Terry Goodkind - La Sangre de la Virtud. El Caminante de los Sueños

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La multitud murmuraba nerviosa e impaciente mientras esperaba para ver qué pasaría a continuación. Por los susurros que llegaron hasta él, Brogan supo que ese despliegue no tenía precedentes en el Palacio de las Confesoras. Airados dignatarios mascullaban su indignación sobre lo que consideraban un intolerable uso de la fuerza armada en las cámaras del consejo, donde hasta entonces había primado siempre la negociación.

Brogan despreciaba la diplomacia; la sangre funcionaba mejor y dejaba una impresión más duradera. Al parecer, el nuevo lord Rahl también lo sabía, aunque no así el mar de obsequiosos rostros que atestaban la sala.

Tobias sabía qué quería ese nuevo lord Rahl. Era previsible. Después de todo, los d’haranianos habían soportado gran parte de la carga de la Orden Imperial. En las montañas habían encontrado un ejército, formado sobre todo por d’haranianos, que se dirigía a Ebinissia. Los d’haranianos habían tomado Aydindril, la habían pacificado y después habían cedido el dominio sobre la ciudad a la Orden Imperial. En nombre de la Orden se habían jugado el cuello para combatir a los rebeldes, mientras que otros, como el duque Lumholtz, ocupaban las posiciones de poder y daban las órdenes esperando que los d’haranianos cayeran bajo las armas enemigas.

Sin duda lord Rahl pretendía reclamar una posición de poder dentro de la Orden Imperial e iba a coaccionar a los dignatarios reunidos para que aceptaran. Brogan deseó que les hubieran ofrecido comida para así ver cómo esos intrigantes representantes se atragantaban al oír las exigencias de lord Rahl.

Los dos d’haranianos que entraron a continuación eran tan grandes que Tobias pudo verlos por encima de las cabezas de la multitud. Cuando quedaron totalmente a la vista y percibió su armadura de cuero, la cota de mallas y afilados brazales por encima de los codos, Galtero le susurró sobre la cabeza de Lunetta:

— He visto a esos dos antes.

— ¿Dónde? —susurró a su vez Tobias.

— Por ahí, en la calle.

Tobias Brogan volvió la cabeza y para su asombro vio a tres mujeres ataviadas de cuero rojo que seguían a los dos ciclópeos d’haranianos. Por los informes que había oído supo que se trataba de mord-sith. Las mord-sith tenían fama de ser enemigas de cualquiera con poderes mágicos que se opusiera a ellas, por lo que en una ocasión Tobias había tratado de hacerse con los servicios de una. Pero la mord-sith le había respondido que ellas solamente servían al amo de D’Hara y no consentían que nadie les hiciera propuestas de ningún tipo. Al parecer, no se vendían por nada.

Si las mord-sith pusieron nerviosa a la muchedumbre, lo que llegó a continuación la aterrorizó. A más de uno se le desencajó la mandíbula al ver a una bestia monstruosa con garras, colmillos y alas. Incluso Brogan acusó la llegada del gar. Los gars de cola corta eran bestias salvajemente agresivas y sedientas de sangre capaces de comerse cualquier ser vivo. Tras la caída del Límite en la primavera pasada, los gars habían causado no pocos problemas a la Sangre de la Virtud. De momento el monstruo caminaba tranquilo tras las tres mujeres. Tobias comprobó que tenía la espada presta para ser desenvainada y reparó en que Galtero hacía lo mismo.

— Por favor, lord general —lloriqueó Lunetta, rascándose frenéticamente los brazos—, vámonos ahora mismo.

Brogan la agarró por un brazo, se la acercó violentamente y le susurró furiosamente al oído:

— Prestarás atención a ese lord Rahl o tendré que pensar que ya no me sirves para nada. ¿Entendido? ¡Y deja de rascarte!

— Sí, lord general —dijo ella con lágrimas en los ojos.

— Presta atención a lo que dice.

Lunetta asintió. Los dos enormes d’haranianos tomaron posiciones a ambos extremos del estrado, las tres mujeres se dispusieron entre ellos dejando vacío un lugar en el centro, seguramente para lord Rahl cuando por fin se dignara aparecer. El gar descollaba detrás de las sillas.

La mord-sith rubia situada próxima al centro del estrado recorrió la sala con una penetrante mirada azul que conminaba al silencio.

— Pueblo de la Tierra Central —dijo, señalando a la nada encima del escritorio—. Os presento a lord Rahl.

En el aire se formó una sombra. De repente apareció una capa negra, que se abrió y allí, sobre el estrado, apareció un hombre.

Las personas situadas en primera fila retrocedieron, alarmadas. Unos cuantos invitados lanzaron gritos de terror, algunos suplicando la protección del Creador, otros implorando la intercesión de los espíritus, y otros se postraban de hinojos. Mientras que muchos se quedaban paralizados por la sorpresa, algunos de los portadores de espadas decorativas las desenvainaron por primera vez debido al miedo. Pero un oficial d’haraniano situado al frente advirtió con voz gélida y calmada que todo el mundo guardara las armas y, aunque de mala gana, las espadas regresaron a sus fundas.

Lunetta contemplaba al hombre rascándose furiosamente pero esta vez Brogan no la riñó; incluso él notaba cómo la piel se le erizaba por la maldad de la magia.

El hombre subido sobre el escritorio esperó pacientemente que la multitud se calmara antes de tomar la palabra.

— Soy Richard Rahl, llamado por los d’haranianos lord Rahl —anunció con voz serena—. Otros pueblos me llaman con otros nombres. Las profecías escritas en el pasado remoto, antes del nacimiento de la Tierra Central, me dan otro apelativo. —Se bajó del escritorio para colocarse entre las mord-sith—. Pero ahora estoy aquí para hablaros del futuro.

Aunque no era tan fornido como los dos d’haranianos plantados a cada extremo del curvado pupitre, era alto, musculoso, de complexión fuerte y sorprendentemente joven. Iba vestido sin pretensiones con capa negra, botas altas, pantalones oscuros y una camisa sencilla, lo cual chocaba en alguien al que llamaban «lord». Aunque era imposible no fijarse en la reluciente vaina de plata y oro que le colgaba de una cadera, por su aspecto cualquiera lo hubiera tomado por un simple guardabosque. A Tobias le pareció que estaba cansado, como si soportara una montaña de responsabilidad sobre sus espaldas.

Brogan no era un bisoño en el combate y, por la armonía de sus movimientos, por el modo en que llevaba el tahalí en bandolera y por cómo la espada se acomodaba a sus movimientos, se dio cuenta de que no era un hombre al que se pudiera tomar a la ligera. En su caso la espada no era un mero elemento decorativo, sino un arma. Parecía un hombre que últimamente hubiese tomado muchas decisiones desesperadas y que hubiera pasado por duros trances. Pese a su humilde aspecto externo lo rodeaba un halo de autoridad y exhibía un comportamiento que atraía la atención.

Muchas de las invitadas ya habían recuperado la compostura y le lanzaban insinuantes sonrisas acompañadas de tiernas miradas, que era su modo de congraciarse con quienes ejercían el poder. Se habrían comportado igual aunque el hombre no fuese tan toscamente atractivo, aunque quizá con menos sinceridad. Lord Rahl o bien no se enteró de sus intentos de seducción o bien prefirió no darse por enterado.

Eran sus ojos lo que interesaba a Tobias Brogan; él consideraba que los ojos son el espejo del alma, y raramente lo decepcionaban. Cuando la acerada mirada de lord Rahl se posaba en algunas personas, éstas retrocedían involuntariamente y otras rebullían inquietas. Cuando por fin esos ojos se volvieron en su dirección y se posaron en él, Tobias le tomó la medida de su corazón y su alma.

Esa breve mirada le bastó para saber que lord Rahl era un hombre muy peligroso.

Pese a que era joven y le disgustaba ser el centro de todas las miradas, estaba dispuesto a luchar hasta la última gota de sangre. Brogan había visto ojos como ésos antes; eran los ojos de alguien capaz de tirarse por un precipicio en pos de su presa.

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