Greg Bear - Música en la sangre

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Música en la sangre: краткое содержание, описание и аннотация

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Vergil Ulam era el genio del proyecto biológico. La reestructuración de las células. Células capaces de pensar. Cuando Genetron canceló el proyecto, Vergil sacó el trabajo de su vida fuera del laboratorio del único modo que podía: Inyectándose el mismo con ellas. Al principio, los efectos de los linfocitos inteligentes se redujeron a pequeños milagros, su vista , su estado general de salud, incluso su vida sexual, mejoraron. Pero ahora, algo extraño está ocurriendo. La trama celular de Vergil está capacitada para formar organismos complejos e incluso sociedades completas en su sangre y en su cuerpo. Vergil lleva consigo un universo. Un universo de células.

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Miró a la puerta del piso ochenta y dos y supo que no podría seguir subiendo en bastante rato, quizá en tado el resto del día. Se arrastró hacia la puerta y echó un vistazo hacia la radio mientras intentaba alcanzar el pomo. La radio se había quedado sobre el rellano; se había caído allí con gran estrépito al desplomarse ella. Por un momento pensó que podía dejarla allí, pero aquel transistor significaba algo muy especial para ella. Era la única cosa humana que le quedaba, la única cosa que todavía le hablaba. Quizá pudiera encontrar otra en el edificio, pero no podía arriesgarse al silencio. Intentando mantener recta su herida rodilla, se arrastró hacia ella.

El atravesar la pesada puerta de incendios resultó en más miseria y más magulladuras, porque le batió en pleno brazo, pero finalmente pudo tumbarse otra vez sobre la alfombra del rellano de los ascensores, mirando hacia el techo acústico que tenía sobre su cabeza. Se dio la vuelta hasta quedar tumbada sobre el estómago, alerta por si algo se movía.

Tranquilidad, silencio.

Lentamente, intentando conservar sus fuerzas, se arrastró por el rellano hacia la esquina.

Pasado un tabique de cristal, todo el piso estaba cubierto de mesas para dibujar, con patas blancas esmaltadas sobre la moqueta beige, y lámparas negras dispuestas como otros tantos pájaros de cuello ajustable. Cojeando por entre las mesas y los sofás, se apoyó en el escritorio más cercano, con los ojos brillantes de agotamiento y dolor. Había cianotipias sobre la mesa. Se encontraba en el estudio de un arquitecto. Miró uno de los dibujos desde más cerca. Eran planos para un barco. De modo que estaba en la oficina de unas personas que diseñaban embarcaciones. «¿Y a mí qué me importa?», se dijo.

Se sentó sobre un taburete alto con las ruedecillas fijas. Con un pie, intentó desbloquearlas durante medio minuto, lo consiguió y se deslizó por entre las mesas, sirviéndose de los bordes de éstas para darse impulso.

Otra larga pared de cristal separaba el área de dibujo de los pequeños departamentos de oficinas. Se detuvo para observar. Ya no tenía ningún miedo.

Lo había ahogado al marcharse de allí. Ya habría más terror preparado para la mañana siguiente, pensó, pero por ahora no lo echaba de menos. Simplemente, observaba.

Los cubículos de oficinas estaban llenos de cosas que se movían. Eran tan extrañas que durante un buen rato no supo cómo interpretarlas. Discos con pies de caracol que se arrastraban sobre el cristal, con los bordes literalmente encendidos. Una cosa fluida y sin forma, como una burbuja de cera o de lava, se agitaba en otro cubículo, alargándose en negras cuerdas o cables que se estiraban y echaban chispas; la burbuja era verde fluorescente en los lugares en que rozaba el cristal o los muebles. En el último cubículo, un bosque de palos escalados, sugiriendo la forma de patas de pollo, se inclinaba y oscilaba en una imposible brisa.

—Es de locos —dijo—. No significa nada. No pasa nada porque todo esto no tiene sentido.

Se fue rodando más allá de los cubículos hacia las lejanas ventanas. El resto del piso parecía despejado, no había ni ropas esparcidas. Vistos desde el otro extremo, los cubículos parecían acuarios llenos de exóticas criaturas marinas.

Tal vez estaba a salvo. Normalmente, las cosas que están en los acuarios no salen. Intentó autoconvencerse de que estaba a salvo, pero en realidad no importaba mucho. Por el momento, no había ningún otro sitio a dónde pudiera ir.

Se le había hinchado la rodilla, y los téjanos le oprimían. Pensó cortarlos, y luego decidió que era más sencillo quitárselos. Con un ligero gruñido, bajó del taburete y se apoyó contra un armario. Levantando las caderas, balanceándose sobre una sola pierna, se esforzó por quitarse los téjanos sin tocarse la hinchazón.

La rodilla no estaba todavía muy fea, sólo entumecida y enrojecida bajo la rótula. Se la tocó y se sintió desvanecer, no por el dolor, sino simplemente porque estaba exhausta. Ya no quedaba nada de Suzy McKenzie. El viejo mundo se había marchado primero, hasta que no quedó nada más que los edificios, que, sin gente, eran como esqueletos sin carne. Ahora una nueva carne se estaba moviendo para recubrir los esqueletos. Pronto la vieja Suzy McKenzie desaparecería también, sin dejar nada tras de sí más que una sombra cómica.

Volvió la cara hacia el norte, por el lado del armario y sobre un archivador bajo.

Allí estaba el nuevo Manhattan, una ciudad de tiendas de campaña con rascacielos por mástiles de sostén; una ciudad hecha de bloque de juguete y reordenada bajo unas mantas. A la puesta del sol, color marrón y amarillo, dulzón y brillante. Novísima York, rellena de ropas vacías.

La vieja Suzy volvió a caer sobre la alfombra, apoyó la cabeza sobre sus brazos y empujó sus vacíos téjanos bajo su rodilla para mantenerla un poco en alto.

«Cuando me despierte —se dijo—, seré una supermujer, brillante y resplandeciente. Y sabré lo que ha pasado.» En su interior, sin embargo, comprendía que se iba a despertar de una manera normal, y que el mundo sería el mismo.

—No es un buen trato —murmuró.

En la oscuridad, los filamentos crecían silenciosamente sobre la moqueta, entrando en los cubículos de cristal con su ascendente vitalidad.

37

—Yo no pertenezco a nadie. No soy lo que fui. No tengo pasado. Han cortado mis amarras, y no me queda otro sitio a dónde ir más que a donde ellos quieran llevarme.

—Estoy separado del mundo exterior físicamente, y ahora también mentalmente.

—Mi tarea aquí ha terminado.

—Estoy esperando.

Verdaderamente, ¿DESEAS emprender el viaje entre nosotros, ser uno de nosotros?

—Lo deseo.

Se queda mirando los trazos rojos, verdes y azules del VDT. Los números pierden todo sentido, los mira como si fuera un niño recién nacido. Después, la pantalla, la mesa sobre la que se apoya, la cortina del lavabo y las paredes de la cámara de aislamiento son reemplazadas por una nulidad plateada.

Michael Bernard está atravesando una interfase.

Esta siendo codificado.

Ya no es consciente de todas las sensaciones que implica el estar dentro de un cuerpo. No más escuchas automáticas ni respuestas al deslizarse de los músculos, el burbujear de los fluidos en el abdomen, el empuje y el ronco sonido de la sangre, y los latidos del corazón. Ya no oscila, ni se tensa ni relaja. Es como mudarse de pronto de la ciudad a las profundidades de una silenciosa gruta.

Al principio, el mismo pensamiento es veteado, discontinuo. Si tal cosa es posible, se visualiza a sí mismo en la base del universo, donde todos los átomos y moléculas se combinan y se separan, produciendo silenciosos ruidos como las conchas en el fondo del mar. Se halla suspendido en medio de una actividad silenciosa pero arrebatadora, imposibilitado para analizar su situación o incluso para estar seguro de lo que se trata. Parte de sus facultades son interrumpidas — temporalmente. Luego, ¡tirón! Ya puede criticar, evaluar. El pensamiento discurre como una disociación de hojas sobre césped al empuje de la brisa. ¡Tirón!, ahora como un insistente fluir de gelatina que da vueltas y se aquieta en una fría copa.

El viaje de Bernard no ha empezado todavía. Sigue atrapado en la interfase, ni grande ni pequeño. Una parte de él sigue confiando todavía en su cerebro, tamaño del universo, y continúa empujando el pensamiento a lo largo de las células y no dentro de ellas.

La suspensión se convierte en total inconsciencia, y su pensamiento es estirado como si fuera un hilo que ha de entrar por el diminuto ojo de una aguja ____________________

Lo pequeño explota en él, y su mundo se llena súbitamente de acción y simplicidad. No hay luz, pero hay sonido. Le colma en grandes olas, que no oye sino que siente a través de sus centenares de células. Las células laten, se separan, se contraen conforme a las acometidas del fluido. El está en su propia sangre. Percibe el sabor de la presencia de las células que hacen de él un nuevo ser, y también el de las células que no son directamente suyas. Percibe las raspaduras de los microtúbulos que impulsan su citoplasma. Y, lo que es más notable, percibe —claro está, es la base de toda sensación— el citoplasma en sí.

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