Terry Goodkind - La Sangre de la Virtud. El Caminante de los Sueños
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- Название:La Sangre de la Virtud. El Caminante de los Sueños
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— ¿Qué?
— La mujer dijo que los seres se llamaban mriswith.
— Sí, creo que tienes razón. Mriswith.
Columnas blancas descollaban a la entrada del palacio. Pasando entre las hileras de soldados atravesaron las puertas blancas talladas, abiertas de par en par, y penetraron en un imponente vestíbulo iluminado con ventanas de cristal azul pálido entre columnas de mármol blanco pulido coronadas con capiteles dorados. Tobias Brogan sintió como si acabara de penetrar en el vientre del mal y se dijo que en lugar de temblar ante cuerpos sin vida, los demás invitados deberían echarse a temblar ante aquel monumento vivo a la blasfemia que los rodeaba.
Tras recorrer elegantes pasadizos y cámaras con suficiente granito y mármol para levantar una montaña, por fin atravesaron unas altas puertas de madera de caoba y entraron en una enorme sala rematada por una cúpula. El techo se adornaba con frescos de hombres y mujeres. Alrededor del borde inferior de la cúpula se abrían ventanas de forma redonda que dejaban entrar la menguante luz y revelaban las nubes que se agrupaban en el cielo del atardecer. Al otro lado de la sala, sobre un estrado semicircular, se veía un espléndido escritorio tallado y sillas desocupadas.
Unos arcos dispuestos a lo largo de los muros cubrían el acceso a unas escaleras que conducían a galerías con columnatas, bordeadas con sinuosas barandillas de madera de caoba pulimentada. Tal como Brogan comprobó, las galerías estaban atestadas de gente; no nobles vestidos de tiros largos como en el piso principal, sino gente humilde. Los demás invitados también se habían percatado y miraban con desaprobación a la chusma que se agolpaba tras las barandillas. Por su parte, la gente de las galerías procuraba apartarse de las barandas como si buscara refugio en la oscuridad, quizá por temor a ser reconocidos y que les pidieran cuentas por osar asistir a tan magnífica ceremonia. Lo habitual era que un mandatario primero se diera a conocer a personas con poder y luego al pueblo.
Haciendo caso omiso del público en las galerías, los invitados se desplegaron por el suelo de mármol ajedrezado, manteniendo la distancia entre ellos y los representantes de la Sangre de la Virtud, aunque trataban de aparentar que no los evitaban intencionalmente sino por mero azar. Mientras buscaban con expectantes miradas a su anfitrión, intercambiaban comentarios en susurros. Con sus ricas vestiduras parecían parte de las elaboradas tallas y cuidados motivos decorativos; ninguno de ellos se mostraba turbado por la magnificencia del Palacio de las Confesoras. Brogan supuso que debían de ser invitados habituales. Aunque nunca antes había estado en Aydindril, conocía a un cortesano adulador en cuanto lo veía pues su propio rey había estado siempre rodeado por ellos.
Lunetta se mantenía cerca de él, apenas interesada en la imponente arquitectura que la rodeaba. Seguía sin darse cuenta de las miradas de las que era objeto, si bien ahora eran menos numerosas, pues los invitados estaban más interesados en mirarse entre sí y en la perspectiva de conocer por fin a lord Rahl que en la extraña mujer escoltada por dos hombres de la Sangre de la Virtud. Galtero recorría con la mirada la enorme sala sin fijarse en la opulencia sino sólo en la gente, los soldados y las salidas. Las espadas que él y Tobias Brogan llevaban no eran decorativas.
Pese a su repugnancia, Tobias no podía evitar maravillarse de encontrarse en el lugar desde el cual las Madres Confesoras y los magos habían movido los hilos de poder de la Tierra Central. Ése era el lugar desde el que durante miles de años el consejo había defendido y preservado la unidad y la magia. Ése era el lugar desde el que el Custodio extendía sus tentáculos.
Pero esa unidad se había roto. La magia ya no dominaba al ser humano y no contaba con la protección del consejo. La edad de la magia había tocado a su fin. La Tierra Central estaba acabada. Muy pronto el Palacio de las Confesoras se llenaría de capas de color carmesí y sólo miembros de la Sangre de la Virtud se sentarían en aquel estrado. Brogan sonrió; los hechos se sucedían inexorablemente hacia un final providencial.
Un hombre y una mujer se fueron aproximando a ellos con lo que a Brogan se le antojó una actitud resuelta. La mujer, con una gran mata de pelo negro y cortos rizos que le enmarcaban el maquillado rostro, se inclinó hacia él en gesto despreocupado y comentó:
— Nos han invitado y ni siquiera nos dan nada para comer. —Mientras esperaba una respuesta se alisó las puntillas que adornaban la pechera de su vestido amarillo, y sus labios de un rojo imposible dibujaban una educada sonrisa. En vista de que él nada decía, insistió—: Teniendo en cuenta lo precipitado de la invitación, es de lo más vulgar no ofrecer siquiera un poco de vino, ¿no os parece? Después de tratarnos de un modo tan grosero supongo que no esperará que aceptemos de nuevo su invitación.
— ¿Conocéis a lord Rahl? —preguntó Brogan, las manos enlazadas en la espalda.
— Es posible que lo haya visto antes; no recuerdo. —La mujer se quitó una mota, que él no pudo ver, de uno de sus hombros desnudos, dando así la oportunidad incluso a alguien situado al otro extremo de la sala de que viera el resplandor que lanzaban las sortijas de los dedos—. He sido invitada a tantas ceremonias de este tipo en palacio que me cuesta recordar a todas las personas que han querido conocerme. Después de todo, tras el asesinato del príncipe Fyren, el duque Lumholtz y yo misma somos los nuevos líderes.
»Pero sí sé que no me había encontrado nunca en este palacio a alguien de la Sangre de la Virtud —añadió, sonriendo afectadamente—. Después de todo, el consejo siempre consideró que la Sangre era demasiado entrometida. Yo no lo creo, por supuesto, pero el consejo le prohibió practicar su… «arte» fuera de su país de origen. Claro que ahora nos hemos quedado sin consejo. Fue espantoso el modo en que fueron asesinados justo aquí mismo, mientras deliberaban sobre el futuro de la Tierra Central. ¿Qué os trae aquí, señor?
— He sido «invitado»; lo mismo que vos —respondió Brogan, con la mirada puesta en los soldados que cerraban las puertas. Mientras echaba a andar hacia el estrado, se acarició suavemente el mostacho con los nudillos.
La duquesa Lumholtz lo acompañó.
— He oído que la Orden Imperial tiene en muy alta estima a la Sangre de la Virtud.
El hombre que la acompañaba llevaba una chaqueta azul recamada en oro y actuaba con porte de autoridad. Escuchaba con forzada indiferencia mientras aparentaba tener la atención fija en otra cosa. Por su pelo oscuro y sus pobladas cejas Tobias adivinó que era kelta. Los keltas habían sido de los primeros en aliarse con la Orden Imperial y salvaguardaban con celo su estatus dentro de la organización. También sabían que la Orden respetaba la opinión de la Sangre de la Virtud.
— Con lo mucho que habláis, señora, me sorprende que hayáis oído algo.
El rostro de la mujer se puso tan rojo como sus labios. Tobias Brogan se ahorró su previsible réplica airada, pues la muchedumbre que llenaba la sala se alborotó. Como su estatura no le permitía ver por encima de las cabezas vueltas esperó con paciencia, pues sabía que con toda probabilidad lord Rahl se dirigiría a ellos desde el estrado. Se había situado estratégicamente en previsión de ello: lo suficientemente cerca para evaluarlo pero no tan cerca para llamar la atención. A diferencia de los demás invitados, él era consciente de que aquello no era un acto social. Muy probablemente la noche sería muy movida, y él prefería quedarse a la sombra. A diferencia de los estúpidos que revoloteaban a su alrededor, Tobias Brogan sabía cuándo se imponía la prudencia.
Al otro lado de la sala la gente se apartaba a toda prisa para dejar paso a un grupo de soldados de elite. Los seguían una fila de impresionantes piqueros, que fueron rompiendo la formación en parejas para formar un pasillo acorazado libre de invitados. Por su parte, los soldados se desplegaron delante del estrado cual sombría cuña protectora de músculos y acero. La rápida precisión resultaba impresionante. Oficiales de alto rango desfilaron por el pasillo recién abierto hasta el estrado. Por encima de la cabeza de Lunetta Brogan buscó la gélida mirada de Galtero. No, eso no era un acto meramente social.
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