Jean Rabe - El amanecer de una nueva Era

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El amanecer de una nueva Era: краткое содержание, описание и аннотация

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Los dioses se han desvanecido y la magia se ha debilitado hasta casi desaparecer de Krynn. Es la Era de los Mortales, pero también es la Era de los Dragones, más grandes y poderosos que nunca. Arrasan pueblos, esclavizan a sus gentes y se proclaman señores supremos de Ansalon. Goldmoon, miembro del grupo original de los Compañeros, no se da por vencida y busca nuevos héroes que desafíen a los dragones. Un hombre atormentado responde a su llamada, y a él se unen una hermosa kalanesti, un enano apellidado Fireforge, un arrojado marinero de piel negra y su compañera (un semiogro), un lobo rojo y, cómo no, un par de kenders. Todos ellos deben reunirse en Refugio Solitario con un mago llamado Palin Majere.

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Sintió que algo le tocaba el muslo. Giró la cabeza y vio a dos hombres arremetiendo contra su pata, pero sus lanzas no podían penetrar las duras escamas.

Disparó su garra delantera para derribar una de las pocas chozas que no se habían prendido fuego. Dentro había tres pequeños acurrucados. Malys los aplastó con una de las patas.

Adelantó el cuello y apresó en las fauces a un puñado de aldeanos que intentaba escapar. Sus forcejeantes cuerpos fueron rápidamente engullidos, y Malys dirigió su atención a otro grupo, que también contribuyó a apaciguar su apetito.

Más guerreros se unieron a los dos primeros junto a sus patas. Gritaban maldiciones y arremetían fútilmente con sus armas. A través del hedor a carne y bálago quemados, la hembra Roja percibió el agradable olorcillo a sudor mezclado con miedo. Con un latigazo de la cola les aplastó el pecho y acabó con sus vidas.

Todavía quedaban unos pocos vivos, y éstos corrían hacia el bosque, al otro lado de la aldea. Se dio impulso contra el suelo y saltó tras ellos al tiempo que escupía otro chorro de fuego. Las llamas se descargaron más allá de los que huían y prendieron los árboles.

Las personas giraron sobre sus talones y empezaron a volver hacia la aldea, pero Malys les salió al paso. No le suplicaron por sus vidas, y ella dio por sentado que eran lo bastante listos para saber que había llegado su fin. Abrió las fauces y se zampó a los que estaban más cerca; después se adelantó y saboreó lentamente a los restantes.

Cuando la hembra Roja se elevó en el aire, el fuego en el bosque se intensificó. Malys viró hacia el sur, y planeó sobre la aldea en llamas y la herbosa llanura.

Poco después sus alas la llevaron sobre otro bosque; los árboles eran altos y acogedores, el dosel lo bastante tupido para ocultar su presencia.

Descendió, y las patas partieron las ramas más altas, derribaron unos pocos robles viejos, y se posaron en la fértil marga.

«Descansaré aquí —pensó—. Éste será mi hogar durante un tiempo, mientras esté en las llanuras Dairly. Pero no me quedaré para siempre.»

7

Comienza la Purga de Dragones

Malys atacó más pueblos para saciar su gran apetito, pero tuvo cuidado de no acabar con todos los que encontró. No quería agotar sus reservas de alimentos demasiado deprisa, y necesitaba que algunas personas siguieran vivas para así poder observarlas y aprender cosas acerca de lo que ahora era su territorio. Además, disfrutaba con la idea de que la gente de otros pueblos viviera aterrorizada con la incertidumbre de si su aldea sería la próxima en arder, propagara la noticia de sus ataques, y la obsequiara con una espléndida fama.

Alternaba su dieta con el ganado y varias criaturas raras del bosque que se cansó de estudiar, y de vez en cuando devoraba tripulaciones de barcos que navegaban cerca de la rocosa costa oriental de las llanuras Dairly.

No había nada que significara un verdadero peligro para ella... hasta que apareció otro Rojo. El macho no era ni la mitad de grande que ella, ya que medía unos dieciséis metros desde el hocico a la punta de la cola. Malys lo había visto merodeando por los pueblos que ella había diezmado, buscando carroña entre las ruinas. Lo había descubierto deslizándose a través del bosque, deteniéndose en los claros que ella había abierto al arrancar de raíz los árboles para atrapar ciertos animales particularmente sabrosos. Sabía que la había estado observando con el propósito, al parecer, de aprender de la mejor.

Un día lo divisó acercándose al cubil que ella había creado en el litoral, un cueto colgado de un escarpado acantilado que se asomaba al océano Courrain Meridional. Había esculpido cuidadosamente la guarida y el terreno circundante durante los últimos meses. Como un resuelto alfarero, estaba modificando continuamente el área, haciendo el cueto más grande, más abrupto, más imponente, con picos escabrosos y sombrías cavidades.

Había excavado una inmensa cueva tierra adentro, un agujero lo bastante grande para albergar su escamoso cuerpo y unos cuantos cofres con monedas que había cogido de los barcos. Desde el interior de su cómodo cubil, lo vio acercarse más.

—¿Qué quieres? —siseó cuando estuvo cerca.

—Tenía que verte —gruñó el macho, que emitió un rugido bajo y suave al tiempo que las llamas asomaban por sus ollares—. Oí hablar de un gran Rojo en las llanuras, uno que no estuvo en la guerra de Caos, en el Abismo. Uno que, quizá, tuvo miedo de combatir junto al resto de nosotros al lado de Takhisis.

—Yo soy Takhisis —espetó Malys al recordar la palabra que el joven Dragón Negro y el demonio guerrero habían mencionado—. Soy tu diosa. Inclínate ante mí.

El macho se echó a reír, y un sordo rugido empezó a sonar en lo más hondo de su pecho.

—Eres grande —espetó—, pero no eres Takhisis. No eres una diosa. Los dioses no necesitan comer, y no viven en cuevas. Todos ellos se han marchado. Inclínate ante mí.

Malys oyó la brusca inhalación de aire, olió un indicio de sulfuro, y supo que el macho estaba a punto de lanzar un chorro de fuego contra ella. Pero no se movió del sitio. Sabía que el ardiente aliento del Rojo no le haría daño; sólo pondría de manifiesto lo necio que era.

El dragón abrió las fauces, y una bola de fuego amarilla y naranja salió disparada entre sus relucientes colmillos. Voló hacia Malys, pero no directamente hacia ella, sino que se descargó contra la rocosa ladera que había justamente sobre su cabeza. El macho volvió a inhalar, y Malys sintió que su cubil se sacudía. El Rojo no era tan necio, después de todo. Polvo y rocas cayeron en cascada sobre su cabeza y la dejaron atrapada en el interior del cubil. Volvió a oír el crepitar del fuego, sintió el calor, notó que la entrada se cegaba, que la tierra se cocía, que las rocas menos densas se derretían con el ardiente aliento del macho. El hueco se estrechó prietamente contra sus costados.

—¿Quieres enterrarme? —siseó mientras el féretro de tierra estrujaba su inmenso corpachón y la presión en sus costillas se hacía más y más incómoda.

Como un perro mojado que se sacudiera el agua, Malys agitó la cabeza a uno y otro lado, empujó con las alas, y descargó la musculosa cola hacia atrás. Un sordo retumbo se inició en su interior, semejante a un temblor de tierra. El ruido creció de intensidad al tiempo que la hembra se sacudía; después, Malys inhaló profundamente y exhaló el aliento.

El rocoso cueto explotó. Piedras, tierra y llamas ardientes salieron disparadas en todas direcciones. Algunas rocas cayeron a bastante distancia en el Courrain Meridional, otras llovieron sobre el insolente Rojo y acribillaron la gruesa piel.

El macho rugió y cargó contra ella, impasible ante el chorro de fuego que seguía saliendo de sus fauces. Descargó zarpazos contra su pecho, y el impacto la echó hacia atrás. Malys enroscó la cola alrededor de una de las patas traseras del macho, y durante un instante se enzarzaron en un cuerpo a cuerpo al borde del acantilado. Entonces el suelo cedió bajo el enorme peso de sus cuerpos, y los dos se precipitaron hacia los aserrados picos que sobresalían a lo largo de la costa.

Malys sabía de memoria su territorio, conocía palmo a palmo cada estanque, cada pueblo, cada escollo de obsdiana y cuarzo que sobresalía del agua y amenazaba la seguridad de los barcos. Mientras caían, giró sobre sí misma, dejando al macho debajo de ella, clavó las garras en sus flancos, y plegó las alas contra los costados cuanto pudo para caer como una piedra.

El Rojo aleteó frenéticamente en un intento de frenar el descenso, pero ella pesaba demasiado. Su cuello se enroscó como una serpiente enfurecida, acercando la cabeza a la hembra. Sus mandíbulas se cerraron alrededor del cuello de Malys, que bramó de sorpresa y dolor al tiempo que descargaba zarpazos contra los costados de su oponente. La cálida sangre del macho le humedeció las garras mientras que la suya propia le resbalaba en regueros cuello abajo. Malys sacudió la cola atrás y adelante, la alzó para golpear las alas del macho, y después la descargó contra su hocico con el propósito de hacerle soltar su presa.

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