Terry Goodkind - La Sangre de la Virtud. El Caminante de los Sueños

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La anciana posó una mano sobre un hombro de la niña y empezó a alejarse arrastrando los pies.

— Gracias por el calor, milord, pero ya me he cansado de vuestras caprichosas preguntas y tengo cosas mejores que hacer.

— ¿Quién podría realizar un hechizo de muerte?

La anciana se detuvo, y en sus deslucidos ojos azules prendió un peligroso resplandor.

— Sólo un mago, milord. Sólo un mago de inmenso poder y amplios conocimientos.

Brogan la miró a su vez con ojos peligrosos.

— ¿Hay algún mago como el que dices aquí, en Aydindril?

La lenta sonrisa que esbozó la anciana iluminó sus cansados ojos. Se metió una mano en un bolsillo bajo la manta y lanzó sobre la mesa una moneda de plata que giró en morosos círculos antes de caer frente al interrogador. Brogan la cogió, confuso.

— Te he hecho una pregunta y espero una respuesta.

— Ya os la he dado, milord.

— Nunca había visto una moneda como ésta. ¿Qué es esta imagen grabada? Parece un gran edificio.

— Oh, lo es, milord. Es un lugar de salvación y de perdición, de hechiceros y de magia: el Palacio de los Profetas.

— Nunca lo había oído mencionar. ¿Qué es?

La anciana esbozó una enigmática sonrisa.

— Preguntad a vuestra bruja, milord. —Con estas palabras dio media vuelta para marcharse.

Inmediatamente Brogan se puso de pie.

— ¡Nadie te ha dado permiso para irte, vieja bruja desdentada! —gritó.

— Es por el hígado, milord —contestó ella.

— ¿Qué?

— Me encanta el hígado crudo, pero creo que hace que los dientes caigan antes de tiempo.

Justo entonces llegó Galtero, que pasó rozando a la anciana y la niña al salir por la puerta. Saludó llevándose los dedos a la frente inclinada.

— Lord general, hay noticias.

— Sí, sí, un momento.

— Pero…

Brogan lo silenció alzando un solo dedo y miró a Lunetta.

— ¿Y bien?

— Todo verdad, lord general. Es como un insecto tejedor que apenas roza la superficie del agua con la punta de los pies, pero todo lo que ha dicho era verdad.

Brogan ordenó con un impaciente ademán a Ettore que se acercara. El guardia se puso firme delante de la mesa. La capa carmesí se le enroscó alrededor de las piernas.

— ¿Lord general?

— Creo que nos hemos topado con un poseído —dijo Brogan con cautela—. ¿Te gustaría demostrar que eres merecedor de esa capa que llevas?

— Sí, lord general, me gustaría mucho.

— Detenla antes de que abandone el edificio. Es sospechosa de ser una poseída.

— ¿Y la niña, lord general?

— ¿Acaso no te has fijado, Ettore? Estoy seguro de que resultará ser el familiar de la poseída. Además, no queremos que vaya por la calle gritando que la Sangre de la Virtud ha apresado a su abuela. A la otra, la cocinera, la echarían de menos y podría causarnos problemas, pero a ese par nadie las echará de menos en la calle. Ahora son nuestras.

— Sí, lord general. Me ocuparé de ello al instante.

— Las interrogaré en cuanto pueda. A la niña también. Espero hallarlas dispuestas a contestar sinceramente cualquier pregunta —añadió con gesto admonitorio.

En el juvenil rostro de Ettore asomó una truculenta sonrisa.

— Confesarán, lord general. Por el Creador que estarán listas para confesar cuando vos las interroguéis.

— Excelente, muchacho, y ahora corre antes de que lleguen a la calle.

Mientras Ettore salía a toda prisa, Galtero rebullía impaciente, aunque esperaba en silencio frente a la mesa.

Brogan se sentó.

— Galtero —dijo con voz distante—, una vez más has hecho un trabajo meticuloso; los testigos que me has traído han sido muy útiles.

Tobias Brogan apartó a un lado la moneda de plata, desató las correas de cuero del estuche y vació su contenido en la mesa. Con extremo cuidado extendió sus trofeos y tocó la otrora carne viva. Se trataba de pezones disecados —pezones izquierdos, los más cercanos al malvado corazón de los poseídos— con un trozo de piel suficiente para tatuar el nombre. Representaban sólo una parte ínfima de todos los poseídos que había descubierto; los más importantes, los más malvados demonios del Custodio.

Mientras guardaba uno a uno sus trofeos, fue leyendo el nombre de cada poseído que había enviado a la hoguera. Recordaba cada caza, cada captura y cada ejecución. Se sulfuró al rememorar los impíos crímenes que finalmente habían confesado. Pero en todos los casos se había hecho justicia.

No obstante, aún le quedaba por conseguir el mayor de los trofeos: la Madre Confesora.

— Galtero —dijo en tono suave pero firme— tengo su rastro. Reúne a los hombres. Partiremos enseguida.

— Creo que primero deberíais escucharme, lord general.

11

— Son los d’haranianos, lord general.

Tras guardar el último de sus trofeos, Brogan cerró la tapa del estuche y alzó la vista hacia los oscuros ojos de Galtero.

— ¿Qué pasa con los d’haranianos?

— Esta mañana me di cuenta de que tramaban algo cuando empezaron a agruparse. Por eso la gente estaba tan excitada.

— A agruparse, ¿dices?

— Sí. Alrededor del Palacio de las Confesoras, lord general. Y a media tarde todos se pusieron a cantar.

Atónito, Tobias se inclinó hacia su coronel.

— ¿Cómo que a cantar? ¿Recuerdas las palabras?

— Pues claro. Estuvieron cantando dos horas seguidas; sería difícil olvidarlas después de oírlas tantas veces. Los d’haranianos se inclinaron con la frente hacia el suelo y todos cantaron lo mismo: «Amo Rahl, guíanos. Amo Rahl, enséñanos. Amo Rahl, protégenos. Tu luz nos da vida. Tu misericordia nos ampara. Tu sabiduría nos hace humildes. Vivimos sólo para servirte. Tuyas son nuestras vidas».

Brogan tamborileó con un dedo sobre la mesa.

— ¿Y todos los d’haranianos cantaban? ¿Cuántos eran?

— Sí, todos ellos, lord general, y son más de los que imaginábamos. Llenaban la gran explanada frente al palacio así como parques, plazas y todas las calles de los aledaños. Era imposible pasar entre ellos de lo juntos que estaban, como si desearan estar lo más cerca posible del Palacio de las Confesoras. Según mis cálculos, eran casi doscientos mil, casi todos ellos reunidos en torno al palacio. Mientras duró la ceremonia el resto de la gente estaba casi en un estado de pánico, pues ignoraba qué sucedía.

»Salí de la ciudad y encontré a otros muchos que no habían ido a la ciudad, aunque, estuvieran donde estuviesen inclinaban la frente hasta el suelo y cantaban junto con sus compatriotas de la ciudad. Cubrí una buena distancia para ver todo lo posible y no encontré ni a un solo d’haraniano que no estuviera arrodillado y cantando. Podía oír sus voces desde las colinas y los pasos de montaña que rodean la ciudad. Y ninguno de ellos nos prestó la más mínima atención.

Brogan se calló lo que iba a decir.

— En ese caso, este tal amo Rahl debe de hallarse aquí.

— Así es, lord general. Mientras todos los d’haranianos cantaban, durante las dos horas, él estuvo en lo alto de la escalinata de la gran entrada, mirando. Todos se inclinaban ante él como si fuese el mismo Creador.

Brogan torció la boca en gesto de repugnancia.

— Siempre sospeché que los d’haranianos eran paganos. Imagínate, rezar a un simple hombre. ¿Qué pasó después?

Galtero parecía cansado; no en vano llevaba todo el día a caballo.

— Al acabar, todos saltaron en el aire, y hubo vítores y gritos de júbilo un buen rato, como si acabaran de librarse de las garras del Custodio. Cabalgué unos tres kilómetros alrededor de la multitud mientras los vivas y las aclamaciones se sucedían. Por fin el gentío se abrió para dejar paso a dos cuerpos que fueron depositados en la explanada, y todo el mundo guardó silencio. Se levantó una pira y se le prendió fuego. Hasta que los cuerpos no se convirtieron en cenizas y esas cenizas se retiraron para ser enterradas, ese amo Rahl permaneció en los escalones, observando.

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