Terry Goodkind - La Sangre de la Virtud. El Caminante de los Sueños

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— ¿Son necesarias tantas personas para traerme un simple mensaje?

Hally plantó sus nudillos sobre la mesa y se inclinó hacia él.

— No sólo os traemos el mensaje, general Reibisch, sino que también traemos a lord Rahl.

— ¿Ah sí? ¿Y dónde está ese lord Rahl?

Inmediatamente el rostro de Hally adoptó su mejor expresión de mord-sith; la que advertía que cesaran tantas preguntas.

— Lo tenéis delante —repuso.

La mirada de Reibisch se posó en el grupo de intrusos y se detuvo brevemente en el gar. Hally se irguió y señaló con una mano a Richard.

— Permitid que os presente a lord Rahl, amo de D’Hara y de su gente.

Las palabras de la mord-sith avanzaban por el corredor de boca de los soldados, que las repetían en murmullos. Desconcertado, el general hizo un gesto hacia las mujeres.

— ¿Una de vosotras reivindica ser lord Rahl?

— No seáis estúpido —replicó Cara—. Éste es lord Rahl —dijo, señalando a Richard.

— No sé a qué estáis jugando, pero os advierto que mi paciencia se está…

Richard se echó hacia atrás la capucha de la capa y relajó la concentración. Ante los ojos del general y de todos sus hombres apareció como salido de la nada.

Todos los soldados lanzaron exclamaciones entrecortadas, y algunos incluso se arrodillaron y humillaron la cabeza.

— Yo soy lord Rahl —declaró Richard sin alzar la voz.

Sobrevino un momento de absoluto silencio, hasta que el general prorrumpió en carcajadas y dio un palmetazo a la mesa. Echó la cabeza hacia atrás y siguió riéndose. Algunos de los hombres se unieron tímidamente a sus risas, pero por sus nerviosas miradas era evidente que no sabían de qué se reían y solamente lo hacían para no contrariar a su general.

— Un truco excelente joven —declaró el general cuando por fin dejó de reírse y se puso de pie—. Pero he visto muchos trucos desde que llegué a Aydindril. Un día me enviaron a un payaso que se sacaba pájaros vivos de los pantalones. —La expresión se tornó seria para añadir—: Por un momento estuve tentado de creerte pero los trucos de magia no te convierten en lord Rahl. Tal vez Trimack se lo crea, pero yo no. No pienso inclinarme ante un mago de tres al cuatro.

Richard, blanco de todas las miradas, se quedó petrificado, tratando frenéticamente de pensar qué debía hacer. No había previsto esa reacción, no se le ocurría ninguna otra exhibición de magia, y aquel general parecía capaz de distinguir entre la magia real y un truco. Incapaz de pensar en nada mejor, Richard intentó al menos que su voz sonara segura.

— Soy Richard Rahl, hijo de Rahl el Oscuro. Rahl el Oscuro está muerto y ahora yo soy el nuevo lord Rahl. Si quieres seguir en tu puesto, arrodíllate ante mí y acepta mi autoridad. Si no lo haces, te reemplazaré.

Riéndose, el general Reibisch adoptó una postura de absoluta confianza en sí mismo.

— Haz otro truco y, si me gusta, te daré a ti y a tus amigos comediantes una moneda antes de echaros de aquí. La verdad es que te la mereces, aunque sólo sea por tu temeridad.

Los soldados se acercaron a ellos. El temor había sido sustituido por una actitud de amenaza.

— Lord Rahl no hace trucos —replicó Hally.

Reibisch apoyó sus rollizas manos en la mesa y se inclinó hacia ella para decirle:

— Tu disfraz es muy convincente, pero no deberías jugar a ser una mord-sith, muchacha. Si una de las auténticas te descubre, no se tomaría nada bien la broma. Las mord-sith se toman su oficio muy seriamente.

Hally le aplicó el agiel a una mano. Lanzando un chillido el general retrocedió de un salto. Era evidente que no se esperaba eso. Inmediatamente sacó un cuchillo.

El rugido de Gratch hizo temblar los cristales de las ventanas. Sus ojos verdes relucían, enseñaba los colmillos y bruscamente desplegó las alas, como velas en plena galerna. Los soldados recularon alzando manos armadas.

Richard gruñó para sus adentros. La situación se le estaba escapando de las manos. Deseó haber tenido un plan mejor, pero había estado seguro de que los d’haranianos se asustarían al verlo aparecer de repente y que creerían en él. Al menos debería haber urdido un plan de escape. Ahora no tenía ni idea de cómo conseguirían salir con vida de aquel edificio. El único modo de conseguirlo sería un baño de sangre, justo lo que no quería. Solamente había aceptado tratar de ser reconocido como lord Rahl para evitar que más gente muriera, no para causar más muertes. A su alrededor resonaban gritos.

Sin darse cuenta de lo que hacía desenvainó la espada. Su característica vibración metálica llenó la sala. La magia de la espada brotó en él con ímpetu, acudiendo en su defensa, inundándolo con su furia. Era como ser golpeado por una onda expansiva que lo quemaba hasta el tuétano. Richard conocía perfectamente esa sensación y la alentó; no tenía elección. En su interior se desataron tormentas de rabia. Los espíritus de aquellos que habían usado la magia de la espada antes que él surcaron con él los vientos de la ira.

— ¡Muerte a los impostores! —gritó Reibisch, mientras blandía el aire con su cuchillo.

Justo cuando el general salvaba de un salto la mesa que lo separaba de Richard, en la sala resonó un ruido estruendoso. El aire se llenó de fragmentos de cristal que reflejaban la luz en rutilantes destellos.

Richard se agachó para que Gratch saltara por encima de él. Por encima de sus cabezas volaron piezas de los parteluces de las ventanas. Los oficiales que flanqueaban al general salieron despedidos hacia adelante, muchos de ellos con cortes de los cristales. Richard comprendió, atónito, que las ventanas estaban estallando hacia el interior.

Entre la lluvia de cristales se veían manchas borrosas de color. Sombras y luz en el aire aterrizaron en el suelo. Richard los sintió y pese a la furia de la espada se asustó.

Mriswith.

Al aterrizar en el suelo se materializaban. Richard distinguió destellos rojos, borrones de pelaje y amplios arcos de acero. Un oficial cayó de bruces sobre la mesa, salpicando los papeles con su sangre. Ulic frenó la arremetida de dos soldados, mientras que Egan lanzaba a otros dos por encima de la mesa.

Richard hizo caso omiso del tumulto que se desataba a su alrededor mientras buscaba el centro de calma en su interior. La algarabía se apagó mientras se tocaba la frente con el frío acero y suplicaba en silencio a su espada que no le fallara.

Solamente veía a los mriswith, solamente los sentía a ellos. Con cada fibra de su ser no deseaba nada más.

El más cercano saltó hacia arriba dándole la espalda. Profiriendo un grito de furia Richard dio rienda suelta a la rabia de la Espada de la Verdad . La punta del arma silbó al describir un semicírculo, y luego hizo mella; la espada había derramado sangre. Decapitado, el mriswith se desplomó y su cuchillo de triple hoja repiqueteó sobre el suelo.

Inmediatamente giró sobre sí mismo para enfrentarse al reptiliano ser del lado opuesto. Pero Hally se interpuso de pronto entre ambos. Mientras completaba el giro, Richard aprovechó el impulso para empujarla con el hombro. Antes de que la cabeza del primer mriswith tocara el suelo, la espada ya había rajado al segundo. Hedionda sangre de mriswith empañó el aire.

Nuevamente giró sobre sí mismo; está vez hacia adelante. Se había entregado por completo a la furia, se había fundido con la espada, con sus espíritus y su magia. Era lo que las antiguas profecías escritas en d’haraniano culto anunciaban: fuer grissa ost drauka , el portador de la muerte. De no ser así sus amigos estarían perdidos, aunque en esos momentos Richard era incapaz de atender a la razón; estaba inmerso en su ansia.

Aunque el tercer mriswith era marrón oscuro, del color del cuero, Richard lo distinguió corriendo entre los soldados. De una poderosa estocada lo atravesó clavándole la espada entre los omóplatos. El aullido mortal de la bestia resonó en el aire. Al oírlo todos se quedaron quietos y silenciosos.

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