Terry Goodkind - La Sangre de la Virtud. El Caminante de los Sueños
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- Название:La Sangre de la Virtud. El Caminante de los Sueños
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Verna ocultó sus sentimientos con una brusquedad fingida.
— Respóndeme.
— Bueno, en primer lugar, yo nunca he usado un dacra, por lo que tenía miedo de hacer algo mal y perder nuestra única oportunidad. En segundo lugar, llevo un rada’han y a no ser que me lo quite no puedo atravesar los escudos. Temía que Leoma prefiriera morir antes que quitármelo, y entonces todo habría sido en vano.
»Y, en tercer lugar —añadió, dando un cauteloso paso hacia ella—, si sólo uno de nosotros tenía la oportunidad de escapar, quería que fueses tú.
Verna se quedó mirándolo un instante eterno, mientras notaba que se le formaba un nudo en la garganta. Sin poder contenerse por más tiempo, le echó los brazos al cuello.
— Oh, Warren, te amo. Te amo con todo mi corazón.
Warren le devolvió el abrazo.
— No te imaginas cuánto tiempo he soñado con oírte decir eso, Verna. Yo también te amo.
— ¿Y mis arrugas?
Warren esbozó aquella sonrisa dulce, cálida y esplendorosa tan típica de él.
— Te amaré igual si algún día te salen arrugas.
Por eso y todo lo demás, Verna se dejó ir y lo besó.
Un grupo de hombres ataviados con capas de color carmesí dobló la esquina a todo correr. Iban a por él. Richard giró hacia ellos, propinó un puntapié a uno en la rodilla mientras hundía el cuchillo en el abdomen de un segundo. Antes de que pudieran cortarle el paso con sus espadas ya había rebanado el pescuezo a otro y roto una nariz de un codazo.
La furia rugía en su interior, y Richard se había abandonado por completo a ella.
Aunque no empuñaba la Espada de la Verdad , su magia seguía en él, pues era el verdadero Buscador, y estaba irrevocablemente unido a la magia de la espada. Ésta fluía por sus venas con furia asesina. Las profecías lo llamaban fuer grissa ost drauka , «el portador de la muerte», y en esos momentos se movía como si realmente fuese la sombra de la muerte. Pero fin comprendía el porqué de tal apelativo.
Giró como una exhalación entre los soldados de la Sangre de la Virtud como si fuesen meras estatuas a las que un furioso vendaval iba derribando.
En un instante todo quedó de nuevo en silencio.
Richard se quedó jadeando de rabia sobre los cadáveres, deseando que fuesen Hermanas de las Tinieblas en vez de simples peones. Si cogía a esas cinco…
Le habían revelado dónde tenían prisionera a Kahlan, pero cuando llegó allí ya no estaba. En el aire aún flotaba el humo de la batalla, y el dormitorio parecía haber sido arrasado por el furor de la magia desatada. Encontró los cuerpos sin vida de Brogan, Galtero y de una mujer a la que no reconoció.
Si Kahlan había estado encerrada allí, ya había escapado. No obstante, Richard temía que las mismas Hermanas se la hubieran llevado, que siguiera siendo una prisionera, que le hicieran daño o, lo peor de todo, que la entregaran a Jagang. Tenía que encontrarla. Para ello debía dar con una Hermana de las Tinieblas y obligarla a hablar.
Alrededor del palacio se libraba una encarnizada y confusa batalla. Era como si la Sangre de la Virtud atacara indiscriminadamente, matando por igual a soldados, criados y Hermanas.
Asimismo había visto a multitud de soldados de la Sangre muertos. Las Hermanas de las Tinieblas no tenían piedad con ellos. Richard había presenciado cómo una Hermana detenía al instante la carga de casi un centenar de ellos. Aunque otro implacable ataque lanzado desde todas direcciones había aplastado a otra Hermana; la Sangre la despedazó como haría una jauría de perros con un zorro.
Pero cuando Richard trató de llegar junto a la Hermana que había frenado el ataque, la mujer se había desvanecido, por lo que buscaba otra. Una de ellas iba a decirle dónde estaba Kahlan. Aunque tuviera que matar a todas las Hermanas de las Tinieblas de palacio, una de ellas hablaría.
Dos soldados de la Sangre lo vieron y se precipitaron hacia él. Richard los esperó tranquilamente. Las espadas enemigas hendieron el aire. Richard los despachó con el cuchillo, casi sin pensar, y siguió con su busca antes de que el segundo de los hombres acabara de caer de bruces en el suelo.
Había perdido la cuenta del número de soldados de la Sangre que había matado. Solamente lo hacía si ellos lo atacaban, pero eran tantos que no podía evitar a todos los que veía. Él no los provocaba; si lo atacaban, era por propia voluntad. No era a ellos a quien quería, sino a una Hermana.
Cerca de un muro Richard se refugió en las sombras que la luna proyectaba bajo un macizo de plantas aromáticas, que luego se extendía bajo los avellanos, mientras se dirigía a uno de los senderos cubiertos. Al divisar una oscura figura que salía corriendo del sendero, se aplastó contra una pilastra del muro. Cuando estuvo más cerca supo, por la ondeante melena y la forma, que se trataba de una mujer.
Por fin una Hermana.
Le salió al paso e inmediatamente percibió el destello de un arma dirigida contra él. Sabía que todas las Hermanas llevaban un dacra, por lo que seguramente era eso y no un simple cuchillo. Los dacras eran armas mortíferas que las Hermanas usaban con increíble habilidad. Así pues, no podía tomarse esa amenaza a la ligera.
Richard dibujó un semicírculo con la pierna y le arrancó el arma de las manos de un puntapié. Podría haberle roto asimismo la mandíbula para que no gritase pidiendo ayuda, pero en ese caso no podría decirle nada. Si actuaba con rapidez, la Hermana no podría dar la alarma.
Le agarró una muñeca, se colocó de un salto a su espalda, le agarró la otra muñeca, que la mujer había alzado contra él, y se las sujetó con una sola mano. Entonces le pasó el brazo derecho por la garganta y se tiró al suelo. Aterrizó sobre la espalda, con la mujer sobre su pecho, y la rodeó con las piernas para impedir que le diera patadas. En un abrir y cerrar de ojos la Hermana estaba inmovilizada e indefensa.
— Te advierto que estoy de muy mal humor —le dijo apretando los dientes y colocando el filo del cuchillo contra el cuello de la mujer—. Dime dónde está la Madre Confesora o morirás.
La mujer jadeó, tratando de recuperar la respiración.
— Estás a punto de cortarle el cuello, Richard.
Su mente tardó una eternidad en filtrar esas palabras a través del velo de ira, intentando comprenderlas. Se le antojaba un acertijo.
— ¿Vas a besarme o piensas rebanarme el cuello? —preguntó la mujer, aún acezante.
Era la voz de Kahlan. Inmediatamente le soltó las muñecas. Ella se dio la vuelta, con el rostro a escasos centímetros del suyo. Era ella. Era realmente ella.
— Queridos espíritus, gracias —musitó, antes de besarla.
Su ira se apagó tan súbitamente como una llama bajo el agua. La estrechó contra sí embargado por una sensación de dicha absoluta. Le acariciaba suavemente la cara, como si aún creyera estar soñando. Los dedos de Kahlan recorrieron su mejilla, mirándolo con intensidad. Las palabras sobraban. Por un momento el mundo se detuvo.
— Kahlan —dijo él al fin—. Sé que estás furiosa conmigo, pero…
— Bueno, si no hubiera roto mi espada y no hubiera tenido que luchar con un cuchillo, no te lo habría puesto tan fácil. Pero no estoy furiosa.
— No me refiero a eso. Deja que te explique…
— Sé a qué te refieres, Richard. No estoy enfadada. Confío en ti. Tienes que explicarme algunas cosas, pero no estoy enfadada ni furiosa. Sólo me enfadaré si vuelves a alejarte más de tres metros de mi lado.
— En ese caso, no te daré nunca motivos para que te enfades —replicó un risueño Richard. Pero enseguida la sonrisa se marchitó y dejó caer la cabeza pesadamente contra el suelo—. Oh, sí que vas a enfadarte. No te imaginas el desastre que he provocado. Queridos espíritus, es que he…
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