Terry Goodkind - La Sangre de la Virtud. El Caminante de los Sueños

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Warren la contempló con expresión sombría.

— Ojalá. Las profecías no auguran nada bueno sobre el reinado de la nueva Prelada.

De regreso a Tanimura quedaron envueltos de nuevo por el incesante sonar de los tambores que llegaba de varias direcciones. Era una retumbante cadencia grave y continua que Verna sentía resonar en lo más profundo de su pecho. La ponía nerviosa, lo cual, seguramente, era la intención buscada.

Los tambores, acompañados de los correspondientes soldados, habían llegado tres días antes de la muerte de la Prelada y no habían tardado en instalar sus enormes timbales en diversos puntos alrededor de la ciudad. Una vez que iniciaron el lento y continuo batir, ya no habían cesado ni día ni noche. Los hombres hacían turnos para tocarlos, de modo que los tambores jamás callaban, ni por un solo segundo.

Poco a poco, ese omnipresente sonido había ido poniendo nerviosa a la gente; todo el mundo se mostraba irritable y de mal humor, como si la fatalidad acechara en las sombras, invisible, lista para atacar. Los usuales gritos, charlas, risas y también músicas habían sido sustituidos por un inquietante silencio que se sumaba a la perturbadora atmósfera.

En las afueras de la ciudad los indigentes que vivían en simples chabolas permanecían dentro de ellas en vez de charlar entre ellos, vocear sus modestas mercancías, lavar ropa en cubos o cocinar en pequeños fuegos como era habitual. Los tenderos permanecían en el umbral o junto a los sencillos tablones de madera sobre los que exhibían sus productos, con los brazos cruzados y expresión ceñuda. Los hombres que tiraban de carretillas lo hacían encorvados y con gravedad. Los compradores adquirían lo que necesitaban rápidamente, apenas mirando de pasada las mercancías. Los niños se aferraban a las faldas de sus madres y miraban en todas direcciones. Hombres a los que la hermana Verna había visto jugando a dados u otros juegos se arrimaban a los muros.

En la distancia, en el Palacio de los Profetas, una solitaria campana tañía cada pocos minutos. Había sonado toda la noche anterior y sonaría hasta el atardecer para anunciar la muerte de la Prelada. No obstante, los tambores no tenían nada que ver con la muerte de la Prelada, sino que anunciaban la inminente llegada del emperador.

Los ojos de la hermana Verna se encontraron con miradas atribuladas, tocaba la cabeza de los muchos que se le acercaban en busca de consuelo e impartía la bendición del Creador.

— Tan sólo recuerdo reyes. No recuerdo la Orden Imperial —le dijo a Warren—. ¿Quién es ese emperador?

— Se llama Jagang. Hace unos diez o quince años la Orden Imperial empezó a anexionarse diferentes reinos y a unirlos bajo su autoridad. —Con un dedo se frotó una sien, pensativo—. He pasado la mayor parte de mi vida abajo, en las criptas, estudiando, por lo que no conozco todos los detalles, pero por lo que he podido averiguar, Jagang ganó rápidamente el dominio de todo el Viejo Mundo y unió a todos bajo su poder. Sin embargo, el emperador nunca ha causado problemas, al menos aquí, en Tanimura. No se mete en los asuntos de palacio y espera que las Hermanas tampoco se metan en los suyos.

— ¿A qué se debe que venga?

Warren se encogió de hombros.

— No lo sé. Tal vez desea visitar esta parte de su imperio.

Tras impartir la bendición del Creador a una demacrada mujer, la Hermana esquivó una boñiga fresca de caballo.

— Bueno, ojalá que se dé prisa en llegar para que cese ese infernal ruido. Los tambores suenan desde hace cuatro días; supongo que debe de estar al caer.

Warren echó un vistazo en torno antes de hablar.

— Los soldados del palacio pertenecen a las tropas de la Orden Imperial. Son una cortesía del emperador, puesto que no permite que nadie, excepto sus hombres, empuñen armas. La cuestión es que estuve hablando con uno y me dijo que los tambores simplemente anuncian la visita del emperador, no que vaya a llegar pronto. Me dijo que cuando visitó Breaston los tambores estuvieron sonando durante casi seis meses.

— ¡Seis meses! ¿Quieres decir que tendremos que soportar ese estruendo durante meses?

Warren se alzó la túnica para pasar encima de un charco.

— No necesariamente. Podría tardar meses o estar aquí mañana mismo. El emperador no se digna anunciar cuándo llegará, sólo anuncia que vendrá.

— Bueno, pues si no llega pronto, ya procuraremos las Hermanas que esos infernales tambores se callen —declaró Verna, ceñuda.

— Por mí, perfecto. Pero me parece que el emperador no es alguien a quien se pueda tratar a la ligera. He oído que posee el mayor ejército que se haya reunido en toda la historia. Y eso incluye la gran guerra que separó el Nuevo y el Viejo Mundo —añadió con una mirada muy significativa.

Verna entornó los ojos.

— ¿Para qué necesita un ejército así si ya ha conquistado todos los antiguos reinos? Yo diría que no es más que mera palabrería de soldados. Ya se sabe que a los soldados les encanta exagerar.

— No sé. Los soldados me han asegurado que lo han visto con sus propios ojos. Según ellos, cuando la Orden se concentra cubre el suelo en todas direcciones hasta donde alcanza la vista. ¿Qué crees que harán en palacio cuando el emperador llegue?

— Bah, a las Hermanas no les interesa la política.

Warren sonrió ampliamente.

— No te dejas intimidar fácilmente, ¿verdad Hermana?

— Las Hermanas cumplimos los deseos del Creador, no de un emperador mortal, eso es todo. Mucho después de que ese emperador haya desaparecido, el Palacio de los Profetas seguirá existiendo.

Tras caminar en silencio unos minutos, Warren carraspeó.

— ¿Sabes? Hace mucho tiempo, cuando hacía poco tiempo que los dos vivíamos en palacio y tú eras todavía una novicia… estaba enamorado de ti.

La Hermana Verna lo miró incrédulamente.

— Te burlas de mí.

— No. Es verdad. —El joven se ruborizó—. Me parecía que jamás había visto un pelo más bonito que tus rizos castaños. Además, eras más lista que las otras y manejabas el han con confianza. Eras mucho mejor que las demás. Yo quería pedirte que estudiaras conmigo.

— ¿Por qué no lo hiciste?

Warren se encogió de hombros.

— Siempre parecías tan segura de ti misma… Yo nunca lo estaba. —Incómodo, el joven se apartó el pelo de la cara—. Además, estabas interesada en Jedidiah. Yo no era nada a su lado. Siempre creí que te echarías a reír si te decía algo.

Verna se dio cuenta de que también ella se echaba el pelo hacia atrás y se detuvo.

— Bueno, tal vez lo habría hecho. —Enseguida se disculpó por el desaire—. Algunas personas pueden ser muy tontas cuando son jóvenes.

Una mujer con un hijo pequeño se acercó y se hincó de rodillas delante de ellos. Verna se detuvo para bendecirlos. Después de que la mujer le diera las gracias y se marchara a toda prisa, se volvió hacia Warren.

— Podrías estar fuera veinte años o más para estudiar esos libros que tanto te interesan y así envejecer tanto como yo. De ese modo pareceríamos de nuevo de la misma edad. Entonces podrías pedirme que te cogiera de la mano… como deseabas hace tanto tiempo.

Ambos alzaron la vista al oír que alguien los llamaba. Entre la multitud la Hermana vislumbró a uno de los soldados de palacio, que agitaba una mano tratando de llamar su atención.

— ¿No es ése Kevin Andellmere? —preguntó.

Warren asintió.

— Me preguntó por qué está tan agitado.

El soldado, casi sin aliento, esquivó a un niño y se detuvo frente a la pareja.

— ¡Hermana Verna! ¡Por fin os encuentro! Os reclaman en palacio inmediatamente.

— ¿Quién me reclama? ¿Qué ocurre?

El soldado inspiró y trató de hablar al mismo tiempo.

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