Christopher Priest - El último día de la guerra

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El último día de la guerra: краткое содержание, описание и аннотация

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En 1936, los gemelos Sawyer regresan a Gran Bretaña con una medalla de bronce ganada en los Juegos Olímpicos de Berlín y con una joven judía escondida en su furgoneta. El amor por la joven alemana y la guerra que se avecina empezarán a distanciar a los dos hermanos, que emprenden caminos divergentes: Jack se convierte en piloto de bombarderos de la RAF, mientras que Joe es objetor de conciencia y voluntario de la Cruz Roja.
Cuando en 1941 se estudia la firma de un tratado de paz con Alemania, ambos son llamados por separado para asesorar a Winston Churchill: de sus respuestas depende el futuro de la guerra.

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Heil Hitler!

Heil Hitler! — respondió Joe.

Antes de salir de casa habíamos recibido una carta que el Foreign Office había enviado a todos los deportistas olímpicos en la que se nos advertía del comportamiento y las normas de cortesía que se esperarían de nosotros en Alemania. El saludo hitleriano era el primer ítem de la lista. El no tenerlo en cuenta o negarnos a hacerlo podía meternos en problemas rápidamente, problemas entre los que figuraban el encarcelamiento y la deportación. Como la mayor parte de la gente en Inglaterra, habíamos visto noticiarios rodados por los nazis. Para nosotros, en ese saludo había algo inconfundiblemente ridículo e histriónico. En nuestras habitaciones de la residencia universitaria, Joe y yo parodiábamos el saludo hitleriano e imitábamos el paso de la oca, entre nosotros y con nuestros amigos; con eso nos tronchábamos de risa.

El guardia bajó el brazo rígidamente. Se inclinó frente a la ventanilla del pasajero y nos miró. Era un hombre más bien joven, de ojos celestes y bigote rubio cuidadosamente recortado. Miró con suspicacia dentro del compartimiento de carga de la furgoneta donde estaba acomodado nuestro equipaje, se inclinó hacia atrás con los brazos en jarras mientras observaba los botes amarrados en el techo y luego extendió sus regordetes dedos. Joe le entregó nuestros pasaportes.

Él miró lentamente los documentos, pasando las páginas con precisos movimientos de dedos. El sol me daba de lleno a través del parabrisas. Empecé a sentirme angustiado.

—Estos pasaportes son de la misma persona —dijo él sin levantar la mirada—. Dos veces J.L. Sawyer.

—Tenemos las mismas iniciales —respondí, empezando lo que para nosotros era una explicación habitual. Joe era siempre Joe. A mí, a veces me llamaban Jack, pero era normal que me llamaran J.L.—. Pero nuestros nombres...

—No, me parece que no.

—Somos hermanos.

—Los dos tienen las iniciales J.L., ¡ya veo! Una coincidencia. ¡Joseph, Jacob! ¿Es así como llaman a los gemelos en Inglaterra?

Ni Joe ni yo dijimos nada. El funcionario cerró el segundo pasaporte pero se quedó con ellos.

—Van a los Juegos Olímpicos de Berlín —dijo, dirigiéndose a mí. Yo estaba al volante, pero, desde su punto de vista, la conducción del lado derecho debía de haberme puesto en el costado equivocado del vehículo.

—Sí, señor —respondí.

—¿En qué competición se proponen participar?

—En la de pareja sin timonel.

—Tienen dos botes. No hace falta más que uno.

—Uno es para las prácticas, señor. Y lo llevamos como reserva, por si hubiera un accidente.

El oficial volvió a abrir los pasaportes e inspeccionó atentamente las fotografías.

—Ha dicho que son gemelos. Hermanos.

—Sí, señor.

El agente se volvió y se encaminó hacia su oficina, una caseta de madera de aspecto sólido que se alzaba al lado de la barrera. Varias grandes banderas rojas con la cruz gamada dentro de un círculo blanco pendían de sus mástiles junto a la pared. En aquel sitio protegido por los árboles no había viento, y las banderas apenas se movían.

—¿Qué hace?

—Todo irá bien, Jack. Tranquilízate..., no hemos quebrantado ninguna norma.

A través de la gran ventana de la fachada, podíamos ver al guardia. Estaba sentado ante su escritorio, pasando las páginas de un gran libro parecido a uno de los utilizados en contabilidad. En la caseta había dos guardias más; estaban de pie, un poco más apartados, y miraban. Detrás y a nuestro lado, continuaban llegando otros vehículos al puesto fronterizo pero, después de una breve demora, recibían la indicación de continuar que le daban otros guardias.

Por fin, el nuestro regresó. Echó un rápido vistazo a los camiones que nos adelantaban lenta y ruidosamente.

—Ingleses —dijo el funcionario—. Hablan un alemán notablemente bueno. ¿Han visitado el Reich antes? —Nos devolvió los pasaportes, dirigiendo su pregunta deliberadamente a Joe. Después del primer saludo, mi hermano no había dicho una sola palabra y continuaba mirando hacia delante, más allá de la barrera, en dirección a la carretera que entraba en Alemania—. ¿Habla usted alemán tan bien como su hermano gemelo? —dijo el guardia en tono elevado mientras golpeteaba sus dedos en el borde de la ventanilla.

—Sí, señor —dijo Joe, sonriendo con súbito encanto—. No, nunca hemos visitado Alemania.

—¿Les enseñan alemán en las escuelas inglesas?

—Sí. Pero además, nuestra madre nació en Alemania.

—¡Ah! ¡Esto lo explica todo! ¡Su madre es sajona, seguramente! ¡Sabía que no me equivocaba respecto a su acento! Bueno, deben saber que estamos orgullosos de los deportistas que tenemos en el Reich. Descubrirán que será difícil ganarles.

—Estamos contentos de estar aquí, señor.

—Muy bien. Pueden entrar al Reich. Heil Hitler!

El guardia retrocedió un paso. Mientras cruzábamos una raya blanca pintada sobre la calzada, Joe alzó mecánicamente un brazo, después subió el cristal de su ventanilla. Y con tranquilo desprecio, dijo:

—Heil, maldito Hitler.

—Estaba haciendo su trabajo.

—Disfruta demasiado con su trabajo —dijo Joe.

Pero pronto el silencio volvió a hacerse entre nosotros, cada uno absorto en la contemplación del desconocido paisaje del norte de Alemania.

Las escenas que vimos se han mezclado desde entonces en unas pocas imágenes memorables. Gran parte del paisaje por el que pasábamos era boscoso, un cambio notorio después de los chatos terrenos de cultivo que habíamos visto en Bélgica y Holanda. A pesar de que atravesamos varias ciudades industriales —Duisburg, Essen, Dortmund, todas ellas envueltas en una fina y acre bruma que hacía que nos escocieran los ojos—, no eran tan distintas entre sí como para proporcionarnos unos recuerdos detallados. Yo estaba escribiendo un diario del viaje, pero en aquella jornada sólo registré un par de breves notas. Lo que mejor recuerdo era la sensación general de estar en Alemania , el lugar del que todo el mundo hablaba en aquellos días y, con ella, un vago sentimiento de terror asociado con ese nombre. Ese sentimiento estaba realzado por los cientos y miles de banderas con la esvástica que ondeaban en casi todos los edificios y muros, un resplandor en rojo, blanco y negro. Extendidas sobre las autopistas y entre los edificios a través de la calle en ciudades y pueblos, había grandes pancartas. En ellas se leían mensajes inspiradores, tal vez surgidos espontáneamente, pero que por su tono machacón, eran muy probablemente producto del trabajo del partido. Había eslóganes sobre el Sarre, sobre Renania, sobre el Tratado de Versalles, sobre los alemanes Ausland; [1] Nombre que recibían las poblaciones de origen alemán en países no germánicos (N. del ed.) una pancarta que vimos muchas veces en diferentes lugares declaraba: «¡Prometemos obediencia ciega!». En cambio se veían pocos anuncios comerciales y, ciertamente, ninguno sobre los Juegos Olímpicos.

Condujimos y condujimos, e intentamos conservar nuestra energía física para el entrenamiento y los acontecimientos que nos esperaban pero, inevitablemente, cuando nos acercamos a los alrededores de Berlín, estábamos agotados. Joe quería que encontráramos en seguida la oficina del equipo olímpico británico, para hacerles saber que habíamos llegado, pero yo estaba harto de conducir, harto de estar dentro de la furgoneta. Sólo quería encontrar la casa de la familia amiga con quienes habíamos acordado pasar nuestros días en Berlín.

Discutimos desmayadamente la cuestión durante un rato. Joe decía que habíamos llegado a la ciudad antes del mediodía y que aún nos quedaban varias horas diurnas. Yo estaba de acuerdo en que debíamos retomar el entrenamiento lo más rápidamente posible, poner nuestros músculos otra vez en forma para la competición, pero insistía tercamente en que lo que quería hacer era descansar. Por fin llegamos a una suerte de compromiso. Localizamos la oficina central del equipo británico, luego fuimos desde allí a la balsa cercana a la Villa Olímpica en Grunewald, donde se entrenaban los equipos de remo. Descargamos nuestros botes y remos dentro de la nave que nos habían asignado. Hecho esto, condujimos hasta el apartamento de nuestros amigos, en Charlottenburg, un suburbio en el oeste de Berlín. Ese día, nuestra primera jornada en Berlín, no entrenamos.

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