Jean Rabe - El amanecer de una nueva Era

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El amanecer de una nueva Era: краткое содержание, описание и аннотация

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Los dioses se han desvanecido y la magia se ha debilitado hasta casi desaparecer de Krynn. Es la Era de los Mortales, pero también es la Era de los Dragones, más grandes y poderosos que nunca. Arrasan pueblos, esclavizan a sus gentes y se proclaman señores supremos de Ansalon. Goldmoon, miembro del grupo original de los Compañeros, no se da por vencida y busca nuevos héroes que desafíen a los dragones. Un hombre atormentado responde a su llamada, y a él se unen una hermosa kalanesti, un enano apellidado Fireforge, un arrojado marinero de piel negra y su compañera (un semiogro), un lobo rojo y, cómo no, un par de kenders. Todos ellos deben reunirse en Refugio Solitario con un mago llamado Palin Majere.

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Una llamarada se alzó hacia el cielo por encima del dragón y barrió el aire de lado a lado para alcanzar los bosques que había a ambos extremos de la llanura. El abrasador calor del aliento de la hembra Roja era intenso y doloroso, y el Negro oyó el chasquido y el crepitar de los árboles del entorno que se habían prendido fuego a pesar de la constante humedad de la isla de las Brumas. El dragón miró hacia arriba y abrió la boca para hablar; entonces vio una garra roja extendiéndose hacia él.

La garra lo golpeó con fuerza y lo lanzó varios metros por el aire hacia el antiguo bosque. El impacto lo dejó sin aire en los pulmones; aturdido, sacudió la cabeza para despejarse y después la miró.

La inmensa zarpa roja se hincó en su costado, y las garras traspasaron las gruesas escamas negras y se clavaron en el blando tejido muscular que había debajo. Entonces la otra garra lo sujetó contra el suelo, amenazando con romperle las costillas.

—¡Takhisis, mi señora!

La sangre del Dragón Negro manó de la herida, y el reptil chilló con sorpresa y dolor, debatiéndose inútilmente bajo el peso. A través de un velo de lágrimas, sus ojos se prendieron en los de ella, suplicantes, interrogantes.

La inmensa cabeza de la hembra ocupó todo su campo visual cuando se agachó sobre él. El olor de su aliento era ardiente y sulfuroso como el fuego que ahora crepitaba rugiente en el bosque.

La hembra abrió las fauces, y su enorme lengua se adelantó, serpenteante, hasta tocar la punta de su hocico, y después se retiró para relamerse los labios.

—¡No! —gritó el Negro—. ¡Takhisis no mataría a uno de los suyos! —Hizo acopio de todas sus fuerzas y luchó para mover la pata que lo sujetaba contra el suelo. Pero no consiguió su propósito; la hembra Roja era demasiado grande.

»¡Por favor! —chilló al tiempo que boqueaba para coger aire—. ¡Por favor! —suplicó de nuevo, sorprendido de escuchar una palabra tan humana escapando de sus labios, pero desesperado por hacerse oír.

El corazón le latía frenéticamente en el pecho, y sus patas traseras se sacudían de manera espasmódica. Intentó con desesperación encontrar un asidero en el barro, algo sólido a lo que agarrarse y utilizar como apoyo para apartarse de ella. Giró la cabeza a uno y otro lado, y expulsó un chorro de ácido. El corrosivo líquido salpicó contra un lado de la cabeza de la hembra, y se oyó un repulsivo ruido de pompas reventando. La hembra Roja aflojó la presa de sus garras, y el Negro se apartó con un impulso.

Lo detuvo una pata que cayó con fuerza sobre su cola, en tanto que la otra descargaba un zarpazo en su grupa. Después sintió unos afilados dientes cerrándose sobre la cresta de su espalda, y un instante después era levantado en el aire. La hembra lo llevó hacia la playa y allí lo arrojó violentamente contra el suelo. El Negro quedó tendido, hecho un ovillo, sin apenas fuerzas, aunque se esforzó por incorporarse, y casi lo consiguió. Pero la larga cola de la hembra Roja descargó un latigazo y lo alcanzó de lleno en el hocico, dejándolo aturdido.

El dragón se concentró, confiando en poder arrojar un último chorro de ácido, algo, cualquier cosa que la hiciera retroceder para que él pudiera elevarse sobre el acantilado y escapar entre los árboles. Era mucho más pequeño que ella, y quizá podría ocultarse entre los vetustos sauces. Abrió las fauces e inhaló y expulsó el aliento, pero de su garganta salió sólo un ridículo chorrillo de ácido que cayó con un chapoteo sobre la arena. Las fauces de la hembra se acercaron más y se hundieron en el cuello del Negro, dando comienzo al festín.

Las primeras luces del día alumbraron la costa de la isla de las Brumas. No quedaba nada de las verdes frondas, sólo unos restos calcinados y rotos que se alzaban retorcidos. La hembra Roja lo había destruido todo.

Bostezando, el gigantesco dragón se levantó de la playa, se estiró, y se sacudió el sueño. La cena de la anoche anterior, un enorme lagarto negro, le había proporcionado un poco de energía, y después había devorado una manada de venados, aunque eran muy pequeños.

Pero todavía estaba hambrienta... e inquieta. ¿Había imaginado que el lagarto negro le había hablado? La había llamado... ¿Cómo era la palabra? ¿Takhisis? ¿Lo habría soñado o el lagarto le había hablado realmente? ¿Se habría cenado un reptil racional en su ansiedad por saciar el terrible apetito?

Echó una ojeada al charco creado por la marea, donde había dejado la cabeza y unos cuantos huesos de las costillas del lagarto. A la luz del día los restos parecían tener un aspecto distinto, y le permitió distinguir ciertos detalles sutiles. La gran hembra Roja se estremeció. No era la cabeza de un lagarto negro grande lo que yacía en un ángulo grotesco en la cuesta de la playa, sino la de un Dragón Negro.

¿Cómo podía haberla cegado el hambre hasta ese punto, haciéndola devorar una pequeña cría? Avanzó hacia la orilla y contempló su ceñudo semblante en el agua. Advirtió que unas cuantas escamas cerca de la mandíbula estaban derretidas y deformadas por la saliva acida de la cría.

Levantó una pata y desprendió las escamas estropeadas y medio sueltas, que cayeron sobre la arena con un ruido sordo. La hembra Roja hizo una mueca. Crecerían otras que las sustituirían y ella volvería a ser hermosa, pero tardarían unas pocas semanas.

En fin, por lo menos sólo era un Negro, un dragón menor, se dijo para sus adentros, tratando de apaciguar su mala conciencia. Los Negros no eran tan inteligentes como los Rojos. Si éste lo hubiera sido, no se habría quedado esperándola en terreno abierto.

¿Qué habría querido decir cuando la llamó Takhisis? ¿Qué significaría esa palabra?

Para cuando el sol alcanzó su cénit, la hembra de Dragón Rojo volaba alto en el cielo, con las ruinas de la isla de las Brumas bajo ella. La isla parecía pequeña, igual que había parecido pequeño el Dragón Negro.

Quizá debería regresar a casa. No es que le importara mucho la compañía de los otros toscos Rojos, pero quizá podría volver a soportarlos. Se esforzaría. Lo intentaría otra vez. Oh, cómo detestaba esta sensación de hambre. Levantó un ala y viró rumbo a casa.

—No puedes marcharte.

Los ojos de la hembra Roja se enfocaron en la imagen, gris y cambiante, de un minúsculo hombrecillo que flotaba en el aire delante de ella. Plegó las alas hacia atrás y estrechó los ojos para verlo mejor. Parecía una sombra, cosa imposible dada la luminosidad del sol matinal, y sus ojos eran unos puntos carmesíes fijos, que no parpadeaban. Decidió que no era un hombre. Entonces, ¿qué era?

La hembra Roja siseó. De sus ollares salió vapor, y los tenues hilillos se enroscaron como el humo de una chimenea y se elevaron hacia las nubes que había más arriba. Retiró los labios hacia atrás, enseñando los dientes, y gruñó. Podía comérselo, pero era tan pequeño que su estómago apenas lo notaría. No merecía la pena hacer el esfuerzo de tragárselo.

—¿Qué eres? —bramó.

—Soy un demonio guerrero, una creación del Padre de Todo y Nada, Caos —respondió el hombre de sombras—. Quiero vengarme de los mortales responsables de que mi creador se marchara de Krynn. Y tú serás el instrumento del que me valdré para conseguirlo. —De la borrosa imagen crecieron unos cuernos y se oscureció hasta adquirir un reluciente tono negro.

La hembra Roja pensó que la criatura debería estar suplicando clemencia y, en lugar de ello, se dedicaba a cambiar de forma y a charlar con ella como si fueran amigos. Ella no tenía amigos.

—¿De dónde vienes? —La voz del guerrero tenía un timbre grave, y al mismo tiempo hueco, como un eco—. No eres de Ansalon, y no llevas aquí mucho tiempo. Alguien habría reparado en un dragón de tu tamaño a estas alturas. Habrían enviado a los héroes de turno para combatirte. ¿Hay más como tú?

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