Terry Goodkind - La Sangre de la Virtud. El Caminante de los Sueños
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- Название:La Sangre de la Virtud. El Caminante de los Sueños
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— Sí, sí, tienes razón. Me has dado noticias muy inquietantes, pero me alegro de que al fin un testigo de fiar haya echado un poco de luz a la verdad. Muchas gracias. Me has ayudado más de lo que te imaginas. Haré lo que pueda para que mis tropas colaboren.
— El único modo de colaborar es ayudar a expulsar la Orden Imperial de Aydindril y después de la Tierra Central.
— ¿Tan malvados los crees?
— Ellos me arrancaron las uñas para obligarme a mentir —contestó, alzando hacia él la mano vendada.
— Terrible. ¿Y qué mentiras querían que dijeras?
— Que lo negro era blanco; y lo blanco, negro. Como la Sangre.
Brogan fingió tomarse la pulla a broma y sonrió.
— Has sido de mucha ayuda. Tienes toda mi gratitud por ser tan leal a la Tierra Central, aunque lamento que tengas en tan mal concepto a la Sangre de la Virtud. Tal vez no deberías hacer caso a los rumores tampoco tú. No son más que eso: rumores.
»No te entretengo más. Que tengas buen día.
La mujer salió hecha una furia tras mirarlo por última vez con severa expresión de reconvención. En otras circunstancias su renuencia a colaborar le habría costado mucho más que las uñas, pero no era la primera vez que Brogan perseguía a una presa peligrosa y sabía que la discreción en los inicios le reportaría beneficios al final. Merecía la pena aguantar el tono burlesco de la mujer si al final conseguía el premio. Incluso sin su cooperación había obtenido algo muy valioso, algo que ella no tenía ni idea de haberle dado y que era justamente lo que él buscaba: que la presa no sabría que había encontrado su rastro.
Por fin Brogan se dignó a devolver la brillante mirada de Lunetta.
— Miente, lord general. Dice casi siempre la verdad para que no se note, pero también miente.
Galtero le había conseguido un tesoro.
Tobias se inclinó hacia adelante, muy interesado. Ansiaba saber qué diría Lunetta, oírla expresar en voz alta sus propias sospechas, tener una vez más la confirmación de su talento.
— ¿En qué miente?
— Ha dicho dos mentiras, que guarda tan celosamente como el tesoro de la corona.
— ¿Cuáles? —ordenó con impaciencia.
— Primero, ha mentido al decir que la Madre Confesora ha muerto —respondió Lunetta con una astuta sonrisa.
— ¡Lo sabía! —Tobias dio un puñetazo en la mesa—. Sabía que mentía cuando lo dijo. —Cerró los ojos y dio gracias en silencio al Creador—. ¿Y la otra?
— Ha mentido al decir que la Madre Confesora no huyó. Sabe que la Madre Confesora está viva y que huyó hacia el sudoeste. Todo el resto es verdad.
Brogan había recuperado el buen humor. Se frotó las manos, regocijándose en el calor que generaba. Tenía la suerte del cazador; había encontrado el rastro.
— ¿Has oído lo que he dicho, lord general?
— ¿Qué? Sí, te he oído. Está viva y ha huido al sudoeste. Lo has hecho bien, Lunetta. El Creador estará contento cuando le diga que nos has ayudado.
— Me refería a que el resto es verdad.
— ¿De qué estás hablando? —inquirió Tobias, ceñudo.
Lunetta trató de abrigarse con sus pobres harapos.
— Dijo que los consejeros muertos eran unos sediciosos. Verdad. Que la Orden Imperial sólo desea escuchar cualquier mentira que ayude a sus propósitos, y sus propósitos son la conquista y el poder. Verdad. Que le arrancaron las uñas para obligarla a mentir. Verdad. Que la Sangre actúa guiándose por rumores y sólo le importa que se caven nuevas tumbas. Verdad.
Brogan se puso de pie de un salto.
— ¡La Sangre de la Virtud combate el mal! ¿Cómo te atreves a sugerir lo contrario, maldita streganicha ?
Lunetta se estremeció y se mordió el labio inferior.
— Yo no digo que sea verdad, lord general, sólo que ella cree que es verdad.
El general se ajustó el fajín. No iba a permitir que la cháchara de Lunetta le arruinara aquel triunfo.
— Pues se equivoca, y lo sabes. Te he dedicado mucho más tiempo del que tienes derecho y del que te mereces para que comprendas la naturaleza del bien y del mal.
Lunetta no levantaba los ojos del suelo.
— Si, milord general, me habéis dedicado más tiempo del que merezco. Pido perdón. Son sus palabras, no las mías.
Finalmente Brogan apartó la mirada de ella y cogió el estuche del cinto, lo dejó sobre la mesa y con un pulgar le dio un pequeño empujón para que quedara perfectamente recto en el borde, tras lo cual tomó de nuevo asiento. Trató de olvidar la insolencia de Lunetta mientras decidía qué hacer a continuación.
Ya iba a ordenar que le llevaran la cena cuando recordó que quedaba un testigo más. Ya había descubierto lo que buscaba y no había necesidad de más interrogatorios… aunque siempre era conveniente ser concienzudo.
— Ettore, haz pasar al siguiente testigo.
Con una mirada Brogan obligó a Lunetta a retirarse de nuevo contra la pared. Lo había hecho bien, pero luego lo había echado todo a perder al provocarlo. Aunque él sabía que era el mal que llevaba dentro y que brotaba cada vez que hacía el bien, lo irritaba que Lunetta no se esforzara más por eliminar ese mal. Tal vez había sido demasiado amable con ella últimamente; en un momento de debilidad, deseando compartir su alegría, le había regalado una «gala», y quizás ella lo había interpretado como que a partir de entonces podía mostrarse insolente. Y no era así.
Brogan adoptó la postura adecuada en la silla y cruzó las manos sobre la mesa, una vez más pensando en su triunfo, en el premio de los premios. Esta vez la sonrisa le salió natural.
Se quedó un tanto sorprendido al alzar la mirada y ver a una niña entrar en la sala delante de los dos guardias. Llevaba un viejo abrigo que se arrastraba por el suelo. Tras la niña, entre los guardias, una anciana baja y rechoncha que se cubría con un retazo de manta parda a modo de chal caminaba renqueante.
Cuando el grupo se detuvo delante de la mesa, la niña le sonrió.
— Tenéis una casa muy bonita y caliente, milord. Ha sido muy agradable pasar el día aquí. Espero que algún día os podamos devolver la hospitalidad.
La anciana también sonrió.
— Me alegro de que hayáis tenido la oportunidad de estar calientes y estaría muy agradecido si tú y tu… —Enarcó una ceja en signo de interrogación.
— Abuela —dijo la niña.
— Claro, claro, abuela. Os estaría muy agradecido si me pudierais responder algunas preguntas, eso es todo.
— Ahhh. Preguntas, ¿decís? Las preguntas pueden ser muy peligrosas, milord.
— ¿Peligrosas? —Brogan se frotó las arrugas de la frente con dos dedos—. Yo solamente busco la verdad, buena mujer. Si respondes con sinceridad no te pasará nada. Te doy mi palabra.
La anciana mostró su sonrisa desdentada.
— Me refería a peligroso para vos —lo corrigió, riéndose para sus adentros. Pero enseguida adoptó una expresión severa—. Tal vez no os gusten las respuestas, o no les hagáis caso.
— Deja que sea yo quien me preocupe por eso.
— Como gustéis —repuso la anciana con una sonrisa, y se rascó un lado de la nariz—. ¿Qué queréis saber?
El lord general se recostó en la silla y escrutó los expectantes ojos de la anciana.
— Últimamente la confusión reina en la Tierra Central, y queremos saber si los discípulos del Custodio tienen algo que ver en ver en la lucha que ensombrece estas tierras. ¿Alguno de los miembros del consejo ha alzado la voz en contra del Creador?
— Los consejeros no tienen por costumbre acercarse al mercado para hablar de teología con viejas damas, milord, y no creo que nadie fuese tan estúpido como para revelar en público su conexión con el inframundo, en caso de tenerla.
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