Terry Goodkind - La Sangre de la Virtud. El Caminante de los Sueños
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Galtero asintió.
— Deberíamos partir ya hacia el Palacio de las Confesoras, lord general.
Brogan se echó la capa sobre los hombros.
— Antes pasaremos a ver a Ettore un momento.
Rugía un buen fuego cuando los tres entraron en la pequeña habitación para echar un vistazo a Ettore y a sus dos prisioneras. Ettore iba desnudo hasta la cintura, y sus perfilados músculos estaban cubiertos por una pátina de sudor. Encima de la capa relucían varias cuchillas junto con un surtido de afilados pinchos. En el hogar se habían desplegado varas de hierro con los extremos dentro de las llamas y anaranjados.
La anciana se encogía en el rincón más alejado y había colocado un brazo protector alrededor de la niña, que escondía la cara en la manta parda.
— ¿Algún problema con ella? —quiso saber Brogan.
Ettore esbozó su habitual sonrisa.
— Cambió completamente de actitud al darse cuenta de que aquí no toleramos la arrogancia ni la insolencia. Así son los poseídos; se derrumban cuando ven ante sí el poder del Creador.
— Nosotros tres estaremos fuera un rato. El resto se queda en palacio por si necesitas ayuda. —Brogan echó un vistazo a las varas de hierro que brillaban en el fuego—. Cuando regrese, quiero su confesión. Haz lo que quieras con la niña pero quiero que la vieja siga con vida y esté ansiosa por confesar.
Ettore saludó llevándose los dedos a la frente e inclinándose.
— Por el Creador que se hará como ordenáis, lord general. Confesará todos los crímenes que ha cometido para el Custodio.
— Perfecto. Tengo más preguntas y quiero las respuestas.
— No pienso decir nada más —afirmó la anciana.
Ettore la miró de soslayo con la boca torcida. La anciana se retiró hacia el oscuro rincón.
— Cambiarás de opinión antes de que acabe esta noche, vieja bruja. Cuando veas lo que le hago a tu diablillo, me suplicarás que te permita contestar nuestras preguntas. Primero verás cómo muere, para que puedas pensar en lo que te espera cuando te llegue el turno.
La niña chilló y hundió la cara en la manta de su abuela. Lunetta las contemplaba a ambas mientras se rascaba lentamente un brazo.
— ¿Queréis que me quede para ayudar a Ettore, lord general? Creo que sería mejor que me quedara.
— No. Quiero que esta noche me acompañes. Hiciste muy bien al traerme a estas dos —dijo a Galtero.
— Si no hubiera tratado de venderme tortas de miel, nunca me habría fijado en ella. Hubo algo que me hizo sospechar.
Brogan se encogió de hombros.
— Es típico de los poseídos; se sienten atraídos hacia la Sangre de la Virtud como las polillas a una llama. Son atrevidos porque tienen fe en su pérfido señor. —Echó un nuevo vistazo a la mujer encogida en un rincón—. Pero todos se vienen abajo cuando deben enfrentarse a la justicia de la Sangre. Aunque esta poseída sea un trofeo insignificante, creo que el Creador se sentirá complacido.
12
— Para ya —refunfuñó Tobias Brogan—. La gente va a creer que tienes pulgas.
En la avenida bordeada por majestuosos arces a ambos lados, cuyas intrincadas ramas desnudas se abrazaban por encima de sus cabezas, los dignatarios y altos funcionarios de los diferentes países se apeaban de sus lujosos carruajes para recorrer a pie la distancia que los separaba del Palacio de las Confesoras. Las tropas d’haranianas eran como las riberas del incesante río de invitados que iban llegando.
— No puedo evitarlo, lord general —protestó Lunetta, sin dejarse de rascar—. Desde que llegamos a Aydindril me pican los brazos. Nunca había sentido nada igual.
La gente que se unía a la riada de invitados la miraban sin rebozo. Con sus pobres harapos destacaba como un leproso en una coronación. Pero ella era ajena a las miradas de burla o, si las percibía, las interpretaba como muestras de admiración. En multitud de ocasiones había declinado ponerse los vestidos que Tobias le ofrecía, con la excusa de que ninguno podía igualarse con sus «galas». Y puesto que parecían mantenerle la mente ocupada y lejos de la lacra del Custodio, él nunca insistió demasiado en que se pusiera otra cosa, por no mencionar que consideraba blasfemo que alguien tocado por el mal pareciera grato a la vista.
Ellos iban ataviados con sus más elegantes ropas, abrigos y pieles. Aunque algunos exhibían ornamentadas espadas, Tobias habría jurado que solamente eran decorativas y que ninguno de ellos la había desenvainado nunca con miedo y mucho menos con ira. Cuando el viento abría alguna capa, podía entrever las espléndidas galas de las mujeres, así como el resplandor del sol del ocaso en las joyas que adornaban cuellos, muñecas y dedos. Era como si todos ellos estuvieran tan ilusionados por haber sido invitados al Palacio de las Confesoras para conocer al nuevo lord Rahl, que no percibían la amenaza de los soldados de D’Hara. Por sus sonrisas y su cháchara, parecían ansiosos por congraciarse con el nuevo lord Rahl.
— Si no paras ahora mismo de rascarte —la amenazó entre dientes—, te ataré las manos a la espalda.
Lunetta dejó caer las manos a los lados, se detuvo y lanzó un grito ahogado. Tobias y Galtero alzaron los ojos hacia los cuerpos empalados a ambos lados del paseo, un poco más adelante. Al acercarse se dieron cuenta de que no eran humanos, sino seres con escamas que solamente el Custodio podría haber concebido. Un hedor tan denso como el vaho que se alza en una ciénaga los envolvió mientras avanzaban, y contuvieron la respiración por temor a contaminarse los pulmones si lo respiraban.
En algunos postes solamente habían clavado cabezas; en otros, cuerpos enteros; y en otros, partes de cuerpos. Algunas bestias mostraban tremendos tajos y otras habían sido cercenadas por la mitad y sus entrañas colgaban congeladas de lo que quedaba de ellas, lo cual indicaba que se había librado un brutal combate.
Era como caminar en medio de un monumento a la maldad, como traspasar las puertas del inframundo.
Los demás invitados se tapaban la nariz con lo que tenían a mano. Algunas de las peripuestas damas sufrieron desvanecimientos y sus sirvientes acudieron a su ayuda para abanicarlas con pañuelos o frotar sus frentes con un poco de nieve. Algunos se quedaban mirando con expresión atónita, mientras que otros temblaban tan intensamente que Tobias oía el castañeteo de sus dientes. Tras soportar todas esas desagradables imágenes y olores, todo el mundo se hallaba en estado de ansiedad o de alarma declarada. Tobias, acostumbrado a tratar con el mal, contempló al resto de invitados con desdén.
En respuesta a uno de los trastornados diplomáticos, un soldado d’haraniano que flanqueaba la avenida contó que aquellos seres habían atacado la ciudad y que lord Rahl los había matado. El ánimo de los invitados mejoró notablemente y siguieron avanzando parloteando sobre el honor que supondría conocer a alguien como el nuevo lord Rahl, el amo de D’Hara. Eufóricas risitas llenaron el gélido aire.
— Mientras estaba fuera, antes de que comenzaran los cánticos, los soldados que rodean la ciudad aún se mostraban conversadores y me dijeron que anduviera con cuidado, pues se habían producido ataques de seres invisibles y que muchos de sus hombres así como viandantes habían sido asesinados —dijo Galtero por lo bajo.
Tobias recordó que la anciana les había dicho que unos seres escamosos —de cuyo nombre no se acordaba en esos momentos— aparecían salidos de la nada y destripaban a los inocentes con los que se topaban. Según Lunetta, la mujer no mentía. Así pues, ésas debían de ser las bestias a las que se refería.
— Qué casualidad que lord Rahl llegara justo a tiempo de matar a esos seres y salvar la ciudad.
— Mriswith —dijo Lunetta.
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