Terry Goodkind - La Sangre de la Virtud. El Caminante de los Sueños

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Sin decir palabra las Hermanas empezaron a dispersarse. Algunas se marchaban solas y otras pasaban un brazo sobre los hombros de un muchacho o una novicia para consolarlos. Como almas perdidas descendían la colina describiendo un camino sinuoso, dirigiéndose hacia la ciudad y el Palacio de los Profetas. Eran como niños que regresan a un hogar en el que falta la madre. Mientras se besaba el dedo anular, la hermana Verna se dijo que, puesto que también el Profeta había muerto, de hecho también faltaba el padre.

Verna cruzó los dedos sobre el estómago mientras, distraídamente, contemplaba a los demás, que se iban perdiendo de vista. No había tenido oportunidad de hacer las paces con la Prelada antes de que muriera. Annalina la había utilizado y humillado, además de permitir que fuese degradada sólo por cumplir con su deber y seguir sus órdenes. Aunque todas las Hermanas servían al Creador, y ella sabía que la Prelada tenía el bien común en mente para tratarla de ese modo, le dolía pensar que se había aprovechado de esa fidelidad. La había dejado en ridículo.

La hermana Verna no había tenido oportunidad de hablar con la Prelada, porque desde el ataque de Ulicia, una Hermana de las Tinieblas, había permanecido inconsciente durante casi tres semanas antes de morir. Solamente Nathan había podido atenderla y había luchado con denuedo para sanarla, pero al final había fracasado. El cruel destino también se llevó la vida del Profeta. Aunque parecía vigoroso, seguramente el esfuerzo había sido excesivo. Después de todo, Nathan tenía casi mil años. Seguramente en los aproximadamente veinte años que ella había pasado lejos del palacio buscando a Richard había envejecido.

Verna sonrió al recordar a Richard. Lo echaba mucho de menos. Richard la sacaba de quicio, pero también él había sido una víctima de los planes de la Prelada, aunque al final mostró comprensión, aceptó las cosas que Annalina había hecho y no le guardó ningún rencor.

Al pensar en la amada de Richard, Kahlan, sintió una punzada de dolor. Probablemente Kahlan había muerto en el clímax de esa terrible profecía. Ojalá no. La Prelada había sido una mujer muy resuelta y había manejado las vidas de muchas personas como si fuesen marionetas. La hermana Verna deseó fervientemente que la Prelada hubiese actuado por el bien de todos los hijos del Creador, y no sólo en interés propio.

— Pareces enfadada, hermana Verna.

La Hermana se volvió y vio al joven Warren, con las manos metidas en las mangas de brocado plateado de su túnica violeta oscuro. Al echar un vistazo en torno se dio cuenta de que se habían quedado los dos solos en la ladera de la colina; todos los demás se habían marchado hacía rato y ya no eran más que motas oscuras en la distancia.

— Tal vez lo estoy, Warren.

— ¿Por qué estás enfadada?

Con las palmas de las manos se alisó la falda oscura a la altura de las caderas.

— Quizás estoy enfadada conmigo misma. —La Hermana se recompuso el chal color azul claro y dijo, tratando de cambiar de tema—: Aún eres tan joven, en tus estudios quiero decir, que todavía no me he acostumbrado a verte sin el rada’han.

Como si ya no se acordara, el joven se llevó los dedos al cuello donde había llevado el collar la mayor parte de su vida.

— Tal vez sea joven para quienes viven bajo el hechizo de palacio, pero en el mundo exterior no soy ningún joven; tengo ciento cincuenta años, Hermana. Te agradezco que me quitaras el collar. —Warren apartó los dedos del cuello y retiró un rizo de pelo rubio—. Es como si el mundo entero se hubiese vuelto del revés en cuestión de pocos meses.

Verna se rió entre dientes.

— Yo también echo de menos a Richard —dijo.

— ¿En serio? —El semblante de Warren se iluminó con una afable sonrisa—. Era una persona excepcional, ¿verdad? Apenas puedo creer que fuese capaz de impedir que el Custodio escapara del inframundo, pero tenía que detener al espíritu de su padre y devolver la piedra de Lágrimas al lugar que le corresponde o todos habríamos sido engullidos por el mundo de los muertos. A decir verdad me pasé todo el solsticio de invierno bañado en sudor frío.

La hermana Verna asintió como si quisiera subrayar sus palabras.

— Estoy segura de que las cosas que le enseñaste le fueron muy valiosas. Tú también desempeñaste un buen papel, Warren. —Verna estudió por un instante la amable sonrisa del joven y se dio cuenta de que seguía siendo la misma sonrisa que tenía de niño—. Me alegro de que decidieras quedarte en palacio durante un tiempo pese a que ya no llevas el collar. Parece que nos hemos quedado sin profeta.

Warren fijó la mirada en la mancha de cenizas.

— Me he pasado la mayor parte de mi vida estudiando profecías en las criptas, sin tener ni idea de que algunas habían sido dictadas por un profeta aún vivo, y menos aún que vivía en palacio. Ojalá lo hubiese sabido. Ojalá me hubiesen permitido hablar con él, aprender con él. Perdí la oportunidad.

— Nathan era un hombre peligroso, un enigma que nadie logró desentrañar y, por tanto, no era digno de confianza. Pero admito que tal vez fuese un error impedirte que lo visitaras. Consuélate pensando que, con el tiempo, cuando hubieses avanzado más en tus estudios, las Hermanas te lo hubieran permitido. Incluso lo hubieran considerado necesario.

Warren desvió la mirada.

— Ya no tendré nunca la oportunidad.

— Warren, ahora que ya no llevas el collar sé que anhelas ver mundo, pero tú mismo has decidido quedarte en palacio al menos un tiempo para seguir estudiando. El Palacio de los Profetas se ha quedado sin profeta. Piensa que tu don se manifiesta con fuerza en esa área. Con el tiempo, tú mismo podrías ser profeta.

Una suave brisa agitó la túnica del joven, que miraba las verdes colinas hacia el palacio.

— No sólo es el don, sino que mi interés y mis esperanzas siempre se han centrado en las profecías. Hace poco que he empezado a entenderlas de un modo distinto a todos los demás. Pero una cosa es entenderlas y otra muy distinta dictarlas.

— Eso lleva su tiempo, Warren. Estoy convencida de que a tu edad, Nathan no sabía más que tú. Si te quedas y sigues estudiando, creo que en cuatrocientos o quinientos años podrías convertirte en un profeta tan grande como Nathan.

El joven se quedó callado unos minutos.

— Pero ahí fuera hay todo un mundo. He oído que en el Alcázar del Hechicero se guardan libros, y también en otros lugares. Richard me dijo que estaba seguro de que en el Palacio del Pueblo, en D’Hara, hay muchos. Yo quiero aprender, y es posible que muchas cosas no pueda encontrarlas aquí.

La hermana Verna movió sus doloridos hombros.

— El Palacio de los Profetas se halla bajo un encantamiento, Warren. Si te vas, envejecerás como el resto del mundo. Mira lo que me ocurrió a mí en apenas veinte años; aunque tú y yo tan sólo nos llevamos un año de diferencia, tú te ves como alguien en edad de casarse mientras que yo parezco casi una abuela. Ahora que he regresado volveré a envejecer al ritmo de palacio, pero lo que he perdido ya nunca podré recuperarlo.

— Creo que te ves muchas más arrugas de las que en realidad tienes, hermana Verna —dijo Warren, sin mirarla a la cara.

A su pesar, la Hermana sonrió.

— ¿Sabías que hubo un tiempo en el que estaba loca por ti?

Warren se quedó tan perplejo que retrocedió un paso.

— ¿Por mí? No lo dirás en serio. ¿Cuándo?

— Oh, fue hace mucho tiempo; cien años, más o menos. Eras tan inteligente, tan erudito… Y además tenías esa mata de pelo rubio ondulado y unos ojos azules que me aceleraban el corazón.

— ¡Hermana Verna!

La Hermana no pudo reprimir una risita, mientras que el joven se ruborizaba.

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