Robert Jordan - Encrucijada en el crepúsculo

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Encrucijada en el crepúsculo: краткое содержание, описание и аннотация

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Mat Cauthon huye con la hija de las Nueve Lunas mientras la Sombra y el imperio seanchan emprenden una persecución implacable. Por su parte, las Aes Sedai sienten un inmenso flujo de Poder en un lejano paraje del oeste y temen que sea obra de los Renegados o incluso de la propia Sombra.
La heredera del Trono de Andor, rodeada de enemigos y de amigos siniestros que planean su destrucción, puede caer en manos de la Sombra y arrastrar consigo al Dragón Renacido, y Egwene al’Vere pone sitio al centro de poder Aes Sedai, pero ha de vencer con rapidez para evitar que los Asha’man sean los únicos capaces de defender el mundo del Oscuro.
Tras limpiar la mitad masculina de la Fuente Verdadera, Rand al’Thor se ve obligado a correr grandes riesgos sin saber con certeza quiénes son sus aliados y quiénes son sus enemigos.

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Perrin despertó bruscamente en la profunda oscuridad que precede al alba, bajo una de las carretas de suministros de ruedas altas. El frío del suelo se le había metido en los huesos a pesar de la capa forrada con piel y dos mantas, y soplaba una brisa intermitente, ni fuerte ni constante para considerarla un ligero viento, pero era gélida. Cuando se rascó la cara con la mano enguantada, la escarcha crujió en su barba corta. Al menos no parecía que hubiese nevado más durante la noche. Demasiado a menudo había despertado cubierto de copos a despecho del refugio de una carreta, y las nevadas dificultaban la tarea de los exploradores. Deseó poder hablar con Elyas del mismo modo que hablaba con los lobos. Entonces no tendría que soportar esa interminable espera. El cansancio se adhería a él como una segunda piel; no recordaba la última vez que había disfrutado de un sueño profundo durante la noche. El sueño, o su falta, no parecía importante de todos modos. En la actualidad, sólo el fuego de la ira lo mantenía en movimiento.

No creía que hubiera sido el sueño lo que lo había despertado. Todas las noches se acostaba esperando tener pesadillas, y todas las noches acudían puntuales. En las peores, encontraba muerta a Faile o no la encontraba nunca. Ésas lo despertaban bañado en un sudor helado. Con cualquier otra cosa menos horrible seguía durmiendo, o sólo se despertaba a medias con trollocs cortándolo vivo para la olla o con un Draghkar absorbiéndole el alma. Este sueño se desvanecía rápidamente, como uno corriente, pero aun así recordaba ser un lobo y olfatear… ¿qué? Algo que los lobos odiaban más que a los Myrddraal. Algo que un lobo sabía que lo mataría. El conocimiento que tenía en el sueño había desaparecido; sólo quedaban unas vagas impresiones. No había estado en el Sueño del Lobo, ese reflejo de este mundo donde los lobos muertos seguían viviendo y los vivos podían ir a consultarlos. El Sueño del Lobo siempre permanecía indeleble en su mente después de marcharse, tanto si había ido allí conscientemente como si no. Empero, este sueño seguía pareciendo real y, en cierto modo, urgente.

Tendido de espaldas, inmóvil, envió su mente a la búsqueda de lobos. Había intentado utilizarlos para que lo ayudaran en su cacería, pero sin resultado. Convencerlos de que se interesaran en los asuntos de los dos patas era difícil, por no decir algo peor. Evitaban los grupos grandes de hombres y para ellos media docena era lo bastante grande para mantenerse alejados. Los hombres cazaban cualquier animal y la mayoría intentaría matar a un lobo nada más verlo. Su mente no hallaba nada, pero entonces, al cabo de un rato, percibió lobos, a lo lejos. No sabría decir a qué distancia, pero era como captar un susurro casi inaudible. Muy lejos. Qué extraño. A pesar de los pueblos dispersos, las alquerías e incluso alguna que otra ciudad, aquélla era una zona óptima para lobos, con bosques intactos en su mayor parte, repletos de ciervos y caza menor.

Siempre existía una formalidad para hablar con una manada de la que no se formaba parte. Cortésmente, envió su nombre entre los lobos, Joven Toro, compartió su olor, y recibió el de ellos en respuesta, Cazahojas , Oso Alto , Cola Blanca , Pluma y Niebla del Trueno , y un montón más. Era una manada numerosa, y Cazahojas , una hembra que transmitía un aire de sosegada seguridad, era su cabecilla. Pluma , inteligente y en su edad de plenitud, era su pareja. Habían oído hablar de Joven Toro , estaban ansiosos de hablar con el amigo del legendario Diente Largo , el primer dos patas que había aprendido a hablar con los lobos tras un trecho de tiempo que llevaba la impresión de eras desaparecidas en las nieblas del pasado. Todo era un torrente de imágenes y recuerdos de olores que su mente transformaba en palabras, como las palabras que pensaba se convertían, de algún modo, en imágenes y olores comprensibles para ellos.

«Quiero saber algo —pensó, una vez que finalizaron los saludos—. ¿Qué odiaría un lobo más que a los Nonacidos? —Trató de recordar el efluvio del sueño, añadirlo, pero había desaparecido de su memoria—. Algo que un lobo sabe que significa la muerte».

Le respondió el silencio y un hilo de temor fundido con odio y determinación y renuencia. Había sentido el miedo en los lobos con anterioridad —por encima de todo temían el fuego arrasador que se extendía por el bosque, o eso habría dicho él—, pero esto era el tipo de miedo hormigueante que hacía que a un hombre se le pusiera la carne de gallina, que le dieran escalofríos y saltara sobresaltado por cosas no vistas. Entretejido con la resolución de seguir adelante costara lo que costara, era una sensación próxima al pavor. Los lobos nunca experimentaban esa clase de terror. Sólo que éstos sí lo sentían.

Uno a uno desaparecieron de su conciencia, un acto deliberado de dejarlo fuera, hasta que sólo quedó Cazahojas . «La Última Cacería se aproxima», dijo finalmente, y entonces también desapareció.

«¿Os he ofendido? —lanzó su pensamiento—. Si lo hice, fue sin saberlo». Pero no obtuvo respuesta. Al menos esos lobos no volverían a hablar con él en mucho tiempo.

«La Última Cacería se aproxima». Así era como los lobos llamaban a la Última Batalla, el Tarmon Gai’don. Sabían que estarían allí, en el último enfrentamiento entre la Luz y la Sombra, aunque el porqué era algo que no podían explicar. Algunas cosas se hallaban predestinadas, tan seguro como que el sol y la luna salían y se ponían, y estaba escrito que muchos lobos morirían en la Última Cacería. Lo que temían era otra cosa. Perrin tenían la fuerte sensación de que también tendría que estar allí, o, al menos, que se suponía que tendría que estar; pero, si la Última Batalla ocurría pronto, no estaría. Tenía una tarea ante él que no podía eludir —¡que no eludiría!— ni siquiera por el Tarmon Gai’don.

Alejando de su mente tanto miedos indescriptibles como la Última Batalla, se quitó los guanteletes y tanteó el bolsillo de la chaqueta para tocar el trozo de cordón de cuero crudo que guardaba allí. En un ritual matinal, sus dedos hicieron otro nudo de manera mecánica y después deslizó los dedos por el cordón, contando. Veintidós nudos. Veintidós mañanas desde que habían raptado a Faile.

Al principio no había pensado que haría falta llevar la cuenta. Ese primer día había creído que estaba insensible y frío pero concentrado; sin embargo, al mirar atrás veía que lo había arrollado una rabia sin límites y una necesidad imperiosa de encontrar a los Shaido lo antes posible. Hombres de otros clanes formaban parte del grupo que había raptado a Faile, pero según las evidencias en su mayoría eran Shaido, y así era como pensaba en ellos. La necesidad de arrancarles a Faile de su poder antes de que resultara herida lo había agarrado por la garganta hasta casi ahogarlo. Rescataría a las otras mujeres capturadas con ella, por descontado, pero a veces tenía que recitar sus nombres mentalmente para asegurarse de que no las olvidaba por completo. Alliandre Maritha Kigarin, reina de Ghealdan y su vasalla. Todavía parecía un despropósito que alguien le hubiese prestado juramento de lealtad, especialmente una reina —¡él era herrero! Bueno, lo había sido—, pero tenía responsabilidades para con Alliandre, que no se encontraría en peligro de no ser por él. Bain, de los Shaarad de Roca Negra, y Chiad, de los Goshien de Río Pedregoso, Doncellas Lanceras que habían seguido a Faile a Ghealdan y Amadicia. También se habían enfrentado a trollocs en Dos Ríos, cuando él necesitaba a todo aquel que pudiera sostener un arma, y eso les daba derecho a requerir su auxilio. Arrela Shiego y Lacile Aldorwin, dos jóvenes estúpidas que creían que podían aprender a ser Aiel o una extraña versión de los Aiel. Habían jurado lealtad a Faile, al igual que Maighdin Dorlain, una refugiada que no tenía un céntimo y de la que Faile se había hecho cargo incluyéndola en su servidumbre. No podía abandonar a la gente de Faile. Faile ni Bashere t’Aybara.

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