Cinco años más tarde, a principios del verano de 1941, estaba ingresado en un hospital rural de Warwickshire. Mi avión, el Wellington A-Able, se había estrellado en el mar del Norte a unas treinta millas de la costa de Inglaterra, en algún lugar frente a Bridlington. Cuando el avión cayó al mar, a bordo sólo quedábamos yo y otro miembro de la tripulación, el navegante Sam Levy, que estaba herido por metralla en la cabeza y una pierna. Sam y yo conseguimos subir a un bote neumático y unas cuantas horas después fuimos rescatados por una lancha salvavidas.
Yo estaba en la niebla de la amnesia. No recordaba casi nada, ni siquiera esto tan esquemático que acabo de contar. Sólo perduraban en mí algunos destellos, como fragmentos de una terrible pesadilla.
Poco a poco fui recuperando la plena conciencia, confuso por lo que aún seguía estando en mi mente, un conflicto de imágenes violentas, y lo que podía ver a mi alrededor, en el mundo físico. Estaba en una cama, sufría intensos dolores, veía a personas desconocidas que entraban y salían, en mi cuerpo se llevaban a cabo manipulaciones inexplicables, botellas y bandejas tintineaban a mi alrededor, me sentía incapacitado para cualquier movimiento y como si estuviera siendo conducido a algún sitio en una vagoneta.
Mentalmente, veía u oía o recordaba el ensordecedor ruido de los motores, brillantes destellos en el cielo oscuro que nos rodeaba, un fuerte estallido que se repetía cada vez que movía la cabeza, un golpe de frío cuando, delante de mi cara, el parabrisas fue hecho trizas por un trozo de metralla, voces en el intercomunicador, el vigoroso y pavoroso oleaje del mar, el frío, el terror.
Poco a poco fui saliendo de la confusión, empezando a captar el sentido de lo que veía en torno a mí.
Me di cuenta de que estaba en un hospital, recordaba haber estado a bordo del avión, sabía que había otros hombres conmigo. Me dolían las piernas. Me dolía el pecho, no podía mover la mano izquierda. Me sacaron de la cama y me sentaron en una silla, después volvieron a acostarme. Veía la cara de mi madre, pero cuando volvía a abrir los ojos, ella ya no estaba. Supe que mi estado era grave.
Traté de obtener alguna explicación del personal médico al respecto pero, a medida que mejoraba lentamente, me di cuenta de que ellos no darían respuestas hasta que no les hiciera preguntas. Primero, debía ser capaz de formular la pregunta en mi mente. Antes de eso, incluso yo tenía que aclarar en mi cerebro qué era lo que quería saber.
Empecé a retroceder intentando encontrar los recuerdos que necesitaba, aprendiendo a hacerlo a medida que lo hacía.
Mientras estuvimos en Alemania, residíamos en el barrio berlinés de Charlottenburg, en un gran apartamento de la Goethestrasse. Por una feliz casualidad, éste se encontraba cerca tanto del Estadio Olímpico como de la zona donde entrenábamos, en Grunewald. El apartamento era propiedad de un amigo íntimo de la familia de mi madre, el doctor Friedrich Sattmann, y con él vivían su esposa Hanna y su hija Birgit. Estaban en la segunda planta de un inmenso y sólido edificio, una de cuyas fachadas daba a una calle ancha y bordeada de árboles por donde los tranvías circulaban en uno y otro sentido durante todo el día y buena parte de la noche; la otra daba a una zona de parque muy arbolada. A Joe y a mí se nos asignó una habitación en la parte trasera del apartamento. Teníamos una pequeña terraza en la que podíamos sentarnos y pasar un rato con la familia tomando café y pastel. Aquélla era una casa llena de música. Sus tres habitantes tocaban algún instrumento. La señora Sattmann, el piano, y su marido, el fagot. Birgit, de diecisiete años, tocaba el violín y estudiaba en el Conservatorio de Berlín con Herr Professor AlexanderWeibl. Todo, nos decían ellos, había sido prohibido; ni siquiera podían reunirse en las casas de los amigos para tocar con sus pequeños conjuntos de cámara, por eso tocaban juntos en casa.
Durante toda nuestra estancia, el doctor Sattmann y su mujer nos trataron con gran generosidad, pero para nosotros quedó muy claro que la práctica médica de nuestro anfitrión ya no era una actividad próspera. Él no nos dijo nada al respecto, pero cada mañana que permanecimos en su apartamento anunciaba formalmente que se marchaba para atender a sus pacientes y volvía sólo una hora más tarde explicando que apenas uno o dos de ellos habían requerido sus servicios.
La señora Sattmann nos contó que ya no podía seguir trabajando en la editorial donde era traductora. Birgit, que aún no había acabado su primer año de conservatorio, nos dijo que estaba cada vez más desesperada por abandonar su país. Yo quedé deslumbrado por Birgit desde la primera vez que posé los ojos en ella; era una preciosa joven de oscura cabellera cuyo rostro se iluminaba cada vez que sonreía. Ella, por su parte, se mantenía vergonzosamente apartada de nosotros dos.
Cada noche, la señora Sattmann cocinaba para Joe y para mí, pero las raciones eran reducidas y la calidad de los alimentos, escasa. No nos explicaron nada sobre esta cuestión.
Fue durante nuestros días en Berlín cuando empecé a percibir las cada vez más claras diferencias entre mi hermano y yo, diferencias que habrían de tener un impacto tan duradero en ambos. Cuando no estábamos juntos entrenando, raramente lo veía. Mientras yo me ocupaba de mantenerme en forma, él se marchaba a dar largas y solitarias caminatas por todo Berlín; decía que era para hacer ejercicio, pero era frecuente que por las tardes lo oyera discutir con el doctor Sattmann sobre lo que había visto y sobre cuestiones políticas. Yo trataba de unirme a ellos, pero la verdad es que aquellos temas no me interesaban y pensaba constantemente en nuestras regatas. Empecé a sentir que Joe no estaba dando todo de sí y que nuestra existencia como equipo corría peligro.
Aunque físicamente mi hermano y yo éramos idénticos, nuestra personalidad no podría haber sido más diferente. Es muy difícil verse claramente a uno mismo, pero supongo que sería justo decir que mi vida desde más o menos los trece años fue despreocupada y bastante egoísta. Me divertía tanto como podía y aprovechaba al máximo las ventajas de tener unos padres acomodados e indulgentes. Los deportes y la aviación eran mis principales intereses; las chicas, beber cerveza y una creciente fascinación por los coches empezaron a competir con aquellos a medida que fui creciendo.
Pero Joe era diferente. Siempre fue más serio que yo, y tenía una apariencia más consciente y responsable. El reflexionaba sobre las cosas y escribía sobre lo que pensaba, algunas veces ostentosamente, a mi parecer. Joe leía libros que trataban sobre temas de los que yo no tenía la menor idea y cuyos títulos ni siquiera despertaban mi interés. Mientras yo me divertía y aprendía a volar, primero como alumno particular y después en el Escuadrón Aéreo Universitario, él decía que estaba demasiado ocupado estudiando y entrenando. Sus gustos musicales se inclinaban por lo clásico y serio, tenía amigos que para mí eran reservados y sardónicos y, si yo trataba de hablar con él sobre los temas que le interesaban, me trataba con desdén y condescendencia.
A pesar de que en aquella rivalidad yo era la víctima, entendía qué estaba haciendo él e incluso por qué lo hacía. Siendo sincero conmigo mismo, sabía que yo sentía de modo parecido. Cuando alguien crece junto a un gemelo idéntico, no tiene ninguna posibilidad de olvidarlo. Los gemelos sufrimos infinitos comentarios y bromas sobre el asombroso parecido entre uno y otro. Los demás te dicen que son incapaces de distinguiros, aunque seguro que lo harían si se tomaran la molestia. Nos preguntan si pensamos igual. Los padres te visten de la misma manera, los amigos y parientes te hacen regalos idénticos o dicen cosas que incluyen automáticamente a los dos. Las diferencias superficiales, si acaso son percibidas, son señaladas sin darles importancia. Soterrada en todo esto está la presunción de que los gemelos deben de sentir de la misma manera.
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