Margaret Weis - Los Caballeros de Takhisis

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La Guerra de la lanza ya es historia. Las estaciones vienen y se van.
Es verano: un verano abrasador como jamás se había visto en Krynn. Afligido por una dolorosa pérdida, el joven mago Palin Majere trata de entrar al Abismo en busca de su tío, el famoso archimago Raistlin. La Reina Oscura ha encontrado nuevos paladines en los Caballeros de Takhisis, seguidores devotos y leales hasta el fin. Un paladín oscuro, Steel Brightblade, cabalga a lomos de un dragón azul para atacar la Torre del Sumo Sacerdote, la fortaleza que su padre defendiera hasta la muerte. En una pequeña isla, los misteriosos irdas se apoderan de un antiguo objeto mágico, la Gema Gris, y lo utilizan para garantizar su propia seguridad. Usha, una joven criada por los irdas, llega a Palanthas y dice ser la hija de Raistlin.
Será un verano mortal, quizás el último verano de Ansalon. Llamas ardientes consumen la hierba seca y Caos, padre de los dioses, regresa. El mundo entero puede desaparecer.

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Y siempre cabía la posibilidad de que estuviera equivocado, de estar preocupándose sin motivo.

El enano aceleró el paso. Ahora podía ver un parpadeo de luz gris.

—¡No puedes esconderte de mí mucho tiempo! —gritó, y salió disparado hacia adelante.

Al tener la mirada fija en la luz, Reorx no prestó demasiada atención al cercano entorno, y chocó contra arbustos, tropezó en raíces de árboles que asomaban por el suelo, resbaló en la hierba húmeda. Pisoteó y se topó y metió más ruido que un regimiento entero. El ruido sacó a los irdas de su concentración, creyendo que era un ejército —el regreso de los caballeros de armaduras negras— y ello incrementó su miedo y su desesperación. Instaron al Dictaminador para que se apresurara.

El enano llegó a la pineda. La luz gris fluía del centro; podía verla brillar mortecinamente a través de las ramas entrelazadas. Reorx buscó un sitio por el que entrar, pero los pinos se mantenían tan impenetrables como soldados situados en formación de combate, con los escudos levantados a fin de presentar una sólida barrera al enemigo. Ni siquiera permitirían entrar a un dios. Resollando y maldiciendo de frustración, Reorx corrió alrededor de la pineda, buscando un hueco por el que meterse.

El tintineo de plata aumentó de intensidad. La luz gris disminuía un poco con cada golpe, y después brillaba más fuerte.

Reorx estaba seguro de que sabía lo que estaba ocurriendo, y su terror aumentó con esta certeza. Intentó gritar al irda que se detuviera, pero los resonantes golpes del martillo ahogaron su voz. Por fin, renunció a seguir chillando, y dejó de correr.

Jadeante, el sudor goteando por el cabello y la barba, señaló a dos de los pinos más grandes y gritó con una voz que semejó el estallido del trueno:

—¡Juro por la luz roja de mi forja que secaré vuestras raíces, marchitaré vuestras ramas y haré que los gusanos se coman vuestras pinas si no me dejáis pasar!

Los pinos se estremecieron, sus ramas crujieron, las agujas se agitaron y cayeron alrededor del enfurecido enano. Apareció una abertura, apenas lo bastante grande para que se metiera por ella.

El robusto dios contuvo la respiración, estrujó su cuerpo entre los troncos, se esforzó y empujó y, finalmente, con un respingo, irrumpió en el otro lado. Y justo en ese momento, justo cuando salía trastabillando al claro, parpadeando ante la brillante luz, el Dictaminador dio al punzón un séptimo golpe fuerte.

Un crujido, que sonó como si el mundo se partiera, hendió la noche. La luz gris de la gema llameó brillantemente. Reorx, acostumbrado a mirar el fuego de su forja, la luz que relucía en el cielo como una estrella roja, no pudo soportarlo y tuvo que cerrar los ojos. El Dictaminador gritó y se agarró la cabeza. Gimiendo de dolor, cayó al suelo. El altar, en el que la gema había descansado, se partió en dos.

Y entonces la luz se apagó.

El enano se arriesgó a abrir los ojos.

El altar donde la Gema Gris descansaba estaba oscuro ahora. No con una oscuridad normal, sino con una negrura terrible que no presagiaba nada bueno.

Reorx la reconoció: había nacido de ella.

Intentó moverse hacia adelante, con alguna absurda idea, hija del pánico, de reparar el daño causado, pero sus botas le pesaban más que el mundo que una vez forjó. Trató de gritar una advertencia a los otros dioses, pero su lengua parecía hecha de hierro y no se movió en su boca. No había nada que él pudiera hacer, nada salvo mesarse la barba por la frustración y esperar lo que venía a continuación.

La oscuridad empezó a cobrar consistencia y forma. Asumió forma de un hombre mortal, no como homenaje —como hacen los dioses cuando toman formas humanas— sino con salvaje mofa. Era un hombre exageradamente desarrollado y cebado. De la oscuridad salió un gigante que creció y creció hasta superar la altura de los pinos.

Iba vestido con armadura hecha de metal fundido. Su cabello y barba eran fuego chisporroteante. Sus ojos, pozos de negrura, en cuyas profundidades ardía la ira.

Reorx cayó, tembloroso, de rodillas.

—¡Él! —musitó el enano con sobrecogimiento.

El gigante bramó triunfalmente. Extendió y alzó los brazos, rompiendo las ramas de los pinos como si fueran de paja. Las puntas de los dedos rozaron las nubes, desgarrándolas en jirones. Las estrellas, las constelaciones, titilaron de terror.

—¡Libre! ¡Libre por fin de esa infame prisión! ¡Ah, mis queridos hijos! —El gigante abrió los brazos mientras miraba las estrellas, que temblaban ante su presencia—. ¡He venido a visitaros! ¿Dónde está esa bienvenida a vuestro padre? —Soltó una risotada.

Reorx estaba atenazado por un terror como jamás había conocido, pero no hasta el punto de perder la cabeza. Con intrepidez, corriendo un gran riesgo, el enano gateó hacia el altar roto mientras el gigante estaba distraído mirando las estrellas.

Entre los escombros estaba la Gema Gris, rota, partida en dos. Cerca, se encontraba el irda que la había quebrado. Reorx puso su mano en el irda buscando el pulso. El mortal aún vivía, pero estaba inconsciente.

Reorx no podía hacer nada para salvar al irda; el enano tendría suerte si conseguía salvarse a sí mismo. Había que hacer algo para evitar la catástrofe, aunque Reorx no tenía la menor idea de qué y cómo. Precipitadamente, recogió las dos mitades de la Gema Gris, empujó los fragmentos debajo de los escombros del altar, y los cubrió con trozos de madera. Luego se escabulló hacia atrás, retirándose del altar todo lo posible.

Al sentir movimiento, el gigante bajó la vista y descubrió al enano intentando esconderse bajo las raíces de los pinos.

—¿Tratando de escapar de mí, Reorx? ¡Tú, patético, despreciable diablejo, remedo de dios ingrato!

El gigante se inclinó cerca del acobardado enano. De su barba se soltaban carbonillas que flotaban entre los árboles. Hilillos de humo empezaron a alzarse de las agujas de pino secas que había en el suelo.

—Te creíste muy listo al encarcelarme, ¿verdad, gusano?

Reorx echó una nerviosa ojeada hacia arriba.

—Lo que..., lo que ocurrió en realidad, reverendo Padre de Todo...

—Padre de Todo y de Nada - -lo corrigió el gigante, poniendo énfasis en lo último.

Reorx no dejaba de temblar, pero siguió farfullando:

—Fue..., fue un pequeño accidente. Estaba forjando la piedra, intentando capturar sólo una porción pequeñita del caos cuando, y todavía no estoy seguro de cómo pudo ocurrir, pero al parecer te capturé a ti.

—¿Y por que no me liberaste entonces?

El calor de la cólera del Padre azotó al enano, que tosió en medio de un humo cada vez más denso.

—¡Lo habría hecho! —jadeó Reorx con desesperada sinceridad—. Créeme, Padre de Todo, te habría liberado en ese mismo instante si hubiera sabido lo que había hecho. Pero no lo sabía. ¡Lo juro! Yo...

—¡Necio! —La cólera del Padre prendió fuego a toda la hierba en derredor—. Tú y mis desagradecidos hijos conspirasteis para encarcelarme. ¿Acaso iba a capturarme un débil dios él solo? Se precisaba el poder de todos vosotros en combinación para retenerme cautivo. Pero, aunque me encerraste, no pudiste controlarme. Causé daño más que suficiente a vuestros preciosos juguetes. Y desde el principio busqué a una de vuestras marionetas a la que pudiera engañar para que me liberara. Por fin la encontré.

El gigante echó una ojeada al Dictaminador. Con gesto indiferente, puso su enorme pie sobre el cuerpo del hombre y lo pisó, aplastándolo y machacándolo contra el suelo. Los huesos chascaron, y un charco de sangre se extendió debajo de la bota del gigante.

Reorx volvió la cabeza, con el estómago revuelto. Tenía la clara e inquietante impresión de que era el siguiente.

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