Robert Jordan - Encrucijada en el crepúsculo

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Encrucijada en el crepúsculo: краткое содержание, описание и аннотация

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Mat Cauthon huye con la hija de las Nueve Lunas mientras la Sombra y el imperio seanchan emprenden una persecución implacable. Por su parte, las Aes Sedai sienten un inmenso flujo de Poder en un lejano paraje del oeste y temen que sea obra de los Renegados o incluso de la propia Sombra.
La heredera del Trono de Andor, rodeada de enemigos y de amigos siniestros que planean su destrucción, puede caer en manos de la Sombra y arrastrar consigo al Dragón Renacido, y Egwene al’Vere pone sitio al centro de poder Aes Sedai, pero ha de vencer con rapidez para evitar que los Asha’man sean los únicos capaces de defender el mundo del Oscuro.
Tras limpiar la mitad masculina de la Fuente Verdadera, Rand al’Thor se ve obligado a correr grandes riesgos sin saber con certeza quiénes son sus aliados y quiénes son sus enemigos.

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La acera delante de la tienda estaba vacía, por supuesto, pero una vez que cruzó la helada calle se encontró caminando entre el habitual río de novicias, algunas Aceptadas y, de vez en cuando, una Aes Sedai. Las novicias inclinaban las rodillas sin dejar de andar, las Aceptadas hacían reverencias a su paso una vez que se fijaban en que la falda debajo de la capa no era blanca, y las Aes Sedai pasaban de largo con el rostro oculto en la capucha. Si alguna reparó en que no iba acompañada de un Guardián tampoco importaba mucho, ya que había hermanas que no tenían. Y tampoco a todas las envolvía el brillo del saidar . Sólo a la mayoría.

A dos calles de su estudio, se paró al borde de la acera de tablones, de espaldas a las mujeres que pasaban presurosas. Trató de no impacientarse. El sol estaba a mitad de camino del ocaso, una dorada esfera ensartada por el pico irregular del Monte del Dragón. La sombra de la montaña se extendía ya por el campamento, dejando a las tiendas en la penumbra del crepúsculo.

Por fin apareció Siuan, montada en Bela . La pequeña y peluda yegua caminaba con seguridad por la resbaladiza calle, pero Siuan aferraba las riendas y la silla como si tuviera miedo de caerse. Quizá lo tenía. Siuan era una de las peores amazonas que Egwene había visto en su vida. Bela relinchó quedamente al reconocer a Egwene. Siuan se colocó a tirones la capucha descolocada y abrió la boca, pero Egwene alzó la mano en un gesto admonitorio antes de que pudiera hablar. Se notaba en sus labios que iba a decir «madre». Y seguramente en un tono lo bastante alto para que se la oyera a cincuenta pasos a la redonda.

—Ni una palabra a nadie —advirtió Egwene en voz baja—. Ni notas ni insinuaciones tampoco. —Eso lo cubriría todo—. Quédate con Chesa hasta que regrese. No quiero que se preocupe.

Siuan asintió de mala gana. El gesto de su boca era casi hosco. Egwene sospechó que había estado acertada al añadir «notas» e «insinuaciones». Dejó a la antaño Amyrlin con el aspecto de una muchacha enfurruñada y montó en Bela .

Al principio tuvo que llevar a la robusta yegua al paso por las rodadas heladas de las calles del campamento. Y porque cualquiera se extrañaría si viera a Siuan montando a Bela más deprisa que al paso. Procuró cabalgar como Siuan, balanceándose con inseguridad, aferrada a la alta perilla de la silla con una mano y a veces con dos. A decir verdad, también se sintió como si estuviera a punto de caerse. Bela giró la cabeza para mirarla. Sabía a quién llevaba encima y sabía que Egwene montaba mucho mejor que eso. La joven siguió imitando a Siuan e intentó no pensar en la posición del sol. Siguió así hasta salir del campamento, más allá de las filas de carretas, hasta que los primeros árboles la ocultaron de tiendas y carros.

Entonces se inclinó sobre la perilla de la silla para acercar la cara a la crin de Bela .

—Tú me sacaste de Dos Ríos —susurró—. ¿Puede correr igual de rápido ahora? —Se puso derecha e hincó los talones.

Bela no podía galopar como Daishar , pero sus robustas patas se movieron rápidamente a través de la nieve. En tiempos había sido un caballo de tiro, no un caballo de carreras ni de batalla, pero dio cuanto tenía, estirando el cuello con tanto coraje como Daishar en sus mejores momentos. Corrió mientras el sol se deslizaba hacia poniente como si de repente el firmamento estuviera embadurnado de grasa. Egwene se reclinó sobre la silla y azuzó a la yegua en una carrera contra el astro que la joven sabía que no podía ganar. Pero, aunque no pudiera ganar al sol, todavía quedaba tiempo. Taconeó al ritmo marcado por los cascos de Bela , y la yegua corrió.

El crepúsculo las envolvió, y después la oscuridad, antes de que Egwene vislumbrara la luna brillando sobre las aguas del Erinin. Todavía quedaba tiempo. Era casi el mismo punto donde se había parado con Gareth, observando los barcos fluviales que se dirigían hacia Tar Valon. Sofrenó a Bela y escuchó.

Silencio. Y entonces, un ahogado juramento. Los gruñidos y rozamientos apagados de hombres arrastrando una pesada carga sobre la nieve, procurando guardar silencio. Hizo girar a Bela en dirección a los sonidos, a través de los árboles. Las sombras se movieron, y Egwene escuchó el quedo susurro de aceros deslizándose fuera de las vainas.

Entonces un hombre masculló, casi entre dientes:

—Conozco ese poni. Pertenece a una de las hermanas, la que antes era Amyrlin. Aunque no lo parece. No es mayor que la que dicen que es Amyrlin ahora.

Bela no es un poni —dijo secamente Egwene—. Llevadme con Bode Cauthon.

Una docena de hombres surgieron de las sombras de la noche, entre los árboles, y las rodearon a la yegua y a ella. Todos parecían creer que era Siuan; tanto mejor. Para ellos, una Aes Sedai era una Aes Sedai, y la condujeron a donde Bode estaba montada en un caballo no más alto que Bela , arrebujada en una capa oscura. También su vestido era oscuro. De noche, el blanco habría destacado.

Bode también reconoció a Bela y alargó la mano para rascar cariñosamente la oreja de la yegua cuando Egwene se detuvo a su lado.

—Vas a quedarte en tierra —dijo ésta en voz baja—. Volverás conmigo cuando se haya acabado.

Bode retiró bruscamente la mano como si la voz de Egwene hubiera sido un picotazo.

—¿Por qué? —preguntó, pero no demandando. Al menos eso lo había aprendido—. Puedo hacerlo. Leane Sedai me lo explicó, y puedo hacerlo.

—Sé que puedes. Pero no tan bien como yo. Aún no. —Eso sonaba mucho a crítica, algo que la otra joven no merecía—. Soy la Sede Amyrlin, Bode. Algunas decisiones sólo puedo tomarlas yo. Y no debo pedirle a una novicia que haga ciertas cosas cuando yo puedo hacerlas mejor. —Quizás ese razonamiento no era mucho más suave, pero no podía explicarle a Bode lo de Larine y Nicola, ni el precio que la Torre Blanca exigía a todas sus hijas. La Amyrlin no podía contarle lo primero a una novicia, y una novicia no estaba preparada para enterarse de lo segundo.

Aun en la oscuridad de la noche, la postura de los hombros de Bode ponía de manifiesto que no lo comprendía, pero también había aprendido a no discutir con una Aes Sedai. Al igual que había aprendido que Egwene era una Aes Sedai. Lo demás ya lo aprendería con el tiempo. La Torre dedicaría todo el que hiciera falta para enseñarle.

Egwene desmontó y entregó las riendas de Bela a uno de los soldados; se remangó las faldas para caminar por la nieve en dirección a los sonidos esforzados de arrastre. Era un bote grande el que se remolcaba sobre el manto de nieve como si fuera un trineo. Un voluminoso trineo que obligaba a maniobrar trabajosamente para pasar entre los árboles, aunque con menos maldiciones una vez que los hombres que tiraban y empujaban se dieron cuenta de que Egwene los seguía a corta distancia. La mayoría llevaba mucho cuidado con lo que decía encontrándose cerca una Aes Sedai, y aunque no pudieran verle el rostro, entre la oscuridad y la capucha echada, ¿quién más podía encontrarse allí, junto al río? Y si sabían que no era la misma mujer que al principio iba a acompañarlos, ¿quién cuestionaba a una Aes Sedai?

Metieron el bote en el río con cuidado de que no hiciera ruido al entrar en el agua, y seis hombres subieron a él para colocar los remos en los toletes forrados con trapos. Los hombres iban descalzos para evitar el ruido de alguna bota raspando las planchas del casco. Botes más pequeños surcaban esas aguas, pero esta noche tenían que vencer las corrientes. Uno de los hombres que estaba a la orilla le dio la mano a Egwene para ayudarla a subir a la embarcación, y la joven se instaló en el asiento de proa, manteniendo cerrada la capa. El bote se apartó de la orilla, deslizándose en silencio salvo por el apagado murmullo de los remolinos creados por los remos al impulsarse dentro del agua.

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