La letanía lo devolvió a ella, a su esposa, el aliento de su vida. Con un gemido, apretó el cordón tan fuerte que los nudos se le marcaron dolorosamente en una mano encallecida por el manejo del martillo en una fragua mucho tiempo. ¡Luz, veintidós días!
Trabajar el hierro le había enseñado que las prisas echaban a perder el metal, pero al principio había actuado con precipitación, Viajando hacia el sur a través de accesos creados por Grady y Neald, los dos Asha’man , hacia donde se habían encontrado las huellas más lejanas de los Shaido, y después saltando al sur de nuevo, en la dirección que apuntaban las huellas, tan pronto como los Asha’man podían crear otro acceso. Y, mientras se mordía las uñas cada hora que necesitaban para descansar de crear el anterior y mantenerlo abierto para que pasara todo el mundo, su mente se consumía con la idea de liberar a Faile costara lo que costara. Lo que consiguió fueron días de dolor acrecentado a medida que los exploradores se dispersaban más y más lejos por territorio salvaje sin localizar ni el menor rastro de que hubiera pasado alguien por allí, hasta que comprendió que tenían que volver sobre sus pasos, desperdiciando días, para cubrir el terreno que los Asha’man les habían hecho salvar con sus accesos, y buscar cualquier indicio del punto donde los Shaido habían cambiado de dirección.
Tendría que haber sabido que lo harían. Viajar al sur los llevaría hacia tierras más cálidas, sin la nieve que tan extraña era para los Aiel, pero también los acercaría a los seanchan de Ebou Dar. ¡Él sabía lo de los seanchan, y tendría que haber supuesto que los Aiel se enterarían también! Su propósito era el pillaje, no combatir contra seanchan y damane . Días de avance lento, con los exploradores abriéndose en abanico por delante, días en los que las nevadas cegaban incluso a los Aiel y obligaban a hacer irritantes paradas, hasta que por último Jondyn Barran encontró un árbol con un rasponazo hecho por una carreta y Elyas desenterró una lanza Aiel rota de debajo de la nieve. Y Perrin había virado finalmente al este, como mucho dos días al sur de donde había Viajado la primera vez. Había querido aullar cuando se dio cuenta de eso, pero mantuvo el control. No podía venirse abajo; no cuando Faile dependía de él. Fue entonces cuando empezó a dosificar su ira, cuando empezó a forjarla.
Los secuestradores les habían sacado mucha ventaja por su precipitación, pero a partir de ese momento había sido tan prudente como lo era en una forja. Su ira se había templado, endurecido y cobrado forma para un propósito. Desde que dieron de nuevo con el rastro de los Shaido no habían Viajado en un salto más que el tramo que los exploradores habrían cubierto, ida y vuelta, entre el alba y el ocaso, y menos mal que había sido prudente, porque los Shaido cambiaron de dirección de forma repentina en varias ocasiones, avanzando en zigzag, casi como si no acabaran de decidir hacia dónde ir. O quizá se habían desviado para reunirse con más de los suyos. Lo único que tenían para guiarse eran rastros poco recientes, señales de campamentos enterradas en la nieve, pero aun así todos los exploradores convenían en que el número de Shaido se había incrementado mucho. Como poco tenía que haber dos o tres septiares juntos, tal vez más; una temible presa a la que dar caza. Lentamente, pero de modo certero, fueron acortando distancias. Eso era lo importante.
Los Shaido cubrían más terreno en su marcha de lo que habría creído posible considerando su número y la nieve, pero no parecía importarles si alguien los seguía o no. Quizá pensaban que nadie se atrevería a hacerlo. A veces habían acampado varios días en el mismo sitio. Forjar la ira para un propósito. Cual si fueran langostas humanas, los Shaido dejaban a su paso pueblos, villas y alquerías arrasados, almacenes y todo cuanto tuviera valor saqueados, hombres y mujeres capturados y llevados junto con el ganado. A menudo no quedaba nadie para cuando llegaban ellos, sólo casas vacías, ya que la gente que escapaba tenía que buscar comida en otro lugar para sobrevivir hasta la primavera. Habían entrado en Altara cruzando el Eldar por donde antes había un transbordador entre dos pueblos, en las márgenes boscosas del río, utilizado por buhoneros y granjeros de la zona, no mercaderes. Perrin ignoraba cómo habían pasado a la orilla opuesta los Shaido, pero hizo que los Asha’man crearan accesos. Del transbordador sólo quedaban los muelles de piedra de ambas orillas, y las pocas estructuras que no estaban incendiadas se hallaban desiertas salvo por tres escuálidos perros asilvestrados que se escabulleron al ver humanos. La ira se endureció y cobró forma de martillo.
La mañana del día anterior habían llegado a una aldea donde dos puñados de personas aturdidas y con los rostros manchados contemplaron fijamente los centenares de lanceros y arqueros que salían cabalgando del bosque con las primeras luces, precedidos por el Águila Roja de Manetheren y la cabeza de lobo carmesí, las Estrellas Plateadas de Ghealdan y el Halcón Dorado de Mayene, y seguidos por largas hileras de carretas de ruedas altas y reatas de caballos de refresco. Nada más ver a Gaul y los otros Aiel, esas personas salieron de su estupor y echaron a correr hacia los árboles presas del pánico. Atrapar a algunos para que respondieran a sus preguntas había resultado difícil; estaban dispuestos a morir reventados corriendo antes que dejar que se les acercara un Aiel. En Brytan no vivían más que una docena de familias, pero los Shaido se habían llevado a nueve jóvenes de ambos sexos, junto con todos sus animales, hacía sólo un par de días. Dos días. Un martillo era una herramienta con una finalidad y con un objetivo.
Sabía que tenía que ser prudente o perdería a Faile para siempre, pero también un exceso de prudencia podía conducir a perderla. A primera hora del día anterior les había dicho a los que se adelantaban para explorar que llegaran más lejos que antes, que siguieran avanzando y que regresaran pasado un día completo a menos que encontraran a los Shaido antes. Dentro de poco saldría el sol y dentro de unas horas, como mucho, volverían Elyas, Gaul y los otros —las Doncellas y los hombres de Dos Ríos que podían rastrear una sombra por el agua—. Por deprisa que los Shaido se movieran, los exploradores podían hacerlo más rápido. No los entorpecían familias, carretas y cautivos. Esta vez podrían decirle dónde se encontraban los Shaido exactamente. Lo harían. Tenía ese presentimiento. La certeza corría por sus venas. Encontraría a Faile y la liberaría. Eso ante todo, incluso vivir, mientras le quedara un soplo de vida para llevarlo a cabo, pero ahora era un martillo, y si había un modo de conseguirlo, cualquier modo, se proponía machacar en pedacitos a esos Shaido.
Apartando las mantas, volvió a meterse los guanteletes, recogió el hacha que tenía en el suelo a su lado, una hoja en forma de media luna con un afilado y pesado peto en el lado opuesto, y rodó sobre sí mismo para salir de debajo de la carreta; se puso de pie sobre la nieve pisoteada y helada. Todo en derredor había filas de carretas en los que habían sido los campos de Brytan. La llegada de más forasteros, de tantos y además armados, y enarbolando estandartes desconocidos, había sido más de lo que los supervivientes de la aldea habían sido capaces de asimilar. Tan pronto como Perrin los dejó, habían huido al bosque llevándose lo que podían cargar a la espalda o en toscos trineos. Se habían escabullido tan deprisa como si Perrin fuese otro Shaido, sin mirar atrás por miedo a que los persiguiera.
Mientras metía el mango del hacha por la gruesa lazada de cuero de su cinturón, una sombra más densa junto a una carreta cercana se hizo más alta y se perfiló en la figura de un hombre envuelto en una capa que parecía negra en la oscuridad. Perrin no se sorprendió; las cercanas estacadas de caballos impregnaban el aire con el olor de varios cientos de animales de carga, monturas, caballos de refresco y tiros de carretas, por no mencionar el dulzón hedor a estiércol, pero aun así había captado el efluvio del otro al despertar. El olor humano sobresalía por encima de los otros. Además, Aram siempre estaba allí cuando Perrin despertaba, esperando. Una hoz de luna menguante, baja en el cielo, irradiaba todavía suficiente luz para que él pudiera distinguir el rostro del otro hombre, aunque no con claridad, así como la empuñadura de la espada, rematada por un pomo dorado, asomando en diagonal por encima del hombro. Antaño Aram había sido gitano, pero Perrin dudaba que volviera a serlo aunque siguiera llevando una chillona chaqueta a rayas. Ahora había una dureza en el semblante de Aram que las sombras de la luna no ocultaban. Su actitud indicaba su disposición a desenvainar aquella espada, y desde que habían raptado a Faile la ira parecía formar parte de su olor constantemente. Muchas cosas habían cambiado cuando se llevaron a Faile. En cualquier caso, Perrin entendía la ira. No lo había hecho —no realmente— antes de que le quitaran a Faile.
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