Terry Goodkind - La Sangre de la Virtud. El Caminante de los Sueños
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- Название:La Sangre de la Virtud. El Caminante de los Sueños
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Solamente el sonido de sus pasos resonaba en sus oídos al notar los límites externos de la red. Podía distinguir el resplandor que emanaba del anillo. Tensó los músculos y esperó a sentir la desagradable experiencia por la que todas las demás habían pasado, pero únicamente notó calor, como el del sol en un día de estío. Lentamente, paso a paso, fue avanzando, y el calor no aumentó.
Por las débiles exclamaciones de sorpresa que oyó supo que ninguna de sus compañeras había llegado tan lejos. No obstante, era consciente de que ello no significaba necesariamente que lograra llegar hasta el anillo o salir con vida del escudo. A través del suave fulgor blanco distinguió los asombrados rostros de sus Hermanas, que seguían con atención todos sus movimientos.
Entonces, como en la brumosa luz de un sueño, se vio ante el pedestal. En el centro del escudo la luz era tan intensa que ya no podía distinguir los rostros de quienes se hallaban fuera.
El anillo de oro de la Prelada descansaba sobre un trozo de pergamino doblado y lacrado con un sello rojo que mostraba la misma figura de un reluciente sol que el anillo. Había algo escrito. Verna apartó el anillo y dio la vuelta al pergamino con un dedo a fin de leerlo.
Si quieres escapar con vida de esta red, ponte el anillo en el dedo anular de la mano izquierda, bésalo y entonces rompe el sello y lee en voz alta a las demás Hermanas lo que he escrito dentro.
Estaba firmado: Prelada Annalina Aldurren .
La hermana Verna se quedó mirando fijamente esas palabras. Tuvo la impresión de que los trazos le devolvían la mirada, expectantes. Reconocía la letra de la Prelada, pero podía tratarse de una falsificación. Si se trataba de una trampa de una Hermana de las Tinieblas amante del teatro y el drama y ella seguía esas instrucciones, podría costarle la vida. Pero, si no era una trampa y no seguía las instrucciones, también moriría. Verna reflexionó unos instantes sobre la alternativa, inmóvil. No se le ocurría nada.
Entonces, alargó una mano y cogió el anillo. De la oscuridad al otro lado del escudo le llegaron exclamaciones de sorpresa. Verna dio la vuelta a la sortija entre los dedos para examinar el dibujo del sol y los signos de desgaste en el metal. Se notaba cálido al tacto, como si una fuente interna lo calentara. Desde luego parecía el anillo de la Prelada y algo en su interior le decía que, efectivamente, lo era. La Hermana posó nuevamente la mirada en las palabras escritas en el pergamino.
Si quieres escapar con vida de esta red, ponte el anillo en el dedo anular de la mano izquierda, bésalo y entonces rompe el sello y lee en voz alta a las demás Hermanas lo que he escrito dentro. Prelada Annalina Aldurren.
Verna apenas podía respirar. Se puso el anillo en el dedo anular de la mano izquierda, se llevó los dedos a los labios y besó el anillo mientras desgranaba una silenciosa plegaria dirigida al Creador, suplicándole que la guiara y le diera fortaleza. De la figura del Creador pintada sobre ella surgió un brillante haz de luz que la bañó en su resplandor. Verna se estremeció. A su alrededor percibía un leve zumbido en el aire. Oyó breves y entrecortados gritos y chillidos de las Hermanas alrededor de la sala, pero la luz no le permitía verlas.
La Hermana alzó el pergamino con manos trémulas. El zumbido en el aire se hizo más intenso. Verna deseaba echar a correr pero en lugar de eso rompió el sello. El haz de luz que emanaba de la figura del Creador se intensificó hasta adquirir un cegador brillo.
Verna desplegó el pergamino y alzó la vista, aunque no distinguía los rostros que la rodeaban.
— Bajo pena de muerte, he recibido instrucciones de leer esta carta. —En vista de que no oyó ni un sonido, prosiguió—: Dice así: «A todas las Hermanas reunidas y también las no presentes, ésta es mi última voluntad».
Varias Hermanas lanzaron exclamaciones entrecortadas. Verna hizo una pausa y tragó saliva.
— «Vivimos tiempos muy difíciles, y el Palacio no puede permitirse el lujo de enzarzarse en una prolongada lucha por mi sucesión. No pienso permitirlo. Así pues, ejerzo una de mis prerrogativas como Prelada que se recogen en el canon del Palacio de los Profetas y nombro a mi sucesora. La tenéis ante vosotras, llevando el anillo del cargo. La Hermana que esté leyendo esto es ahora la Prelada. Las Hermanas de la Luz la obedecerán. Todos la obedecerán.
»He tejido el encantamiento alrededor del anillo con la ayuda y la guía del mismo Creador. Si desobedecéis mi voluntad, allá vosotras.
»A la nueva Prelada le encomiendo que sirva y proteja el Palacio de los Profetas y todo aquello que representa. Que la Luz te sostenga y te guíe siempre.
»Escrito por mi propia mano antes de abandonar esta vida y entregarme a las dulces manos del Creador. Prelada Annalina Aldurren.»
Con un estruendo que hizo temblar el suelo bajo sus pies, el haz de luz y el resplandor que la envolvían se extinguieron.
Verna Sauventreen dejó caer la mano que sostenía la carta mientras alzaba la vista hacia el círculo de perplejas caras que la miraban. Un suave crujido resonó en la vasta sala cuando todas las Hermanas de la Luz se hincaron de rodillas e inclinaron la cabeza ante su nueva Prelada.
— No puede ser —musitó Verna para sí.
Echó a andar lentamente, arrastrando los pies sobre el suelo pulido, y dejó caer la carta. Cautelosamente las Hermanas corrieron tras ella para recoger el escrito y leer por sí mismas las últimas palabras de la prelada Annalina Aldurren.
Las cuatro Hermanas se pusieron de pie ante ella. El fino cabello rubio rojizo de la hermana Maren enmarcaba una faz pálida como la cera. La hermana Dulcinia la miraba con ojos azules desorbitados y rostro encendido. Y la hermana Philippa había trocado su habitual expresión plácida por otra de consternación.
En el arrugado rostro de la hermana Leoma apareció una amable sonrisa.
— Necesitarás consejo y guía, Her… Prelada. —El modo en que tragó saliva, involuntariamente, arruinó el efecto de la sonrisa—. Os ayudaremos en todo lo que podamos. Estamos a vuestra disposición. Estamos para serviros en…
— Gracias —la interrumpió Verna con voz débil y echó a andar. Era como si sus pies tuvieran voluntad propia.
Warren esperaba fuera. Verna cerró las puertas. Aún aturdida, se vio delante del joven mago de rubia cabellera. Warren se hincó de hinojos e inclinó la cabeza.
— Prelada. —Entonces alzó la vista y le explicó con una sonrisa—: He escuchado detrás de la puerta.
— No me llames Prelada. —La voz le sonó hueca incluso a ella.
— ¿Por qué no? Ahora es lo que eres —dijo con una sonrisa más amplia—. Es realmente…
Verna giró sobre sus talones y empezó a alejarse. Por fin su mente volvía a funcionar.
— Sígueme —le ordenó.
— ¿Adónde vamos?
Verna se llevó un dedo a los labios para imponerle silencio y lo miró de reojo con tal expresión que el joven se calló de golpe. Warren tuvo que darse prisa para alcanzarla. Una vez a su lado, empezó a andar a grandes zancadas. Verna lo condujo fuera del Palacio de los Profetas. Cada vez que parecía que se disponía a decir algo, Verna se llevaba un dedo a los labios. Al fin el joven suspiró, se metió las manos en las mangas y caminó mirando al frente.
Fuera del palacio, las novicias y los muchachos que habían oído el estruendo de las campanas que anunciaban el nombramiento de la nueva Prelada inclinaban la cabeza al ver el anillo. Verna pasaba junto a ellos sin detenerse a mirarlos. Los soldados que custodiaban el puente sobre el río Kern la saludaron con una inclinación de cabeza.
Tras cruzar el río, Verna descendió a la orilla y avanzó por un sendero que discurría entre matorrales. Warren caminaba deprisa para no perderla. Así pasaron junto a pequeños embarcaderos, todos vacíos pues los pescadores faenaban en sus barcas en el río, lanzando redes o tirando de anzuelos, mientras remaban lentamente río arriba. Pronto regresarían para vender los peces en el mercado de la ciudad.
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