Margaret Weis - Los Caballeros de Takhisis

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La Guerra de la lanza ya es historia. Las estaciones vienen y se van.
Es verano: un verano abrasador como jamás se había visto en Krynn. Afligido por una dolorosa pérdida, el joven mago Palin Majere trata de entrar al Abismo en busca de su tío, el famoso archimago Raistlin. La Reina Oscura ha encontrado nuevos paladines en los Caballeros de Takhisis, seguidores devotos y leales hasta el fin. Un paladín oscuro, Steel Brightblade, cabalga a lomos de un dragón azul para atacar la Torre del Sumo Sacerdote, la fortaleza que su padre defendiera hasta la muerte. En una pequeña isla, los misteriosos irdas se apoderan de un antiguo objeto mágico, la Gema Gris, y lo utilizan para garantizar su propia seguridad. Usha, una joven criada por los irdas, llega a Palanthas y dice ser la hija de Raistlin.
Será un verano mortal, quizás el último verano de Ansalon. Llamas ardientes consumen la hierba seca y Caos, padre de los dioses, regresa. El mundo entero puede desaparecer.

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—Debe de ser voluntad de su Oscura Majestad —musitó la Señora de la Noche mientras observaba a Steel con sus ojos de color verde, de mirada penetrante—. Bien, pues, que así sea. Doy mi consentimiento. El mago que buscas está allí.

Steel no tenía idea de a qué venía toda esta conversación y tampoco sentía el menor deseo de preguntar.

—¿Para qué quiere Trevalin al mago? —preguntó la Señora de la Noche.

—Lo necesita —repitió Steel, exhortándose a tener paciencia— para identificar los cadáveres. El Túnica Blanca es el único superviviente.

Al oír esto, el prisionero levantó la cabeza. Su semblante se demudó hasta el punto de quedarse tan lívido como los cadáveres que estaban tendidos en la arena. El Túnica Blanca se incorporó de un salto, con el consiguiente sobresalto de aquellos a quienes les habían asignado su vigilancia.

—¡No, todos no! —gritó con voz quebrada—. ¡No puede ser!

Steel Brightblade hizo un saludo respetuoso aunque solemne, como le había sido enseñado: «Trata a las personas de todo rango, condición y educación con respeto, incluso si son enemigos. Sobre todo si son enemigos. Respeta siempre al enemigo; así jamás lo subestimarás».

—Creemos que así es, señor mago, aunque no podemos saberlo con seguridad. Planeamos enterrar a los muertos con honor, poner sus nombres en la tumba, y eres el único que puede identificarlos.

—Llévame hasta ellos —instó el joven mago.

Su rostro estaba rojo como si tuviera fiebre. Tenía la túnica salpicada de manchas de sangre, algunas de las cuales debían de ser de la suya propia. En un lado de la cabeza tenía un feo corte y estaba amoratado. Lo habían despojado de sus bolsas y saquillos, que estaban en el suelo, a un lado. Algún infortunado aprendiz los examinaría, arriesgándose a ser quemado —o algo peor— por los objetos arcanos que, debido a su propensión al Bien, sólo un Túnica Blanca podía usar.

Tales objetos no tendrían una utilidad inmediata para un Caballero Gris, pues, a despecho de la habilidad de los Caballeros de la Espina para extraer magia de las tres lunas, blanca, negra y roja, cada hechizo conoce la suya propia y a menudo reacciona violentamente ante la presencia de su antagonista. Un Caballero de la Espina probablemente podría utilizar un artefacto dedicado a Solinari, pero sólo después de largas horas de un estudio intenso y disciplinado. Los componentes de hechizos del Túnica Blanca y otros objetos capturados serían guardados a buen recaudo para ser estudiados, y, después, los que no pudieran ser usados con seguridad quizá se trocaran por artefactos arcanos de más valor —y menos peligro— para los Caballeros de la Espina.

Sin embargo, a Brightblade no le pasó por alto el hecho de que el Túnica Blanca conservaba consigo un bastón. Hecho de madera, el cayado estaba rematado por la garra dorada de un dragón que aferraba un cristal tallado con múltiples facetas. El caballero sabía lo suficiente acerca de lo arcano para que no le cupiera la menor duda de que este bastón era mágico y seguramente de gran valor. Se preguntó por qué se le había permitido al Túnica Blanca conservarlo en su poder.

—Supongo que el mago puede irse —dijo la Señora de la Noche con descortesía y de mala gana—, pero sólo si lo acompaño yo.

—Por supuesto, señora.

Brightblade hizo cuanto estuvo en su mano para disimular su consternación. Este Túnica Blanca no podía pertenecer a un nivel muy alto, ya que era demasiado joven. Además, ningún Túnica Blanca de rango alto habría permitido que lo cogieran prisionero. Aun así, Lillith —cabeza de la orden de los Caballeros de la Espina— trataba a este joven con la precaución con que habría tratado, por ejemplo, a lord Dalamar, renombrado señor de la Torre de la Alta Hechicería de Palanthas.

El Túnica Blanca se movió débilmente, apoyando todo el peso en su bastón. Su rostro estaba macilento por el dolor y la angustia. Se encogía de dolor con cada paso, mordiéndose el labio para no gritar. Avanzaba casi a rastras, a paso de gully. Les llevaría el resto del día y parte de la noche llegar a donde estaban los cadáveres, caminando a este paso. Al subcomandante Trevalin no le haría mucha gracia el retraso.

Steel miró a la Señora de la Noche. El mago era su prisionero y por lo tanto era ella la que tenía que ofrecerle ayuda. La Señora de la Noche los observaba a ambos con una expresión de desagrado mezclado —cosa rara— con curiosidad, como si estuviera esperando ver qué haría Steel en esta situación. Actuaría del modo en que le habían enseñado a hacerlo: con honor. Si a la Señora de la Noche no le hacía gracia...

—Apóyate en mi brazo, señor mago —ofreció Steel Brightblade. Hablaba con frialdad, desapasionadamente, pero con respeto—. Te será más fácil caminar así.

El Túnica Blanca levantó la cabeza y miró con una expresión de sorpresa que enseguida se endureció y dio paso a otra de cauta desconfianza.

—¿Qué truco es éste?

—Ninguno, señor. Tienes dolores y obviamente te resulta dificultoso caminar. Me estoy ofreciendo a ayudarte, señor.

—Pero... —El semblante del Túnica Blanca se contrajo en un gesto perplejo—. Eres uno de... los de ella.

—Si lo que quieres decir es que soy un servidor de la Reina Oscura, Takhisis, entonces estás en lo cierto —contestó Steel Brightblade, circunspecto—. Le pertenezco en cuerpo y alma, pero eso no significa que no sea un hombre de honor a quien complace descubrirse ante la valentía y el coraje cuando los ve. Te pido, señor, que aceptes mi brazo. El camino es largo, y me he dado cuenta de que estás herido.

El joven mago miró con desconfianza a la Señora de la Noche, como si pensara que lo desaprobaría. Si era así, no dijo nada, y su rostro era una máscara inexpresiva.

Vacilante, obviamente temeroso todavía de algún propósito perverso en la actitud de su enemigo, el Túnica Blanca aceptó la ayuda del caballero negro. Saltaba a la vista que esperaba que lo arrojara al suelo, lo pateara y lo golpeara. Cuando no ocurrió tal cosa, pareció sorprendido... y quizá decepcionado.

El joven mago caminó con más facilidad y más rapidez con la ayuda de Steel. Poco después, los dos salían de las frescas sombras de los árboles al ardiente sol. A la vista del grupo de desembarco, el semblante del Túnica Blanca reflejó asombro y consternación.

—Cuántas tropas... —exclamó suavemente para sí mismo.

—No es deshonroso que tu pequeño grupo cayera derrotado —observó Steel—. Os superábamos mucho en número.

—Aun así... —El Túnica Blanca habló con los dientes apretados para contener el dolor—. Si yo hubiese sido más poderoso... —Cerró los ojos y se tambaleó como si estuviera a punto de desmayarse.

El caballero sostuvo al debilitado mago. Echó una ojeada hacia atrás, por encima del hombro.

—¿Por qué los sanadores, los Caballeros de la Calavera, no lo han atendido, Señora de la Noche?

—Rechazó su asistencia —contestó con indiferencia la mujer—. En cualquier caso, al ser servidores de su Oscura Majestad, tal vez nuestros sanadores no habrían podido hacer nada por él.

Brightblade no tenía respuesta para este razonamiento. Apenas conocía los procedimientos de los clérigos oscuros, pero sí sabía cómo atender heridas de un campo de batalla, habiendo sufrido unas cuantas él mismo.

—Te daré una receta que tengo para hacer un emplasto —prometió al tiempo que ayudaba al mago a seguir caminando—. Mi madre... —Calló un instante y luego se corrigió:— La mujer que me crió me enseñó cómo hacerlo. Las hierbas son fáciles de encontrar. ¿Tienes la herida en un costado?

El joven mago asintió con un cabeceo mientras se apretaba con la mano la caja torácica. El paño blanco de la túnica del mago estaba empapado de sangre y se había pegado a la herida. Probablemente lo mejor sería dejar la tela sin tocar, ya que mantenía restañada la herida.

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