Sin embargo, un estudio atento de mi informe revela que muchas veces durante las investigaciones se produjeron acercamientos similares, sin que se obtuviera ningún resultado. Barth fue el que más se acercó al quid de la cuestión, pese a que se equivocara al atribuir a los casos una motivación política; dio en el clavo al dudar de la elección del «grupo de los once» y acertó plenamente al deducir que solo habían sido afectados hombres extranjeros y solos, porque así estaban doblemente aislados del ambiente italiano: primero por su desconocimiento del idioma y segundo porque no tenían allí parientes ni conocidos. El primer síntoma de la intoxicación era un cambio en la conducta, y esto solo habría podido observarlo a tiempo alguien que estuviera en estrecho contacto con la víctima. Más tarde se descubrieron varios casos abortivos de hombres italianos o extranjeros que mostraron síntomas de envenenamiento, pero que habían ido a Nápoles con sus esposas. El proceso fue generalmente el mismo. La esposa, intranquila por la extraña conducta de su marido, lo observaba con atención, y cuando se presentaban las alucinaciones, lo convencía con todos los medios a su alcance para que se marcharan. El reflejo de volver al hogar era la reacción natural ante un peligro incomprensible. Los italianos, por su parte, se ponían ya en la fase inicial del envenenamiento bajo control psiquiátrico, casi siempre a instancias de la familia, y como es natural, esto significaba un cambio total de su modo de vida: el sujeto ya no conducía su coche, dejaba de tomar tabletas de Plimasin, interrumpía los baños medicinales, y los síntomas no tardaban en desaparecer. Estos casos abortivos pasaron desapercibidos durante las pesquisas debido a un detalle banal. Una de la personas allegadas a la víctima se presentaba siempre a anular el abono, y los libros de los balnearios registraban los saldos financieros, no el hecho de interrumpir el tratamiento, por lo que en ellos no se encontró ni rastro de las víctimas que lograron salvarse.
Había además otros factores que dificultaron la investigación. Nadie va por ahí proclamando que emplea un ungüento contra la calvicie. El que no se preocupaba de su calva, llevaba peluquín o se sometía a una operación se salvaba del peligro, ¿y a quién podía ocurrírsele semejante detalle? Quien no tomaba el preparado de hormonas y disfrutaba de buena salud no tenía nada de qué informar, y quien lo tomaba, perdía la vida. El producto suizo no se encontró entre los objetos de las víctimas porque el ungüento debía guardarse en la nevera, lo cual no es un inconveniente en casa, pero sí en un hotel, por lo que los hombres en cuestión no llevaban consigo el preparado y acudían a un peluquero local. El ungüento se aplicaba cada diez días, de modo que cada una de las víctimas se sometió en Nápoles una sola vez a este tratamiento, pero a nadie se le ocurrió durante la investigación la idea de preguntar en las peluquerías con qué producto masajeaban el cuero cabelludo de sus clientes.
Por último, las víctimas eran de complexión física similar y tenían ciertas cualidades psíquicas comunes. Eran hombres maduros que aún esperaban mucho de la vida y luchaban contra una incipiente vejez, intentando ocultarla. El que ya tenía una edad avanzada, era totalmente calvo, pasaba de los sesenta y había renunciado a todo intento de parecer más joven, ya no buscaba ningún remedio milagroso, y el que tenía una calvicie prematura y rondaba los treinta años no padecía un reumatismo avanzado que exigiera una cura de baños. Así pues, solo estaban en peligro los hombres que habían pisado el umbral de la decadencia. Cuanto más de cerca se consideraban ahora los hechos aislados, más evidente resultaba su concatenación. Los envenenamientos habían coincidido siempre con la flor de las gramíneas, pues los conductores solo tomaban Plimasin en esta época del año, y los asmáticos graves no conducían coches y, por lo tanto, no necesitaban una medicina indicada para los automovilistas.
Barth me visitó en el hospital y fue tan amable conmigo que fui a despedirme de él antes de mi marcha a Estados Unidos.
El pequeño Pierre me espiaba desde la escalera, pero al verme se escondió. Comprendí lo que ocurría y le aseguré que no me había olvidado del casco. En casa de Barth me encontré con el doctor Saussure, que no llevaba chaqueta, sino una camisa con puños de puntilla. En lugar del transistor, esta vez pendía de su cuello un reloj. Hojeaba los libros de la biblioteca, y Barth me dijo algo muy gracioso: que la tentativa de incorporar el computador a las investigaciones había acabado siendo un éxito, pese a que el computador, no estando programado ni siquiera puesto en funcionamiento, no había hecho nada por sí mismo. Pero si yo no hubiese ido a París con esta intención, no habría vivido en su casa, ni habría conquistado la simpatía de su abuela, ni el pequeño Pierre habría intentado curarme con la flor de azufre de la bisabuela cuando me caí por las escaleras; en suma, la participación del computador en la solución del enigma era indiscutible, aunque de naturaleza puramente abstracta. Sonriendo, yo observé que la coincidencia de sucesos totalmente casuales que me había conducido al centro del enigma se me antojaba aún más asombrosa que el enigma mismo.
—¡Está cayendo en un egocentrismo injustificado! —exclamó de pronto Saussure, volviéndose hacia nosotros desde las estanterías—. Esta serie no es tanto una expresión del presente como un indicio del futuro. Una advertencia, todavía incomprensible…
—¿Y usted la comprende?
—Presiento su significado. La humanidad se ha multiplicado y condensado tanto que las leyes del átomo empiezan a gobernarla. Cada átomo de gas se mueve caóticamente, pero es precisamente este caos lo que conduce al orden: estabilidad de la presión, temperatura, peso específico, etcétera. Su éxito involuntario se antoja paradójico: una larga serie de extraordinarias coincidencias. Pero solo lo parece. Usted dirá: no fue suficiente caerme por las escaleras en casa de Barth y respirar azufre en vez de humo de tabaco; también fueron necesarias mis pesquisas en la Rue Amélie, motivadas por la historia de Proque, e hizo falta que estornudara antes de la tormenta y que comprara las almendras para los niños, que se interrumpiera el tráfico aéreo en Roma, que el hotel estuviera atestado, que fuera a la peluquería y quizá también que el peluquero fuese gascón, para que la reacción en cadena pudiera producirse.
—Y aún hay más —repliqué—. Si mi parte en la liberación de Francia no se hubiera limitado a un coxis fracturado, la contusión no se habría renovado en Roma en el incidente de la escalera y, en consecuencia, yo habría salido indemne. Si no me hubiera encontrado tan cerca del terrorista en la escalera mecánica, mi fotografía no habría aparecido en Paris Match , y sin estos laureles, yo, en vez de luchar por una habitación en el hotel de Air France, habría vuelto a París para pernoctar allí, y tampoco habría pasado nada. Pero ya la posibilidad de que yo estuviera presente en el atentado era a priori astronómicamente pequeña. Podría haber volado en otro avión, subido en otro peldaño de la escalera… ¡Y qué astronómicamente pequeñas eran también las posibilidades de lo que ocurrió después! Si no me hubiese enterado del caso de Proque, no me habría apresurado a viajar hasta Roma precisamente el día en que se interrumpieron los vuelos; esto solo ya fue la más pura casualidad.
—¿Que se enterara del caso Proque? No lo creo. El doctor y yo hemos hablado de ello antes de que usted llegara. Le informaron del caso gracias a las intrigas entre la Sûreté y la Defensa, y estas son a su vez consecuencia de luchas políticas por el poder. A alguien le interesaba comprometer a cierto militar que juega a político y protege al doctor Dunant. Una especie de billar, ¿sabe usted?
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