Terry Goodkind - La Sangre de la Virtud. El Caminante de los Sueños
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- Название:La Sangre de la Virtud. El Caminante de los Sueños
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Lord Rahl asintió.
— Lo que decís sobre D’Hara es cierto. Entonces D’Hara estaba gobernada por Rahl el Oscuro, mi padre, aunque yo no lo conocía. Rahl el Oscuro no me crió, ni me educó en su maldad. Sus propósitos eran muy parecidos a los de la Orden Imperial: conquistar todas las tierras y gobernar sobre todo el mundo. Pero mientras que la Orden es una causa monolítica, la suya era una empresa personal. Además de usar la fuerza bruta, también usaba la magia, como la Orden.
»Yo me opongo a todo lo que Rahl el Oscuro representaba. Él no se detenía ante ninguna maldad para lograr lo que quería: torturó y mató a un número incontable de inocentes y eliminó la magia para que no pudiera usarse contra él, como la Orden pretende hacer.
— En ese caso, sois igual que él.
— No, no lo soy. Yo no ansío el poder. Si empuño una espada es únicamente para luchar contra la opresión. Combatí del lado de la Tierra Central contra mi padre y no me quedó más remedio que matarlo por sus crímenes. Pero luego, con su perversas artes mágicas, logró regresar del inframundo y yo tuve que usar magia para detenerlo y devolver su espíritu al Custodio. Usé de nuevo la magia para cerrar una puerta por la que el Custodio enviaba a sus sicarios a este mundo.
Brogan hizo rechinar los dientes. Sabía por experiencia que los poseídos muchas veces trataban de ocultar su verdadera naturaleza vanagloriándose del valor con que habían luchado contra el Custodio y sus sicarios. Había oído tantas historias falsas que había aprendido a reconocerlas como un modo de enmascarar la verdadera maldad del corazón. Los seguidores del Custodio eran demasiado cobardes para mostrarse realmente como eran y se ocultaban detrás de alardes y cuentos inventados.
De hecho, hubiese llegado antes a Aydindril de no haberse topado con tantos focos de perversidad en el mismo Nicobarese. Ciudades y pueblos en los que todo el mundo parecía llevar una vida piadosa resultaron estar corrompidos por el mal. Cuando fueron interrogados como es debido, algunos de los más ardientes defensores de la virtud se confesaron blasfemos y revelaron los nombres de las streganicha y los poseídos que vivían en el vecindario y que los habían pervertido con su magia.
Se imponía la purificación. Había sido necesario purificar con el fuego ciudades enteras hasta no dejar ni siquiera un letrero que condujera hasta esas guaridas del Custodio. La Sangre de la Virtud había cumplido la voluntad del Creador, aunque para ello necesitó tiempo y esfuerzo.
Furioso, Brogan prestó de nuevo atención a las palabras de lord Rahl.
— Si asumo este reto es solamente porque me ha sido confiada la espada. Os pido que me juzguéis no por quien fue mi padre sino por mis actos. Yo no asesino a inocentes indefensos; la Orden Imperial, sí. Hasta que no viole la confianza de las personas honestas, tengo el derecho de que se me juzgue también con honestidad.
»No puedo presenciar de brazos cruzados la victoria de esos hombres malvados; pienso luchar con todos los medios a mi alcance, lo cual incluye la magia. Quien se alíe con los asesinos, no encontrará clemencia bajo mi espada.
— Nosotros sólo queremos la paz —gritó alguien.
Lord Rahl asintió.
— Ojalá reinara la paz y pudiera regresar a mi hogar, a mis amados bosques y llevar una vida sencilla. Pero no puedo, del mismo modo que tampoco podemos regresar a la inocencia de nuestra infancia. Me ha sido impuesta una responsabilidad. Quien dé la espalda a los inocentes que necesitan ayuda se convierte en cómplice de los atacantes. Es en nombre de los inocentes y los desamparados que empuño esta espada y libro esta batalla.
Lord Rahl apoyó de nuevo el brazo en la silla del centro.
— Ésta es la silla de la Madre Confesora. Durante miles de años las Madres Confesoras gobernaron la Tierra Central con mano benevolente y lucharon por mantener la unidad, para que los diferentes pueblos de la Tierra Central vivieran en paz como buenos vecinos, gozando de libertad y sin temer las amenazas externas. —Lord Rahl observó todos aquellos ojos clavados en él—. El consejo trató de romper la unidad y la paz que representan esta sala, este palacio y esta ciudad; esa unidad y esa paz que recordáis con nostalgia. Unánimemente la condenaron a muerte y la ejecutaron.
Lentamente lord Rahl desenvainó la espada y la dejó sobre la mesa, donde todos pudieran verla.
— Como ya os he dicho, se me conoce con diferentes nombres, uno de los cuales es Buscador de la Verdad, título que me fue impuesto por el Primer Mago. Llevo la Espada de la Verdad por derecho. Anoche, ejecuté al consejo por traición.
»Vosotros sois los representantes de los pueblos que componen la Tierra Central. La Madre Confesora os brindó la oportunidad de permanecer unidos pero vosotros la rechazasteis y le disteis la espalda.
Un hombre al que Tobias no podía ver rompió el gélido silencio.
— Ninguno de nosotros aprobó lo que hizo el consejo. Muchos deseábamos que la Tierra Central resistiera. La Tierra Central volverá a unirse y será de nuevo fuerte para la lucha.
De la multitud brotaron muchas voces que juraron hacer todo lo posible por restaurar la unidad. Pero otros guardaron silencio.
— Ya es demasiado tarde para eso. Tuvisteis vuestra oportunidad. La Madre Confesora toleró vuestras rencillas y vuestra obstinación, pero yo no pienso tolerarlo —declaró lord Rahl, envainando de golpe la espada.
— ¿De qué habláis? —preguntó el duque Lumholtz con irritación—. Vos sois de D’Hara. No tenéis ningún derecho a decirnos cómo debe funcionar la Tierra Central. La Tierra Central es cosa nuestra.
Sin mover un solo músculo el interpelado respondió con voz suave pero cargada de autoridad:
— La Tierra Central ya no existe. Aquí y ahora queda disuelta. A partir de este momento los diferentes países se quedan solos.
— ¡La Tierra Central no es vuestro juguete!
— Ni tampoco el de Kelton. Os recuerdo que Kelton ha tratado de gobernar la Tierra Central.
— ¿Cómo osáis acusarnos de…?
Lord Rahl alzó una mano para imponer silencio.
— Los keltas no habéis sido más rapaces que algunos de los otros. Muchos habéis tratado de quitar de en medio a la Madre Confesora y los magos para poder repartiros el pastel.
— Verdad —susurró Lunetta a Brogan, tironeándole de una manga. Pero Brogan le impuso silencio con una mirada glacial.
— La Tierra Central no tolerará esta interferencia en nuestros asuntos —clamó otra voz.
— No estoy aquí para discutir sobre el gobierno de la Tierra Central. Os acabo de decir que la Tierra Central ya no existe. —Lord Rahl miró a los reunidos con expresión tan iracunda e irrevocable que Brogan se olvidó de respirar por unos momentos—. Estoy aquí para dictar los términos de vuestra rendición.
La multitud acusó el golpe como un solo hombre. Inmediatamente resonaron protestas que fueron aumentando de tono hasta convertirse en un bramido general. Rojos de ira, los hombres lanzaban juramentos y blandían puños.
El duque Lumholtz les gritó que se callaran, tras lo cual se volvió de nuevo hacia la tarima.
— No sé qué extrañas ideas se os han metido en la cabeza, joven, pero la Orden Imperial está al mando en la ciudad. Son muchos los que han llegado a acuerdos muy razonables con ellos. ¡Gracias a la Orden Imperial la Tierra Central seguirá existiendo, permanecerá unida y nunca se rendirá al enemigo de D’Hara!
Cuando la muchedumbre se disponía a lanzarse contra lord Rahl, las mord-sith empuñaron los agiels, las filas de soldados desenvainaron armas, bajaron lanzas y el gar desplegó sus alas. La bestia gruñó dejando al descubierto sus goteantes colmillos, y sus ojos verdes relucieron. Entretanto, lord Rahl se mantuvo quieto como un muro de granito. La multitud se detuvo y retrocedió.
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