Terry Goodkind - La Sangre de la Virtud. El Caminante de los Sueños

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— Las Hermanas os reclaman. La hermana Leoma me cogió por la oreja y me ordenó que os buscara. Me dijo que, si no me daba prisa, lamentaría el día en que nací. Seguro que hay un problema.

— ¿Qué tipo de problema?

El soldado alzó las manos.

— Cuando pregunté, la Hermana me echó una de esas miradas capaces de fundir los huesos de un hombre y me dijo que era un asunto de las Hermanas y que no me metiera en lo que no me incumbe.

Verna lanzó un cansado suspiro.

— En ese caso, será mejor que regrese contigo o te arrancarán la piel a tiras y harán un pendón con ella.

El joven soldado palideció como si la creyera.

6

Sobre el arqueado puente de piedra que permitía cruzar el río Kern hacia la isla Halsband y el Palacio de los Profetas, las hermanas Philippa, Dulcinia y Maren esperaban en fila, hombro contra hombro, como tres halcones que aguardaran a que su cena se aproximase. Tenían las manos enlazadas al nivel de la cintura y parecían impacientes. Al estar de espaldas al sol sus rostros quedaban en la sombra, pero incluso así la hermana Verna distinguió sus expresiones ceñudas. Warren cruzó el puente junto a ella, mientras que el soldado Kevin Andellmere, tras cumplir con su deber, se escabulló.

— ¿Dónde te habías metido? Has tenido esperando a todo el mundo —espetó a Verna la canosa hermana Dulcinia con rígido gesto.

En la ciudad seguían sonando los tambores como sonido de fondo, como el lento gotear de la lluvia. Verna trató de olvidarlos.

— He estado paseando para reflexionar sobre el futuro del palacio y la labor del Creador. Teniendo en cuenta que las cenizas de la prelada Annalina aún no se han siquiera enfriado, no esperaba que la maledicencia empezara tan pronto.

La hermana Dulcinia se aproximó aún más a ella, y en sus penetrantes ojos azules se encendió una peligrosa chispa.

— No te muestres insolente con nosotras, hermana Verna, o volverás a ser novicia antes de lo que crees. Ahora que te has reintegrado a la vida de palacio será mejor que respetes sus usos y empieces a mostrar el debido respeto a tus superioras.

Tras amenazarla, la hermana Dulcinia enderezó de nuevo la espalda, como si retrajera las garras. Era evidente que no esperaba ninguna réplica. La hermana Maren, una mujer baja y fornida con músculos de leñador y sin pelos en la lengua, sonrió con aire satisfecho. Por su parte, la alta y oscura Philippa, cuyos prominentes pómulos y su estrecha mandíbula le daban un aire exótico, clavaba en Verna sus ojos negros tras una máscara inexpresiva.

— ¿Superiores? —replicó la hermana Verna—. Todas somos iguales a los ojos del Creador.

— ¡Iguales! —resopló la hermana Maren, irritada—. Una idea interesante. Si convocáramos una asamblea para juzgar tu conflictiva actitud, descubrirías lo «igual que eres» y probablemente acabarías desempeñando las mismas tareas que mis novicias, sólo que esta vez no tendrías a Richard que intercediera y te sacara las castañas del fuego.

Verna enarcó una ceja.

— ¿Eso crees, hermana Maren? —Warren se acercó imperceptiblemente a Verna por la espalda—. Corrígeme si me equivoco, pero creo recordar que la última vez que «me sacaron las castañas del fuego», dijiste que después de rezar al Creador habías comprendido que el mejor modo en que podía servirlo era volver a ser Hermana. Y ahora dices que fue cosa de Richard. ¿Tengo o no razón?

— ¿Osas poner en duda mis palabras? —La indignada hermana Maren se apretó las manos con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos—. ¡Yo ya castigaba a novicias insolentes doscientos años antes de que tú nacieras! ¿Cómo te atreves a…?

— Has contado dos versiones del mismo hecho. Puesto que ambas no pueden ser verdad, es obvio que una de ellas tiene que ser mentira. ¿Sí o no? Diría que te han pillado en una mentira, hermana Maren. Jamás hubiese creído que precisamente tú cayeses en el hábito de la mentira. Las Hermanas de la Luz tienen la sinceridad en alta estima y aborrecen la mentira, más incluso de lo que aborrecen la falta de respeto. ¿Qué penitencia piensa imponerse mi superiora, la maestra de las novicias, por haber mentido?

— Vaya, vaya —comentó Dulcinia con una afectada sonrisa—. Qué osadía. Diría que estás pensando luchar por el puesto de Prelada, pero te aconsejo que te quites esa absurda idea de la cabeza. Cuando la hermana Leoma hubiese acabado contigo, apenas quedaría nada de ti que pudiera recogerse.

Verna le devolvió la misma sonrisa.

— Por lo que veo, hermana Dulcinia, tienes intenciones de apoyar a la hermana Leoma. ¿O acaso estás tratando de endosarle una tarea para quitarla de en medio mientras tú luchas por el puesto?

— Ya basta —ordenó la hermana Philippa en voz baja pero autoritaria—. Tenemos asuntos más importantes de los que ocuparnos. Acabemos con esta farsa cuanto antes para poder continuar con el proceso de selección.

— ¿A qué farsa te refieres? —inquirió Verna, los brazos en jarras.

Con gracioso ademán la hermana Philippa se volvió hacia el palacio. Su sencilla pero elegante túnica amarilla fluyó tras ella.

— Ven con nosotras, hermana Verna. Ya nos has retrasado lo suficiente. Eres la última. Después de ti podremos empezar en serio. Nos ocuparemos de tu insolente actitud en otro momento.

Philippa echó a andar por el puente con paso majestuoso seguida por las otras dos Hermanas. Tras intercambiar una mirada de extrañeza, Verna y Warren las siguieron.

Warren aflojó el paso para que las Hermanas les adelantaran una docena de pasos, frunció el entrecejo y susurró a la oreja de la hermana Verna:

— ¡Hermana Verna, a veces pienso que serías capaz de enojar incluso a la persona más pacífica del mundo! Durante los veinte años que estuviste fuera todo ha estado tan tranquilo que ya había olvidado la cantidad de problemas que puede causar esa lengua tuya. ¿Por qué te comportas de ese modo? ¿Te gusta meterte en líos para nada?

Verna lo fulminó con la mirada, por lo que Warren miró al cielo y cambió de tema.

— ¿Qué crees que están haciendo esas tres juntas? Creía que serían rivales.

Verna echó una rápida mirada a las tres Hermanas para asegurarse de que no podían oírla.

— Si quieres clavar un cuchillo en la espalda de tu rival, para decirlo de algún modo, primero tienes que acercarte.

En el corazón del palacio, al llegar ante las gruesas puertas de madera de nogal que conducían al salón principal, las tres Hermanas se detuvieron tan bruscamente que Verna y Warren a punto estuvieron de chocar con ellas. Las tres se volvieron. La hermana Philippa posó las yemas de los dedos de una mano sobre el pecho de Warren y lo obligó a retroceder un paso.

Entonces alzó uno de sus largos y elegantes dedos, que quedó a apenas unos centímetros de la nariz del joven y lo atravesó con una fría mirada.

— Esto es asunto de las Hermanas. Una vez que la nueva Prelada, sea quien sea, tome posesión del cargo —añadió, tras echar una ojeada al desnudo cuello de Warren—, tendrás que ponerte de nuevo un rada’han al cuello si deseas quedarte en el Palacio de los Profetas. No podemos tolerar que los muchachos no estén debidamente controlados.

Con una mano invisible en la parte baja de la espalda de Warren, la hermana Verna impidió que retrocediera más.

— Fui yo quien le quitó el collar por la autoridad que me da ser una Hermana de la Luz. Fue un compromiso que tomé en nombre de palacio y no puede ser revocado.

La oscura mirada de la hermana Philippa se posó en Verna.

— Ya discutiremos eso más tarde, en un momento más apropiado.

— Acabemos de una vez —intervino la hermana Dulcinia—. Tenemos asuntos más importantes que atender.

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