque, secos como una tea. Las llamas saltaron de árbol en árbol, chisporrotearon, siseantes, sobre el suelo, quemaron incluso el aire, dejándolo abrasado y vacío. Crearon su propio viento, que rugió y empujó el fuego hacia adelante.

En cuestión de segundos, el incendio alcanzó el pueblo irda.

Por encima del aullido del viento y del crepitar de las llamas, Reorx oyó los gritos de los que morían. El dios se cubrió el rostro con las manos y sollozó... por los irdas, por el mundo.

El Protector estaba sentado en su casa, inmóvil, estupefacto. Sabía, como lo sabían todos los otros irdas, que el Dictaminador estaba muerto. Oyeron el retumbar de un trueno que parecían palabras, pero las palabras eran demasiado enormes, demasiado monstruosas, para ser comprendidas. Y entonces el Protector se asomó a la ventana y vio el rojo fulgor de las llamas, oyó los gritos de los árboles moribundos.

El resplandor se hizo más brillante. Podía sentir el calor. Las cenizas empezaron a llover sobre la casa y, a no tardar, el techo ardía. Se asomó a la ventana, sin saber muy bien qué hacer, si es que había algo que pudiera hacerse.

Aparecieron varios irdas ancianos que intentaban detener el fuego con su magia. Invocaron lluvia, pero se evaporó con el calor. Invocaron hielo, pero se derritió y se disipó con un siseo. Invocaron viento, pero sopló en la dirección equivocada, de manera que lo que hizo fue avivar las llamas. El Protector contempló la escena mientras que un irda tras otro eran consumidos por el fuego.

Una vecina lejana salió corriendo de su casa incendiada. Gritaba algo acerca del océano. Si conseguían llegar al mar, estarían a salvo.

Las llamas, propagándose veloces por la hierba, tocaron el repulgo de la falda de la mujer, agarrándolo como un chiquillo juguetón y mortífero.

Las ropas de la mujer se prendieron en una llamarada, convirtiéndola en una antorcha viviente.

El techo de la casa del Protector ardía ya por los cuatro costados. En algún sitio de la parte trasera sonó el golpe de una viga al caer. El Protector tosió, medio asfixiado. Mientras pudo seguir viendo a través del humo, rebuscó por la casa hasta hallar el preciado objeto.

Sostuvo a la muñeca apretada contra su pecho y esperó —no mucho— el fin.

Mar adentro, muy lejos, el bote empezó a cabecear y a sacudirse con un viento ardiente que soplaba del norte. El movimiento irregular —un cambio del suave balanceo que la había adormecido— despertó a Usha de un profundo sueño. Al principio se sintió desorientada, sin recordar dónde estaba. La imagen de las velas y los mástiles, señalando hacia el cielo y las arracimadas estrellas, la tranquilizó.

Se sentó al oír un trueno y recorrió con la mirada el oscuro firmamento, buscando la tormenta. No tenía miédo de que el bote volcara; la magia irda lo mantendría a flote incluso en la más fuerte galerna.

El parpadeo del rayo llegó del norte, en la dirección en que estaba su hogar. Observó atenta y entonces vio un llamativo fulgor rojo que iluminó el cielo. El Dictaminador debía de estar realizando su magia.

Usha no logró conciliar el sueño de nuevo, y se sentó en la popa, acurrucada, observando el fulgor rojo que se hacía más y más intenso. Después vio que empezaba a amortiguarse hasta que se apagó.

Usha sonrió. La magia debía de haber sido muy poderosa, y debía de haber funcionado.

—Ahora estaréis a salvo, Protector —dijo suavemente.

Mientras hablaba, el toque dulce y claro de unas trompetas se propagó sobre el agua. Usha se dio media vuelta.

El sol empezaba a salir sobre el océano y parecía un ojo feroz y rojo que mirara con odio al mundo. Bañadas en la extraña luz, las cúpulas y torres de Palanthas brillaban rojas como la sangre.

SEGUNDA PARTE

6

Honras a los muertos. Un único prisionero. Un encuentro predestinado

Los cadáveres de los Caballeros de Solamnia habían sido colocados en una larga hilera sobre la arena de la playa de la bahía de Thoradin. No eran muchos, sólo dieciocho. Habían sido aniquilados, del primero al último. Sus escuderos yacían en otra hilera, detrás de ellos. También éstos estaban todos muertos. No quedaba nadie para atender a los difuntos salvo sus enemigos.

Un viento caliente sopló sobre la arena y la alta hierba, levantando y agitando las capas, desgarradas y salpicadas de sangre, en las que estaban envueltos los cuerpos sin vida.

Un oficial caballero supervisaba los detalles del entierro.

—Lucharon valerosamente —declaró, en justo reconocimiento a los caballeros muertos—. Superados en número, cogidos por sorpresa, podrían haberse dado media vuelta y haber huido sin que nadie se enterara. Sin embargo, se mantuvieron firmes, aun cuando sabían que serían derrotados. Lord Ariakan nos ha ordenado enterrarlos con todos los honores. Colocadlos bien a todos, poned sus armas al lado de cada uno. El terreno es demasiado pantanoso para enterrar los cuerpos. He sido informado de que se ha encontrado una cueva, no muy lejos de aquí. Meteremos los cadáveres dentro, clausuraremos la entrada y la marcaremos como el lugar de descanso de unos hombres valientes. ¿Habéis examinado los cuerpos? ¿Hay algún modo de que podamos determinar sus nombres, caballero guerrero Brightblade?

—Hubo un superviviente, señor —informó el caballero al tiempo que saludaba a su superior.

—¿De veras? No lo sabía.

—Un mago Túnica Blanca, señor. Fue capturado al final.

—Ah, desde luego. —El subcomandante no estaba sorprendido. Los magos luchaban en la retaguardia de los ejércitos, arrojando sus conjuros desde lugares seguros puesto que las restricciones de su arte les impedían llevar armadura y el uso de armas convencionales—. Es raro que los Caballeros de Solamnia utilizaran a un hechicero. Eso nunca habría ocurrido en los viejos tiempos. Claro que las cosas cambian. Este mago debe de saber los nombres de los muertos. Haz que lo traigan aquí para identificarlos, a fin de que podamos rendirles honores cuando los enterremos. ¿Dónde está ahora?

—Está retenido por los Caballeros Grises, señor.

—Ve por él, Brightblade.

—Sí, señor. A sus órdenes, señor.

El caballero se marchó a cumplir el encargo. Su tarea no era fácil. El campo de batalla en lo alto del espigón del mar era ahora el único sitio tranquilo de la costa meridional de la bahía de Thoradin. La vasta franja de arena negra estaba cubierta de hombres y equipos. Los botes varados jalonaban las playas, pegados costado contra costado, y más embarcaciones llegaban a la orilla a cada momento. Los cafres, al mando de los oscuros caballeros, estaban descargando montones de equipamiento y provisiones de todo tipo, desde enormes rollos de cuerda hasta barriles de agua, desde aljabas con flechas hasta enormes escudos, marcados con el lirio de la muerte, la insignia de los Caballeros de Takhisis. Según una leyenda elfa, el lirio de la muerte o lirio negro, con sus cuatro pétalos puntiagudos y su centro rojo, brotaba en la tumba de quienes morían violentamente. Era creencia común que nacía del corazón de la víctima y que, si se arrancaba, sangraba.

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