Terry Goodkind - La Sangre de la Virtud. El Caminante de los Sueños

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Aunque no se dejaban llevar por el pánico, como la gente común en el mercado, la mayoría de ellos se apartaban. Y las aceradas miradas de las mord-sith alejaban al resto tan eficazmente como si los amenazaran con espadas. Algunos, mientras retrocedían unos pasos, se llevaban la mano a la empuñadura de su arma.

— ¡Paso a lord Rahl! —bramó Ulic. Los soldados se alejaron más en absoluto desorden. Para no correr riesgos, pese a su confusión algunos inclinaron la cabeza.

Richard, sumido en un mundo propio de concentración, lo observaba todo bajo su capa de mriswith.

Antes de que nadie tuviera la suficiente presencia de ánimo para detenerlos o interrogarlos, habían atravesado la turba de soldados y habían subido la docena de escalones que conducían a la sencilla puerta acorazada. Allí uno de los soldados, un hombre de estatura similar a la de Richard, decidió que no estaba seguro de si debía franquearles el paso. Así pues, se colocó ante la puerta y empezó a decir:

— Esperad aquí hasta…

— ¡Paso a lord Rahl, idiota! —gruñó Egan, sin detenerse.

Los ojos del soldado se clavaron en los brazales.

— ¿Qué…?

Sin pararse Egan lo apartó a un lado de un tremendo revés. El soldado cayó al suelo. Dos de sus compañeros se quitaron de en medio a toda prisa, mientras que los otros tres abrían la puerta y entraban de espaldas.

Richard se estremeció. Les había dicho a todos, Gratch incluido, que no quería que nadie resultara herido a menos que fuera estrictamente necesario, y ahora lo inquietaba lo que ellos pudieran considerar necesario.

En el interior, los soldados que habían oído el alboroto fuera salieron a toda prisa a su encuentro desde corredores tenuemente iluminados. Al ver a Ulic y a Egan, con sus brazales dorados por encima de los codos, no desenvainaron las armas, aunque por su expresión no les faltaban ganas. Un amenazador gruñido de Gratch los obligó a frenar la marcha. Pero cuando vieron a las mord-sith con las ropas de cuero rojo, no dieron ni un paso más.

— El general Reibisch —se limitó a decir Ulic.

Un puñado de los hombres se avanzó.

— Lord Rahl desea ver al general Reibisch —declaró Egan con tranquila autoridad—. ¿Dónde está?

Recelosos, los hombres se miraron pero guardaron silencio. Por el lado derecho, un fornido oficial, manos en las caderas y una desafiante mirada en un rostro marcado por la viruela, se abrió paso entre sus hombres.

— ¿Qué pasa aquí?

Agresivo, dio un paso adelante y alzó un amenazador dedo hacia ellos. Fue suficiente. En un abrir y cerrar de ojos Raina le había aplicado el agiel en el hombro y lo tenía de rodillas. La mujer inclinó el agiel para presionar con la punta el nervio de un lado del cuello. El alarido del oficial resonó por los corredores. Los demás hombres se encogieron.

— Tienes que dar respuestas, no formular preguntas —dijo Raina en el inconfundible tono de ira controlada típico de una mord-sith. El cuerpo del hombre sufría convulsiones y no dejaba de gritar. Cuando Raina se inclinó hacia él el cuero rojo crujió—. Te daré una última oportunidad. ¿Dónde está el general Reibisch?

El oficial levantó bruscamente un brazo que, pese a las sacudidas, logró apuntar aproximadamente en la dirección del corredor central de los tres.

— Puerta… final… pasillo.

— Gracias. —Raina retiró el agiel y el hombre se desplomó como una marioneta a la que cortan los hilos. Richard no podía sacrificar ni un ápice de su concentración en compadecerse de él. Por mucho dolor que pudiese infligir un agiel, Raina no lo había usado para matar; el oficial que ahora se retorcía en el suelo, preso aún del dolor, se recuperaría, aunque los demás hombres lo observaban boquiabiertos—. Inclinaos ante el amo Rahl —ordenó Raina con un siseó—. Todos.

— ¿El amo Rahl? —inquirió una voz aterrada.

Los soldados parecían consternados. Raina hizo chasquear los dedos y señaló el suelo. Todos se hincaron de rodillas. Antes de tener tiempo para pensar, el grupo de Richard se había alejado ya por el pasillo. El ruido de sus botas sobre el suelo de tablas de madera resonaba contra los muros. Algunos de los soldados los siguieron con las espadas desenvainadas.

Al final del corredor Ulic abrió con violencia la puerta que daba a una amplia sala de techos altos que había sido despojada de cualquier tipo de ornamentación. Aquí y allí aún se adivinaba el color azul original bajo la práctica capa de cal. Gratch, en la retaguardia, tuvo que agacharse para pasar por la puerta. Algo visceral avisó a Richard de que se estaban metiendo en un nido de víboras.

En la sala fueron recibidos por tres filas de formidables soldados d’haranianos que empuñaban hachas de guerra o espadas, formando un sólido muro de rostros adustos, de músculos y de acero. Detrás de los soldados se veía una mesa que estaba situada delante de sencillas ventanas que daban a un nevado patio. Por encima del lejano muro del patio Richard distinguió los chapiteles del Palacio de las Confesoras y, más arriba todavía, en la ladera de la montaña, el Alcázar del Hechicero.

Se sentaba a la mesa un grupo de hombres de severo aspecto que observaban a los intrusos. A través de las mangas de sus cotas de malla que cubrían parcialmente la parte superior de sus brazos Richard vio cicatrices que supuso denotaban rango. Desde luego el brillo de confianza e indignación de sus ojos hacía pensar que eran oficiales.

El hombre sentado en el centro inclinó la silla hacia atrás y cruzó sus musculosos brazos, que mostraban más cicatrices que los demás. La crespa barba rojiza cubría parte de una antigua cicatriz blanca que le iba desde la sien izquierda hasta la mandíbula. Sus pobladas cejas se torcieron en gesto de desagrado.

— Hemos venido a ver al general Reibisch —dijo Hally, fulminando con la mirada a los soldados—. Apartaos u os apartaremos nosotras.

El capitán de los soldados fue a por ella.

— No…

Hally lo golpeó en un lado de la cabeza con su guante acorazado. Egan describió un arco ascendente con el codo, presto a descargar la espada sobre el hombro del capitán. Recordando quizá las órdenes de Richard, lo agarró por el pelo, lo obligó a arrodillarse y echándole la cabeza atrás le presionó la tráquea.

— Una palabra más y estás muerto.

El capitán cerró la boca con tanta fuerza que los labios se le tornaron blancos. Pese a las airadas imprecaciones de los soldados, el grupo fue avanzando con los agiels alzados en señal de amenaza.

— Dejadlos pasar —ordenó el hombre barbudo que estaba sentado a la mesa.

Los soldados retrocedieron dejando apenas espacio para que pasaran. Las mord-sith blandieron los agiels y consiguieron que les dejaran más sitio. Egan soltó al capitán. Éste, apoyándose sobre las rodillas y el brazo bueno, tosió y boqueó. Detrás, la puerta y el corredor se llenaron de hombres armados.

El hombre de la barba pelirroja dejó que las patas delanteras de su silla volvieran a posarse ruidosamente en el suelo y cruzó las manos encima de los papeles esparcidos sobre la mesa, entre pilas de otros perfectamente ordenados.

— ¿Qué queréis?

Hally dio un paso al frente entre Ulic y Egan.

— ¿Sois el general Reibisch?

Ante el breve gesto de aquiescencia del hombre, Hally inclinó levemente la cabeza. Richard jamás había visto a ninguna mord-sith humillarse más, ni siquiera ante una reina.

— Os traemos un mensaje del comandante general Trimack, de la Primera Fila. Rahl el Oscuro ha muerto y su espíritu ha sido desterrado al inframundo por el nuevo amo Rahl.

— ¿De veras?

Hally se sacó el rollo de la bolsa y se lo tendió. El general inspeccionó brevemente el sello antes de romperlo con un pulgar. Mientras desplegaba la carta, inclinó de nuevo la silla hacia atrás. Sus ojos de un verde grisáceo recorrieron rápidamente la misiva. Al acabar se echó de nuevo hacia adelante.

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