Terry Goodkind - La Sangre de la Virtud. El Caminante de los Sueños

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Kahlan lo besó de nuevo. Fue un beso tierno, delicado y cálido. Richard le acarició con una mano la larga y espesa melena. Entonces la apartó de sí y declaró:

— Kahlan, tenemos que escapar. Enseguida. Estamos metidos en un buen lío.

La mujer rodó sobre un costado y se irguió.

— Lo sé. La Orden está muy cerca. Tenemos que darnos prisa.

— ¿Dónde están Zedd y Gratch? Reunámonos con ellos y vámonos.

— ¿Zedd y Gratch? ¿No están contigo?

— ¿Conmigo? No. Yo creía que estaban contigo. Envié a Gratch con una carta. Por todos los espíritus, no me digas que no has recibido mi carta. No me extraña que no estés enfadada conmigo. En la carta…

— La recibí. Zedd hizo magia para volverse muy ligero y que Gratch pudiera transportarlo. Partieron hacia Aydindril hace semanas.

Richard sintió náuseas al recordar a todos los mriswith muertos en la muralla del Alcázar.

— No los he visto —susurró.

— Tal vez te marchaste antes de que ellos llegaran. Habrás tardado semanas en llegar aquí.

— Dejé Aydindril ayer.

— ¿Qué? —musitó ella, atónita—. ¿Cómo…?

— La sliph me trajo. Llegamos en menos de un día. Bueno, creo que fue menos de un día. Tal vez fueron dos. No puedo saberlo, pero la luna tenía el mismo aspecto que…

Richard se dio cuenta de que estaba empezando a divagar y se interrumpió. Veía la faz de Kahlan desdibujada, y su propia voz le sonaba hueca, como si fuera otro el que hablara.

— Encontré los restos de una lucha en el Alcázar. Había un montón de mriswith muertos. Recuerdo que pensé que parecía una carnicería digna de Gratch. Estaban en el borde de una alta muralla.

»Encontré sangre en una abertura en el muro y por la fachada exterior del Alcázar. La examiné. La sangre de mriswith apesta. Parte de esa sangre no era de mriswith.

Kahlan lo consoló entre sus brazos.

— Zedd y Gratch —susurró él—. Seguro que fueron ellos.

— Lo siento, Richard —le dijo Kahlan, estrechándolo con más fuerza.

Richard se desasió, se puso en pie y le tendió una mano para ayudarla.

— Tenemos que irnos de aquí. He hecho algo terrible, y Aydindril está en peligro. Tengo que regresar.

La mirada de Richard se posó en el rada’han.

— ¿Qué haces con esa maldita cosa al cuello?

— Tobias Brogan me capturó. Es una larga historia.

Antes de que Kahlan acabara de hablar Richard posó una mano alrededor del collar. Inconscientemente, dejándose guiar por el anhelo y la furia, sintió cómo de su centro de calma brotaba el poder y le recorría el brazo.

El collar se hizo pedazos como barro secado al sol.

Kahlan se palpó el cuello y dejó escapar un suspiro que más bien parecía un gemido.

— Lo siento de nuevo —murmuró, llevándose una mano al pecho—. Siento mi poder de Confesora. Puedo tocarlo de nuevo.

Richard la agarró por un brazo y la apremió.

— Vámonos de aquí.

— Acabo de liberar a Ahern. Así rompí mi espada; luchando contra uno de la Sangre. Tuvo una mala caída —explicó ante el gesto de incomprensión de Richard—. He dicho a Ahern que se dirigiera al norte para reunirse con las Hermanas.

— ¿Hermanas? ¿Qué Hermanas?

— Encontré a la hermana Verna. Está reuniendo a las Hermanas de la Luz, a los estudiantes, las novicias y los guardianes, para escapar todos juntos. Yo iba a reunirme también con ella. Adie está también allí. Si nos damos prisa, los alcanzaremos antes de que se marchen. No están lejos.

Kevin se quedó absolutamente boquiabierto cuando apareció de detrás del muro para cortarles el paso y vio a quién tenía delante.

— ¡Richard! —susurró—. ¿Eres tú de verdad?

Richard sonrió.

— Siento mucho no haberte traído bombones, Kevin.

El soldado le estrechó calurosamente la mano.

— Yo te soy leal, Richard. Casi todos los guardianes lo son.

— Yo… me siento honrado, Kevin.

El soldado se dio media vuelta y anunció en un alto susurro:

— ¡Es Richard!

Apenas habían traspasado la verja, cuando a su alrededor se congregó una pequeña multitud. A la trémula luz del distante fuego que ardía en los muelles vio a Verna, e inmediatamente la abrazó.

— ¡Verna, qué alegría verte! Pero necesitas un baño —observó, apartándola.

Verna se echó a reír. Fue agradable oírlo, pues hacía mucho que no reía. Warren se adelantó y abrazó a Richard, jubiloso.

Richard cogió una mano de Verna, depositó en su palma el anillo de Prelada y le cerró los dedos alrededor de él.

— Ya sé que Ann murió. Lo siento. Éste es su anillo. Supongo que tú sabrás qué hacer con él.

Verna se aproximó la mano a los ojos con la vista fija en la joya.

— ¿Richard… de dónde lo has sacado?

— Obligué a la hermana Ulicia a que me lo entregara. No es ella quien debe llevarlo.

— Obligaste a…

— Verna fue nombrada Prelada, Richard —le explicó Warren.

Richard sonrió.

— Estoy orgulloso de ti, Verna. Vamos, póntelo.

— Richard, Ann no está… Me quitaron el anillo… Un tribunal me condenó… y me destituyó del cargo.

La hermana Dulcinia se adelantó.

— Verna, tú eres la Prelada. En el juicio todas las Hermanas que están con nosotras votaron por tu inocencia.

Verna escrutó todos aquellos rostros que la observaban.

— ¿De veras?

— Sí —repuso Dulcinia—. Las otras nos desautorizaron, pero todas creíamos en ti. Fuiste nombrada por la prelada Annalina. Necesitamos una Prelada. Vamos, ponte el anillo.

Todas las demás Hermanas se adhirieron a la petición. Aunque las lágrimas le impedían hablar, Verna inclinó la cabeza en señal de gratitud. Se lo puso y lo besó.

— Tenemos que alejar a todo el mundo de aquí. La Orden Imperial está a punto de tomar el palacio.

Richard la agarró por un brazo y la obligó a dar media vuelta.

— ¿Qué quieres decir con que la Orden Imperial está a punto de tomar el palacio? ¿Para qué quieren el Palacio de los Profetas?

— Por las profecías. El emperador Jagang pretende usarlas para conocer las diversas bifurcaciones y alterar así los sucesos a su conveniencia.

Todas las Hermanas lanzaron gritos ahogados. Warren se golpeó la frente con la palma de una mano y gimió.

— Y piensa vivir aquí, bajo el encantamiento de palacio, para gobernar el mundo después de que las profecías lo ayuden a aplastar toda oposición —añadió Verna.

— No podemos permitirlo —declaró Richard—. Si manipula las profecías, no tendremos ninguna oportunidad. El mundo sufriría su tiranía durante siglos.

— No podemos hacer nada para evitarlo. Si no escapamos, nos matará a todas, y entonces no podremos seguir luchando.

Richard observó a las Hermanas, muchas de las cuales conocía, y finalmente posó de nuevo los ojos en Verna.

— Prelada, yo podría destruir el palacio.

— ¿Qué? ¿Podrías hacer eso?

— No lo sé. Pero destruí las torres, que también habían sido erigidas por los magos de la antigüedad. Tal vez haya una manera.

Verna se humedeció los labios, pensativa. Las Hermanas esperaban en silencio. Phoebe se abrió paso entre sus compañeras para decir:

— ¡Verna, no puedes permitirlo!

— Tal vez sea el único modo de detener a Jagang.

— Pero no puedes —insistió Phoebe, al borde de las lágrimas—. Es el Palacio de los Profetas. Nuestro hogar.

— A partir de ahora será el hogar del Caminante de los Sueños, si no lo impedimos.

— Pero Verna —continuó Phoebe, agarrándole los brazos— sin el encantamiento, envejeceremos. Moriremos, Verna. Nuestra juventud pasará en un abrir y cerrar de ojos. Envejeceremos y moriremos sin tener tiempo de vivir.

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