Jean Rabe - El amanecer de una nueva Era

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El amanecer de una nueva Era: краткое содержание, описание и аннотация

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Los dioses se han desvanecido y la magia se ha debilitado hasta casi desaparecer de Krynn. Es la Era de los Mortales, pero también es la Era de los Dragones, más grandes y poderosos que nunca. Arrasan pueblos, esclavizan a sus gentes y se proclaman señores supremos de Ansalon. Goldmoon, miembro del grupo original de los Compañeros, no se da por vencida y busca nuevos héroes que desafíen a los dragones. Un hombre atormentado responde a su llamada, y a él se unen una hermosa kalanesti, un enano apellidado Fireforge, un arrojado marinero de piel negra y su compañera (un semiogro), un lobo rojo y, cómo no, un par de kenders. Todos ellos deben reunirse en Refugio Solitario con un mago llamado Palin Majere.

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Cuando la terraza de la torre quedo reducida a un montón de escombros, el dragón hincó las garras en la cámara inferior, el laboratorio, y empezó a recoger baúles y cofres llenos de objetos mágicos y pergaminos con poderosos hechizos arcanos. Entonces los dorados ojos del reptil se clavaron en el Portal al Abismo.

—¡No! —gritó Palin con voz enronquecida—. Tengo que detenerlo.

La imagen de la torre se disipó en el espejo, sustituida por la del ceniciento rostro del joven y del despejado cielo matinal.

—Pero ¿qué puedes hacer tú? —Usha tiró de su esposo, apartándolo de la ventana, y corrió la cortina—. ¿Qué puedes hacer contra un dragón de ese tamaño?

—No lo sé. —Palin acarició la mejilla de Usha—. Pero he de hacer algo, y pronto. Si mi sueño es realmente una premonición, un atisbo del futuro, es posible que el dragón piense actuar enseguida, tal vez hoy mismo, al anochecer. No puedo dejar que mate a esas personas ni que se apodere de la magia de la torre y tenga acceso al Portal.

—En el Abismo no hay nada salvo los cadáveres de los dragones y otro despojos —dijo Usha—. ¿Qué iba a querer de allí?

—Eso no importa —contestó—. Para llegar a él, el dragón tiene que destruir la torre y la valiosa magia que se guarda en ella.

El joven fue hacia los pies de la cama, donde estaba su blanca túnica. Se la puso rápidamente, y se volvió a mirar a su esposa.

—Tengo un contacto en Palanthas. Puedo alertarlo, contarle lo de mi sueño. Él puede hacer algo. Puede comunicarse con alguien en la Torre de la Alta Hechicería.

—Creía que con la marcha de Caos y los dioses estaríamos a salvo —musitó Usha—. Pensé que por fin conoceríamos la paz.

5

El amo de la Torre

En los sótanos de la Torre de la Alta Hechicería de Palanthas, un hombre vestido de oscuro se separó de las sombras de las que era una más y se acercó a una pared húmeda en la que sobresalía una única y chisporroteante antorcha. La vacilante luz titiló sobre su negra túnica, un ropaje que colgaba en gruesos pliegues y que parecía demasiado grande para su delgado cuerpo.

—Me has llamado —dijo en un quedo susurro—. Me has sacado de mi descanso. —Suspiró y se sumergió de nuevo en la oscuridad. Su curso lo llevó escalera arriba, por los peldaños deteriorados por el paso del tiempo. No necesitaba luz para ver por dónde iba. Conocía de memoria cada rincón enmohecido, cada habitación y cada corredor de la vetusta torre. Pasó las puntas de los dedos a lo largo de la fría piedra de las paredes que estaban cubiertas de armas ornamentales, escudos y retratos de antiguos hechiceros muertos mucho tiempo atrás. Tampoco necesitaba ver los rostros plasmados en los cuadros. Había conocido a los hechiceros cuando aún respiraban y estudiaban en esta torre, y prefería sus recuerdos a las telas pintadas; hacían más justicia a sus colegas.

Sus mesurados pasos lo llevaron más y más arriba por la escalera de caracol hasta que llegó a un cuarto bañado por el brillante sol matinal que entraba por varias ventanas repartidas a tramos regulares por las paredes. Se desplazó hacia una de ellas desde la que se veía el palacio en el centro de la poblada ciudad. Al fondo se divisaba la bahía de Branchala, con sus aguas azulverdosas brillando invitadoras. Al norte se encontraba la Gran Biblioteca, la más grande de todo Krynn; y al sur estaba el Templo de Paladine. Se preguntó si este último seguiría recibiendo visitantes ahora que los dioses habían abandonado el mundo.

Contempló la ciudad, y sus muchos edificios en ruinas, afectados durante la batalla contra Caos por la energía mágica que había rebasado los límites del Abismo. Daba la impresión de que la contienda se hubiera dirimido allí. Imaginó que, sin duda, otras poblaciones también habían sentido las repercusiones de la guerra, y sus cicatrices habrían dejado huella en edificios y ciudadanos por igual.

—¿Qué quieres? —preguntó al aire. Sintió la caricia de una suave brisa en su mejilla, y vislumbró el rostro transparente de un hombre joven.

—Advertirte —contestó la imagen—. Compartir un sueño.

El Túnica Negra cerró los ojos y su mente revivió la visión de Palin; escamas azules y ojos dorados inundaron sus sentidos. Tras varios segundos la neblina se disipó, y el hechicero se apartó de la ventana. Corrió escaleras abajo, deteniéndose en cada piso para recoger unas cuantas chucherías y objetos mágicos de poca importancia.

El mago trabajó diligentemente durante muchas horas, reuniendo pergaminos, armas y armaduras mágicas, bolas de cristal y cosas por el estilo. Durante todo ese tiempo, no dejó de reflexionar sobre el dragón del sueño de Palin, preguntándose por qué querría acceder al Abismo.

Ni siquiera toda la magia contenida en la Torre de la Alta Hechicería le garantizaría la apertura del Portal. Llevar esto a cabo devastaría la ciudad, pues arrasaría todos los edificios existentes en un radio de casi dos kilómetros. Los muertos se contarían por millares. Y aun podía ser peor si el dragón desataba los poderes mágicos sobre Palanthas antes de utilizarlos para abrir el Portal.

La guerra de Caos había concluido, y sólo la muerte reinaba ahora en el Abismo. ¿Qué querría el dragón de ese lugar o qué esperaba llevar a cabo allí? Palin había dicho que eso era lo de menos, pero el hechicero sabía que tenía importancia, y mucha. Se prometió que se ocuparía de considerar el asunto después, una vez que la magia estuviera a salvo.

Poco o nada acostumbrado al trabajo corporal, el mago estaba al borde del agotamiento para cuando hubo reunido un impresionante montón de objetos en un lugar situado a gran profundidad bajo la torre. Su pecho subía y bajaba con una fatigosa respiración mientras observaba el valioso cúmulo de objetos que brillaban con la luz de la antorcha.

—No está todo —susurró al tiempo que apartaba de los ojos un mechón de cabello empapado en sudor—, pero es lo mejor y lo más poderoso, y habrá que conformarse. —Su delgado cuerpo se estremeció, y el mago se recostó en la húmeda pared—. Ah, vieja amiga —le dijo a la piedra—. Te echaré de menos. Hemos... ¿Qué ha sido eso? —Ladeó la cabeza y pasó las yemas de los dedos sobre la unión entre dos losas—. El dragón. Ya llega.

Extendió la mano y en ella se materializó un bastón de madera pulida, rematado por una garra de dragón dorada que aferraba una bola de cristal tallado en el que había una latente energía. Pasó las yemas de los dedos sobre la suave madera del cayado, y después lo levantó y golpeó el suelo con la punta dos veces.

Un cegador destello azul inundó la cámara subterránea. Cuando el resplandor se apagó, la chisporroteante antorcha alumbró únicamente el enjuto cuerpo del hechicero. El montón de objetos arcanos había desaparecido.

—A salvo —susurró el hombre. Respiraba de manera trabajosa, y tuvo que utilizar el bastón para apoyar su peso.

Empezó a remontar los peldaños con gran esfuerzo, mientras el repulgo de la túnica se enredaba en sus pies y lo hacía tropezar. Sus dedos temblorosos acariciaron las frías piedras en un gesto de despedida.

—Hemos pasado juntos mucho tiempo —les susurró a las paredes.

Fuera, los últimos rayos del sol poniente rozaban los picos de los tejados de la ciudad y las copas de los árboles del Robledal de Shoikan. Los guardianes de la arboleda no obstaculizaron su paso.

—Huid —les susurró mientras cruzaba la cancela y se encaminaba hacia las bulliciosas calles de la urbe—. Huid o pereceréis.

»¡Huid! —le gritó a la gente, levantando la voz.

Al principio, los viandantes no le hicieron caso y siguieron hablando entre sí acerca de sus asuntos o sobre qué iban a hacer para cenar. Unos pocos se apiñaban a la puerta de una posada, examinando el menú del día. Pero los que estaban más cerca del mago lo vieron alzar el bastón en el aire, le oyeron pronunciar palabras que no entendían, y sintieron un temblor en el suelo bajo sus pies.

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