Terry Goodkind - La Sangre de la Virtud. El Caminante de los Sueños
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- Название:La Sangre de la Virtud. El Caminante de los Sueños
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Resoplando por el esfuerzo y la rabia, Richard apartó al mriswith. El cuerpo sin vida se deslizó de la hoja y cayó al suelo sobre una pata de la mesa. La pata se rompió, y la esquina del tablero se derrumbó bajo un revoloteo de papeles.
Con dientes apretados Richard describió con la espada un arco hacia el hombre que hasta pocos segundos antes estaba delante del mriswith. La punta de la hoja se detuvo en su garganta, inmóvil, goteando sangre. La magia ardía fuera de control y pedía a gritos derramar más sangre para soslayar la amenaza.
La mortífera mirada del Buscador se clavó en los ojos del general Reibisch. Por primera vez esos ojos vieron de verdad a quién tenían ante él. La magia que danzaba en los ojos de Richard era inconfundible; era como ver el sol, sentir su calor, saber sin dudar.
Nadie hizo ningún ruido, aunque de todos modos Richard nada habría oído, concentrado como estaba en el hombre al que amenazaba a punta de espada, deseoso de clavarla en él. Richard se había arrojado de cabeza desde el borde de un compromiso letal a un caldero de burbujeante magia, y salir de él le provocaba una terrible angustia.
El general Reibisch se arrodilló y sus ojos recorrieron la espada en toda su longitud hasta encontrar la mirada de halcón de Richard. La voz del general resonó en el clamoroso silencio.
— Amo Rahl, guíanos. Amo Rahl, enséñanos. Amo Rahl, protégenos. Tu luz nos da vida. Tu misericordia nos ampara. Tu sabiduría nos hace humildes. Vivimos sólo para servirte. Tuyas son nuestras vidas.
No eran palabras falsas que pronunciaba para salvar la vida, sino que las pronunciaba con la reverencia de un hombre que acaba de ver algo que jamás hubiera esperado.
Richard había recitado esas mismas palabras infinidad de veces durante las plegarias. Durante dos horas cada mañana y cada tarde, todos los habitantes del Palacio del Pueblo de D’Hara se reunían en los patios de oración cuando la campana tañía, inclinaban la frente hasta el suelo y repetían esa plegaria. Richard había tenido que recitar esas mismas palabras cuando conoció a Rahl el Oscuro.
Al bajar la vista hacia el general y oírlas Richard se sintió asqueado, aunque otra parte de él las acogió con alivio.
— Lord Rahl —susurró Reibisch— me habéis salvado la vida. Nos habéis salvado a todos. Gracias.
Richard sabía que aunque ahora lo intentara, la Espada de la Verdad no lo mataría. En su corazón sabía que Reibisch ya no era una amenaza, ni un enemigo. La espada no podía causar ningún mal a alguien que no fuese una amenaza, a no ser que se tornara blanca y se usara en nombre del amor y el perdón. Pero la ira no respondía a la razón y negarle la sangre que demandaba era un tormento. Finalmente Richard dominó la ira y envainó la Espada de la Verdad , guardando al mismo tiempo la magia y la rabia.
Todo había acabado tan rápidamente como había empezado. A Richard, al menos, se le antojó como un sueño inesperado, un breve instante de violencia que pronto había terminado.
Sobre el inclinado tablero de la mesa yacía un oficial muerto, cuya sangre descendía por la madera pulida. El suelo estaba cubierto de fragmentos de cristal, papeles y hedionda sangre de mriswith. Los soldados que atestaban la sala y el corredor estaban de rodillas. También ellos habían presenciado lo innegable.
— ¿Estáis todos bien? —Richard se dio cuenta de que se había quedado ronco de tanto gritar—. ¿Hay algún herido?
El silencio fue la respuesta. Unos pocos soldados atendían heridas que parecían dolorosas pero no mortales. Ulic y Egan, jadeantes, ambos con las espadas aún envainadas y con los nudillos ensangrentados, estaban de pie entre los soldados arrodillados. Ellos ya habían visto la prueba en el Palacio del Pueblo; sus ojos ya habían visto.
Gratch plegó las alas y sonrió. Richard pensó que al menos uno de ellos estaba unido a él por lazos de amistad. En el suelo yacían desmadejados cuatro mriswith muertos; Gratch había matado uno y Richard a los otros tres, por suerte antes de que mataran a nadie más que el oficial. Podría haber sido mucho peor. Cara se apartó una madeja de pelo del rostro, Berdine se sacudía esquirlas de cristal de la cabeza y Raina justo entonces soltó al oficial que agarraba por el brazo, y que se desplomó en el suelo, sin aliento.
Sin detenerse a contemplar el tronco cercenado de un mriswith en el suelo, miró a Hally. El color rojo del uniforme contrastaba intensamente con su cabellera rubia. Encorvada, la mord-sith tenía los brazos cruzados sobre el abdomen. El agiel le pendía de la cadena que llevaba a la muñeca y mostraba un rostro pálido como la cera.
Al bajar la vista un escalofrío de aprensión erizó la piel del joven. El rojo del cuero ocultaba lo que ahora veía: Hally estaba bañada en sangre, en su propia sangre.
— ¡Hally! —Saltó por encima del mriswith, la cogió en sus brazos, la depositó en el suelo y le apoyó la cabeza en su regazo—. Por todos los espíritus, ¿qué ha ocurrido? —Richard lo supo antes de que la mujer hablara; así era como mataban los mriswith. Las otras tres mord-sith se arrodillaron tras él. Gratch se agachó a su lado.
— Lord Rahl… —balbuceó Hally; sus ojos azules fijos en él.
— Oh, Hally. Lo siento mucho. No debía haber permitido que…
— No… escuchad. Me distraje un momento y… él fue muy rápido… pero antes… mientras me hería… capturé su magia. Por un instante… antes de que lo matarais… fue mío.
Cuando alguien usaba magia contra una mord-sith, ésta la controlaba y dejaba a su oponente inerme. Así era como Denna lo había capturado a él.
— Oh, Hally, perdóname. No fui lo suficientemente rápido.
— Era el don.
— ¿Qué?
— Su magia era como la vuestra… el don.
Richard acariciaba la fría frente de la mujer, tratando de mirarla a los ojos y no la herida.
— ¿El don? Gracias por la advertencia, Hally. Ahora estoy en deuda contigo.
Hally le agarró la camisa con una ensangrentada mano.
— Gracias, lord Rahl… por la libertad. —Hally luchó por tomar aire—. Aunque breve… merece morir… por ella. Protegedlo… —dijo a sus Hermanas de agiel.
Con un escalofriante resuello el aire salió de sus pulmones por última vez. Sus ojos ya sin vida aún lo miraban.
Richard atrajo hacia sí el inmóvil cuerpo y lloró con una desesperación que nacía de su impotencia de deshacer lo ocurrido. Gratch intentó consolarlo poniéndole una garra sobre la espalda, mientras que Cara le cogía una mano.
— Yo no quería que ninguna de vosotras muriera. Queridos espíritus, no lo quería.
— Lo sabemos lord Rahl —le dijo Raina, presionándole un hombro—. Es por ello por lo que debemos protegeros.
Suavemente Richard dejó a Hally en el suelo y se inclinó sobre ella para tratar de ocultar a las demás la terrible herida que la había matado. En unos segundos localizó una capa de mriswith cerca, pero prefirió coger la de un soldado.
— Dame tu capa —ordenó a uno de ellos.
El aludido le arrojó la capa tan rápidamente como si estuviera en llamas. Richard cerró los ojos a Hally y luego la cubrió con la capa, luchando todo el tiempo para contener las náuseas.
— Le daremos un apropiado funeral d’haraniano, lord Rahl —prometió el general Reibisch, de pie junto a él—. Y a Edwards, también —añadió, con un gesto hacia el muerto de la mesa.
Tras cerrar los ojos y dirigir una oración a los buenos espíritus para que velaran por el alma de Hally, Richard se puso en pie.
— Eso será después de la plegaria.
El general entrecerró un ojo.
— ¿La plegaria, lord Rahl?
— Hally luchó por mí y murió por protegerme. Antes de enterrarla quiero que su espíritu vea que no ha sido en vano. Esta tarde, después de la plegaria, Hally y el soldado serán enterrados.
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