Margaret Weis - Los Caballeros de Takhisis

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La Guerra de la lanza ya es historia. Las estaciones vienen y se van.
Es verano: un verano abrasador como jamás se había visto en Krynn. Afligido por una dolorosa pérdida, el joven mago Palin Majere trata de entrar al Abismo en busca de su tío, el famoso archimago Raistlin. La Reina Oscura ha encontrado nuevos paladines en los Caballeros de Takhisis, seguidores devotos y leales hasta el fin. Un paladín oscuro, Steel Brightblade, cabalga a lomos de un dragón azul para atacar la Torre del Sumo Sacerdote, la fortaleza que su padre defendiera hasta la muerte. En una pequeña isla, los misteriosos irdas se apoderan de un antiguo objeto mágico, la Gema Gris, y lo utilizan para garantizar su propia seguridad. Usha, una joven criada por los irdas, llega a Palanthas y dice ser la hija de Raistlin.
Será un verano mortal, quizás el último verano de Ansalon. Llamas ardientes consumen la hierba seca y Caos, padre de los dioses, regresa. El mundo entero puede desaparecer.

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El altar estaba hecho de madera pulida, tallada con símbolos intrincados y arcanos. Se alzaba en un claro rodeado por siete pinos gigantes que habían sido transportados mágicamente desde una localización secreta de Ansalon hasta la isla.

Tan añejos eran estos árboles que probablemente habían visto pasar a la Gema Gris la primera vez que escapó al control de Reorx. Los pinos parecían estar alerta, resueltos a impedir que la Gema Gris volviera a escaparse. Sus ramas estaban entrelazadas, entretejidas, presentando un frente sólido de corteza, agujas y ramas a través del cual hasta un dios tendría dificultad para pasar.

El Dictaminador se detuvo frente a la pineda, pidiendo la bendición de los siete espíritus que moraban en los siete árboles.

Los pinos permitieron al Dictaminador pasar al claro y cerraron filas en el momento en que el irda estuvo dentro. Las enormes ramas se alzaban sobre su cabeza; al mirar hacia arriba no alcanzó a ver ni una sola estrella, y menos aún una constelación. No se veía a Takhisis ni a Paladine. Y, si no podía verlos a ellos, tenía la esperanza de que ellos no pudieran verlo a él. El dosel de agujas de los pinos sagrados ocultarían al Dictaminador y a la Gema Gris de cualquiera que pudiera intentar interferir.

La pineda habría estado sumida en una oscuridad impenetrable a no ser por la luz de la propia Gema Gris, si bien ésta era débil, mortecina, apenas un tenue fulgor.

«Casi como si estuviera de mal humor» , pensó el Dictaminador.

Pero daba luz suficiente para ver y, en realidad, el irda no necesitaba demasiada. De haberlo querido, podría haber recurrido a su magia para alumbrar el claro como si fuera de día, pero prefería no llamar la atención sobre lo que estaba haciendo. Algún ojo inmortal podía ver el fulgor mágico y preguntarse qué estaba pasando. En consecuencia, se sintió agradecido por la ayuda de la Gema Gris.

Concentrado, tranquilo, el Dictaminador avanzó hasta encontrarse de pie junto al altar. Disfrutaba de estar a solas, en el aislamiento que tanto valoraban los irdas. Sin embargo, sentía en su interior las mentes y los espíritus de los suyos. Inclinó la cabeza y se sustentó en esa energía. Luego, alargó las manos y, cogiendo la Gema Gris, la examinó con intensa atención.

Resultaba desagradable sostener la piedra. Era cortante y suave, cálida y fría, y daba la impresión de que se retorcía entre sus manos. Mientras la sostenía, la luz gris empezó a destellar rítmicamente, creciendo en intensidad hasta que llegó a hacerle daño en los ojos. El irda incrementó su control mental sobre la Gema Gris, y la luz disminuyó, tornándose tenue. El Dictaminador pasó los dedos por la joya, deslizándolos por las suaves facetas, siguiendo el trazo de cada aguda arista, buscando, tanteando. Por fin, encontró lo que buscaba, lo que había descubierto la primera vez que sostuvo la gema en sus manos, lo que le había dado la idea.

Un defecto. Más exactamente, una cavidad obstruida. Lo había notado antes de haberlo visto. Del mismo modo que en el ámbar pueden encontrarse insectos, al parecer algún tipo de materia ajena a la piedra había quedado atrapada en la Gema Gris durante su formación. Lo más probable es que hubiera ocurrido mientras los minerales precipitados de la gema se enfriaban, quedando atrapada en la compleja cristalización. La substancia ajena en sí misma no era importante. Lo que importaba es que era un punto débil. Aquí, en esta zona, podían formarse grietas.

El Dictaminador volvió a poner la joya en el altar. Los símbolos arcanos que estaban tallados en la madera tejieron un hechizo que retuvo cautiva a la Gema Gris.

El irda, al reforzar el conjuro, tuvo la extraña sensación de que la magia no era necesaria, de que la Gema Gris estaba descansando sobre el altar porque así lo quería, no porque estuviera retenida.

Esta sensación no era muy tranquilizadora. El Dictaminador necesitaba tener la joya bajo su control, no al contrario. Fortaleció su magia.

La gema estaba ahora rodeada por una red chispeante de sinergia irda. El Dictaminador cogió dos herramientas: un martillo y un punzón. Los dos estaban hechos de plata, fabricados a la luz de la luna blanca, Solinari. Las herramientas estaban tratadas con encantamientos, tanto por dentro como por fuera. El Dictaminador colocó la punta del punzón sobre el punto defectuoso de la joya, colocó cuidadosamente el punzón, lo agarró con firmeza, y levantó el pequeño martillo.

Los pensamientos de todos los irdas se aunaron, fluyeron hacia el Dictaminador, le proporcionaron fuerza y poder.

El martillo se descargó sobre el punzón con un seco golpe.

En la playa, a varias leguas del pueblo irda y del altar, un bote había llegado a tierra. Este bote no había navegado a través de los mares a la manera usual de las embarcaciones. Había aterrizado tras navegar por el cielo, siendo su procedencia una estrella roja, la única de ese color que había en el firmamento. Una enano, de espesa y rizosa barba negra, al igual que el cabello, estaba en el bote; ofrecía una imagen chocante si alguien hubiera estado observando, ya que ningún enano vivo de Ansalon o de ninguna otra parte en Krynn jamás había venido de las estrellas navegando en un bote. Sin embargo, los irdas no estaban mirando, ya que tenían los ojos cerrados, y sus mentes centradas en la Gema Gris.

El enano, rezongando y hablando consigo mismo, salió del bote y enseguida se hundió hasta el tobillo en la arena profunda. Maldiciendo, el enano avanzó trabajosamente, dirigiéndose al bosque.

—Así que éstos son los ladrones —masculló en voz baja—. Debí imaginarlo. Nadie más podría haber mantenido oculto mi tesoro durante tanto tiempo sin que yo lo descubriera. Pero haré que me lo devuelvan. Con Paladine o sin él, me lo devolverán ¡o, por mi barba, que no me llamo Reorx!

Un sonido tintineante, como de metal chocando contra metal, se escuchó en medio de la noche.

Reorx se detuvo y ladeó la cabeza.

—Qué raro. No sabía que los irdas practicaran el bello arte de la forja de metales. —Se acarició la barba—. Puede que los haya subestimado.

De nuevo se oyó el sonido tintineante. Sí, indudablemente era el ruido que hacía un martillo al golpear. Pero le faltaba la resonancia profunda de un martillo de hierro, y ni siquiera el enano podía convencerse a sí mismo de que los irdas habían desarrollado un repentino interés en hacer herraduras y clavos. Trabajos de platería, quizá. Sí, el sonido era parecido al que hacía la plata.

Entonces, serían teteras, o elegantes copas. Tal vez joyería. Los ojos del enano brillaron. Trabajar con gemas relucientes, engarzarlas en el metal...

Gemas.

Una gema. Un golpe de martillo...

El miedo estremeció a Reorx, un miedo tal como jamás había experimentado en este plano de existencia. Intentó traspasar las sombras. La vista del dios era muy penetrante, y podía ver, en una clara noche, una moneda de acero que se hubiera dejado caer descuidadamente en las calles de una ciudad en un país de un continente de una estrella lejana, pero fue incapaz de traspasar la oscuridad de la pineda. Algo obstaculizaba su vista.

Tembloroso, el enano avanzó a trompicones, el terror estrujándolo entre sus frías y sudorosas manos. Sólo tenía una vaga idea de lo que lo atemorizaba, un miedo realzado por cierta sospecha que se había estado insinuando en su mente desde hacía siglos. Jamás lo había admitido, jamás había ahondado en ella abiertamente, porque la posibilidad era demasiado terrible para planteársela. Ni que decir tiene que jamás se lo había dicho a sus colegas inmortales.

Reorx se planteó llamar a Paladine, a Takhisis y a Gilean pidiendo ayuda, pero eso significaría tener que explicarles qué era lo que temía haber hecho, y siempre existía la posibilidad de que pudiera parar a los irdas en su locura. Nadie se enteraría nunca.

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