Terry Goodkind - La Sangre de la Virtud. El Caminante de los Sueños
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- Название:La Sangre de la Virtud. El Caminante de los Sueños
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»No os será fácil ganaros a esos hombres. El amo Rahl debe ser una figura fuerte y poderosa que les inspire un respeto reverencial. Para invocar el vínculo debéis sobrecogerlos, como hicisteis con las tropas de palacio al encender los muros con vuestros rayos. Como vos mismo habéis dicho: deben creer. Y para creer necesitarán más que unas palabras escritas en papel. La carta del general Trimack ayudará, pero no es suficiente.
— Magia —masculló Richard, dejándose caer sobre la desvencijada silla. Estaba tan cansado que apenas podía pensar. Él era el Buscador, designado por un mago, lo cual conllevaba poder y responsabilidad; el Buscador era una ley por sí mismo. Su plan había sido actuar como Buscador. De hecho, aún podía hacerlo. Sabía cómo ser el Buscador.
Sin embargo, si pudiera ganarse la lealtad de los d’haranianos en Aydindril…
Una cosa estaba clara: tenía que asegurarse de que Kahlan se encontraba a salvo. Tenía que pensar con la cabeza y no sólo con el corazón. No podía simplemente correr a su encuentro, haciendo caso omiso de lo que sucedía; no, si quería realmente asegurarse de que nada le pasara. Era preciso que se ganara a los d’haranianos.
De un salto se puso en pie y preguntó:
— ¿Habéis traído los trajes rojos? —Las mord-sith se ponían trajes de cuero rojo cuando se disponían a impartir disciplina. Eran rojos para que la sangre no se viera. Cuando una mord-sith llevaba su traje rojo era señal de que esperaba que hubiera mucha sangre, y desde luego no suya.
Hally sonrió con astucia y cruzó los brazos sobre los pechos.
— Una mord-sith no va a ninguna parte sin su traje rojo.
— ¿Se os ha ocurrido alguna cosa, lord Rahl? —preguntó Cara, esperanzada.
— Sí. ¿No habéis dicho que necesitan ver una exhibición de poder y fuerza? ¿Que deben quedar sobrecogidos por la magia? Pues les daremos una magia que los dejará anonadados. No obstante —añadió, alzando un dedo en gesto admonitorio— no quiero que nadie salga herido. Tenéis que hacer lo que yo diga. No os di la libertad para que os maten a las primeras de cambio.
Hally lo taladró con su férrea mirada.
— Una mord-sith no debe morir en la cama, vieja y desdentada.
En aquellos ojos azules Richard captó una sombra de la locura que había convertido a aquellas mujeres en armas sin sentimientos. Él había sufrido en sus propias carnes una pequeña parte de lo que ellas habían sufrido; sabía qué era vivir con esa locura. Así pues, sostuvo la mirada a Hally y replicó en tono suave, para aplacarla:
— Si os matan, ¿quién me protegerá?
— Si debemos dar nuestras vidas, lo haremos. De otro modo no habrá lord Rahl que proteger. —Una inesperada sonrisa suavizó la mirada de Hally y alumbró una pequeña luz en las sombras—. Queremos que lord Rahl muera en la cama, viejo y desdentado. ¿Qué queréis que hagamos?
Por la cabeza del joven pasó la sombra de una duda. ¿Acaso esa misma locura estaba alimentando su ambición? No. No tenía elección. Era el modo de salvar vidas.
— Quiero que las cuatro os pongáis vuestro traje rojo. Nosotros esperaremos fuera mientras os cambiáis. Cuando estéis listas os lo explicaré.
Ya daba media vuelta para irse cuando Hally lo detuvo agarrándolo por la camisa.
— Ahora que os hemos encontrado no os vamos a perder de vista. Quedaos aquí mientras nos cambiamos. Si lo deseáis, volveos de espaldas.
Con un suspiro Richard se dio media vuelta y se cruzó de brazos. Los dos soldados miraron. Richard frunció el entrecejo y con un gesto les ordenó que se dieran la vuelta. Gratch ladeó la cabeza con expresión desconcertada, pero los imitó.
— Nos alegramos de que hayáis decidido unir a esos hombres a vos, lord Rahl —dijo Cara. Richard las oía sacar sus cosas de las mochilas—. Estaréis mucho más seguro con todo un ejército para protegeros. Después de vincularlos partiremos hacia D’Hara, donde estaréis seguro.
— No iremos a D’Hara —dijo Richard por encima del hombro—. Tengo asuntos importantes que resolver. Tengo planes.
— ¿Planes, lord Rahl? —Richard casi pudo sentir el aliento de Raina en la nuca mientras se despojaba de sus prendas de cuero marrones—. ¿Qué planes?
— ¿Qué planes podría tener el amo Rahl? Conquistar el mundo, por supuesto.
9
No fue necesario abrirse paso a empellones entre la multitud; su presencia provocaba una oleada de pánico, como lobos entre un rebaño de corderos. La gente se dispersaba gritando. Las madres cogían a sus hijos en brazos y echaban a correr, los hombres caían de bruces sobre la nieve en sus prisas por apartarse, los vendedores ambulantes abandonaban sus mercancías y corrían para salvar sus vidas, y las puertas de las tiendas a ambos lados se iban cerrando de golpe.
Richard se dijo que el pánico era una buena señal. Al menos, no harían caso omiso de ellos. Claro que resultaba un poco difícil hacer caso omiso de un gar de más de dos metros de estatura que caminaba por una ciudad a plena luz del día. Seguramente Gratch se lo estaba pasando en grande. Pero los demás, que no compartían la misma visión inocente de la tarea que tenían entre manos, exhibían una expresión adusta.
Gratch caminaba detrás de Richard, Ulic y Egan iban al frente, Cara y Berdine a su izquierda, y Hally y Raina a la derecha. No era al azar. Ulic y Egan habían insistido en que por ser los guardianes personales de lord Rahl debían ir cada uno a un lado. Las mord-sith pusieron mala cara y arguyeron que serían la última línea de defensa alrededor de lord Rahl. A Gratch no le importaba dónde lo colocaran, siempre que estuviera cerca de Richard.
Finalmente Richard tuvo que alzar la voz para poner fin a la discusión. Les dijo que Ulic y Egan marcharían al frente para abrir paso en caso necesario, las mord-sith protegerían los flancos y, por su altura, Gratch iría detrás de él. Nadie protestó; todos parecían pensar que les habían asignado la posición más adecuada para defender a lord Rahl.
Ulic y Egan se habían retirado las capas y exhibían por encima de los codos brazales provistos de pinchos, aunque las espadas seguían envainadas. Las mujeres iban cubiertas del cuello hasta los pies por ceñidos trajes de cuero de color rojo sangre, con el símbolo de las mord-sith de la estrella y la media luna amarillas en el estómago. Empuñaban el agiel en una mano protegida con un guante de cuero negro y el dorso blindado.
Richard sabía perfectamente el dolor que causaba sostener un agiel. Del mismo modo que el agiel con el que Denna lo había entrenado, y que después le había dado, le dolía cada vez que lo cogía, ellas tampoco podían empuñar su propio agiel sin que la magia del objeto les causara un daño atroz. No obstante, las mord-sith aprendían a soportar el dolor y se enorgullecían de su capacidad de aguante.
Él había tratado de convencerlas de que renunciaran al agiel, pero fue en vano. Podría ordenárselo y ellas obedecerían, pero eso sería traicionar la libertad que les había concedido; algo en lo que no quería ni pensar. Si renunciaban al agiel, tenía que ser por propia voluntad, aunque no confiaba en que lo hicieran. Después de llevar él mismo tanto tiempo la Espada de la Verdad podía entender que los deseos chocasen con los principios; él odiaba la espada y deseaba deshacerse de ella, de los actos que cometía con ella, de lo que la espada le hacía, pero al mismo tiempo había luchado para conservarla.
Entre cincuenta y sesenta soldados patrullaban fuera del edificio cuadrado de dos plantas ocupado por el alto mando de D’Hara. De ellos sólo seis, situados en el rellano de la entrada, mostraban una actitud marcial. Sin detenerse Richard y su pequeña compañía caminaron en línea recta entre los soldados, en dirección a los escalones. Atónitos y asustados, los hombres se iban apartando para dejarlos pasar.
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