Terry Goodkind - La Sangre de la Virtud. El Caminante de los Sueños
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- Название:La Sangre de la Virtud. El Caminante de los Sueños
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La hermana Philippa asintió.
— Ven con nosotras, hermana Verna.
Un Warren encorvado y con aspecto perdido contempló cómo una de las Hermanas usaba su han para abrir las pesadas puertas, que las tres atravesaron. Para no parecer un cachorro al que acaban de echar una reprimenda y sigue obedientemente a sus amos, la hermana Verna aceleró el paso para colocarse a su lado. Dulcinia resopló, Maren invocó una de sus famosas miradas que tan bien conocían las desafortunadas novicias, aunque no protestó, y Philippa sonrió apenas. Cualquier observador hubiese pensado que Philippa había ordenado a la hermana Verna que caminase a su lado.
Se detuvieron al borde interior del bajo techo, entre blancas columnas con capiteles dorados tallados con enroscadas hojas de roble. La hermana Leoma esperaba dándoles la espalda. Era más o menos de la misma estatura que la hermana Verna. El pelo blanco, que se había recogido holgadamente con una única cinta dorada, le caía hasta media altura de la espalda. Llevaba un modesto vestido marrón que llegaba casi hasta el suelo.
Más allá, el gran salón se abría a una estancia cubierta con una enorme cúpula. La luz que entraba por las vidrieras situadas detrás de la galería superior coloreaba la bóveda de crucería pintada con figuras de Hermanas vestidas al antiguo estilo, rodeadas por una resplandeciente figura que representaba al Creador. Éste tenía los brazos abiertos para simbolizar su amor hacia todas las Hermanas, las cuales, a su vez, también tendían los brazos hacia él.
Junto a las ornamentadas barandillas de las galerías situadas a doble nivel que circundaban la estancia, Hermanas y novicias miraban hacia abajo en silencio. En el brillante suelo que conformaba un dibujo en zigzag Verna vio algunas Hermanas; las de mayor edad y de más alta categoría. Excepto por alguna que otra tos que resonaba en la enorme estancia, el silencio era absoluto.
En el centro de la sala, bajo la figura que representaba al Creador, se alzaba una solitaria columna blanca y acanalada que llegaba a la altura de la cintura. El débil resplandor que la rodeaba parecía surgir de la nada. Las Hermanas dispuestas en torno se mantenían a una prudente distancia de la columna y de su misteriosa envoltura de luz. Y hacían bien, si ese resplandor era lo que la hermana Verna sospechaba. En la parte superior plana de la columna descansaba un pequeño objeto que Verna no podía ver bien.
— Ah. Me alegro de que hayas podido reunirte con nosotras, hermana —le dijo la hermana Leoma, volviéndose hacia ella.
— ¿Es eso lo que creo que es? —inquirió Verna.
Una leve sonrisa dobló las arrugas que surcaban el rostro de la hermana Leoma.
— Si estás pensando en una red de luz, sí, lo es. Ni siquiera la mitad de nosotras posee el talento ni el poder necesarios para tejer una. Es bastante impresionante, ¿no te parece?
La hermana Verna entrecerró los ojos para tratar de distinguir qué era aquel objeto en lo alto de la columna.
— Nunca había visto un pedestal igual, al menos aquí. ¿Qué es? ¿De dónde ha salido?
La hermana Philippa miraba sin pestañear el blanco pilar que se alzaba en medio de la sala. Ya no quedaba ni rastro de su arrogante actitud.
— Cuando volvimos del funeral estaba aquí, esperándonos.
La hermana Verna echó otra ojeada al pedestal.
— ¿Qué hay encima?
— El anillo de la Prelada —respondió la hermana Leoma, uniendo las manos—. El anillo del cargo.
— ¡El anillo de la Prelada! ¿Y qué está haciendo allí arriba, en nombre del Creador?
La hermana Philippa enarcó una ceja.
— Eso me gustaría saber a mí —comentó.
Verna creyó detectar una leve inquietud en aquellos ojos oscuros.
— Bueno, ¿qué…?
— Ve y trata de cogerlo —dijo la hermana Dulcinia—. Desde luego, no creo que lo logres —añadió entre dientes.
— No sabemos qué está haciendo ahí —le explicó la hermana Leoma con una entonación más propia para hablar con otra hermana—. Cuando regresamos ya estaba allí. Hemos tratado de examinarlo, pero no podemos acercarnos. En vista de la peculiar naturaleza del escudo hemos creído conveniente comprobar si alguna de nosotras consigue acercarse y, tal vez, descubrir su propósito. Todas lo hemos intentado, pero sin éxito. Sólo faltas tú.
La hermana Verna se envolvió con el chal e inquirió:
— ¿Qué pasa cuándo tratáis de acercaros?
Las hermanas Dulcinia y Maren desviaron la vista, pero la hermana Philippa sostuvo la mirada a Verna y respondió:
— No es agradable. No es nada agradable.
Era de esperar. A Verna solamente le sorprendió que ninguna de las Hermanas hubiera resultado herida en el intento.
— Es criminal encender un escudo de luz y dejarlo en medio, donde cualquier inocente puede toparse con él accidentalmente.
— Es poco probable —replicó Leoma—, si tenemos en cuenta dónde está. El personal de la limpieza lo encontró y tuvieron el buen sentido de mantenerse alejados.
Verna estaba segura de que todas las Hermanas habían intentado aproximarse al anillo, y no presagiaba nada bueno el hecho de que ninguna Hermana lo hubiese logrado. Sería un gran logro que una de ellas demostrara que poseía el poder suficiente para recuperar el anillo de la Prelada.
— ¿Habéis probado a unir redes para succionar el poder del escudo? —preguntó Verna a la hermana Leoma.
La interpelada negó con la cabeza.
— Decidimos que primero todas las Hermanas tendrían una oportunidad, pues podría tratarse de un escudo adaptado específicamente a una de ellas. Ignoramos cuál podría ser el propósito de tal cosa, pero si es así y se trata de un escudo defensivo, cuando lo enlazáramos con otra red para tratar de desactivarlo el objeto que defiende podría ser destruido. Tú eres la única que aún no lo ha intentado. Incluso hemos subido a la hermana Simona —añadió Leoma con un cansino suspiro.
Verna bajó la voz en el súbito silencio.
— ¿Está mejor?
— Todavía oye voces —respondió Leoma, alzando la mirada hacia el fresco del Creador—. Anoche, mientras estábamos en la colina, tuvo otra pesadilla.
— Vamos, trata de recuperar el anillo y luego seguiremos con el proceso de selección —dijo la hermana Dulcinia. Con una severa mirada pareció reprender a las hermanas Philippa y Leoma por tanta charla. La hermana Philippa recibió la mirada inexpresivamente y sin ningún comentario, mientras que la hermana Maren lanzaba una impaciente mirada al débil resplandor que resguardaba el objeto por todas codiciado.
Con una mano de nudosos dedos, la hermana Leoma señaló hacia la columna blanca.
— Verna, querida, tráenos el anillo, si puedes. Tenemos asuntos importantes de palacio de los que ocuparnos. Si tampoco tú puedes, tendremos que usar un enlace para desactivar el escudo y tratar de recuperar el anillo de la Prelada. Vamos, muchacha, inténtalo.
Verna inspiró hondo, decidió no tomarse como una ofensa que otra Hermana, una igual, la hubiese llamado «muchacha», y echó a andar sobre el suelo pulido. Sus pasos resonaron en la vasta sala, en la que el único otro sonido era el amortiguado batir de los tambores. Después de todo, se dijo, la hermana Leoma era bastante mayor que ella y, por tanto, merecía cierta deferencia. Al alzar la vista hacia las galerías distinguió a sus amigas —las hermanas Amelia, Phoebe y Janet—, que la animaban con débiles sonrisas. Con expresión resuelta Verna siguió adelante.
¿Qué estaba haciendo el anillo de la Prelada bajo un escudo tan peligroso, un escudo de luz? Algo iba mal. La respiración se le aceleró al pensar que podría tratarse de la trampa de una Hermana de las Tinieblas. Tal vez una de ellas había preparado ese escudo para eliminarla porque sospechaba que sabía demasiado. Verna aflojó ligeramente el paso. Si su suposición era correcta y se trataba de una trampa para eliminarla, el escudo podría incinerarla antes de que se diera ni cuenta.
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