Станислав Лем - La fiebre del heno

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Una agencia de detectives requiere los servicios de un astronauta norteamericano retirado para que ayude a esclarecer una serie de misteriosas muertes acaecidas en un balneario en Nápoles. Varias personas han enloquecido y algunas se han suicidado sin que se conozca motivo para ello; otras parecen haber muerto accidentalmente. Todas las víctimas eran extranjeras, viajaban solas, rondaban la cincuentena y padecían algún tipo de alergia. Tanto la policía local como la Interpol consideran que no hay pistas suficientes como para afrontar el caso con garantías, hasta que empieza a cundir la idea de que en cierto modo las muertes obedecen a algo más perverso. ¿Está sujeto el asesinato al juguetón capricho de las leyes de la probabilidad y el caos?
La nueva y premiada obra maestra del genio polaco de la ciencia ficción, Stanisław Lem: una fábula metafísica con tintes detectivescos del autor de «Solaris». cite New York Times Books Review

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Con la espalda apoyada contra el respaldo, las piernas apretadas contra el suelo y esposado al radiador, esperé lleno de tensión la embestida, como se espera el despegue. No despegué hacia arriba ni hacia abajo, sino hacia el abismo, rodeado de una niebla roja y burbujeante, entre paredes que ejecutaban una danza demente, esposado, sin poder alcanzar otra cosa que una pata de la cama, pese a que me revolví y agité como un perro atado a una cadena. Logré atraer la cama hacia mí, y, como si quisiera sofocar un incendio, apreté la cara contra el colchón, y lo mordí hasta dar con su relleno esponjoso, pero no me asfixió porque tenía poros, así que agarré con la mano libre mi garganta y la apreté, gimiendo de desesperación porque no conseguía quitarme la vida.

Recuerdo que antes de perder el conocimiento sentí explosiones en el cráneo. Seguramente embestí el radiador con la cabeza. Recuerdo la última chispa de esperanza: tal vez ahora lo conseguiría. Y luego nada más. Estaba muerto, y el hecho de saberlo no me pareció nada extraño. Después nadé por negras cataratas de grutas desconocidas, rodeado de fragores y bramidos, como si el oído fuese lo único que no hubiera muerto en mí. Oí un repique de campanas. El negro se convirtió en rosa. Abrí los ojos y vi que se inclinaba sobre mí un rostro grande, pálido, de una serenidad sobrehumana. Era el doctor Barth. Lo reconocí enseguida y quise decírselo, pero entonces sufrí un banal desmayo.

Me habían encontrado a las cuatro de la madrugada, esposado al radiador, porque el italiano de la habitación contigua había alarmado al personal. Como parecía un ataque de locura, me inyectaron un calmante antes de llevarme al hospital. El bueno de Barth, al enterarse al día siguiente de la interrupción del tráfico aéreo, telefoneó a Orly, y cuando le contaron lo que me había ocurrido, me visitó en el hospital, donde yo continuaba inconsciente. No me desperté del todo hasta treinta horas después. Tenía costillas magulladas, la lengua mordida y suturas en varios puntos de la cabeza, y la muñeca esposada estaba hinchada como un globo, lo que significaba que yo le había dado unos buenos tirones. Por suerte, el radiador al que me encadené era de metal; uno de material sintético se habría roto y entonces yo habría saltado por la ventana; no había nada en el mundo que deseara más.

Un biólogo canadiense descubrió que los hombres que carecen de tendencia a la calvicie tienen en los tejidos de la piel el mismo compuesto de nucleína que los monos caterrinos, en los cuales tampoco se presenta la calvicie. Esta sustancia, llamada «hormona de simio», resultó efectiva en la lucha contra la calvicie. Hace tres años, una empresa suiza empezó a fabricar en Europa un ungüento de hormonas según la patente americana de Pfitzer.

Los suizos cambiaron la composición del preparado, haciéndolo más efectivo pero también más sensible al calor, y de descomposición más rápida.

Al exponer la piel al sol, la hormona cambia de estructura química y, bajo la influencia del Ritalin, puede transformarse en el preparado X del doctor Dunant, su depresor psíquico, pero no es venenoso más que en grandes cantidades. El Ritalin se encuentra en la sangre de las personas que lo toman, y la hormona se halla en el ungüento, que es de uso externo, pero este contiene una mezcla de hialuronidasa, que permite una mayor penetración en los vasos sanguíneos a través de la piel. Sin embargo, para que se produjera una intoxicación de efecto psicopático, habría que frotar diariamente la piel con doscientos gramos de dicho ungüento y al mismo tiempo tomar dosis de Ritalin mayores de las máximas permitidas.

El catalizador que aumenta un millón de veces el efecto del depresor lo constituyen los compuestos de cianuro con azufre: las rhodanidas. Tres letras, tres símbolos químicos, scn, son la clave del enigma. En las almendras se encuentran trazas de cianuro, que les presta su característico sabor amargo. En varios tostaderos de almendras de Nápoles había una plaga de cucarachas. Los pasteleros emplearon como desinfectante un preparado que contenía azufre. Partículas de este fueron a parar a la emulsión donde se lavaban las almendras antes de entrar en el horno. Esto no causaba ningún efecto mientras la temperatura del horno era baja. Pero cuando se subía la temperatura para la caramelización del azúcar, el cianuro de las almendras se unía con el azufre, produciendo la rhodanida. Sin embargo, la rhodanida, introducida sola en el organismo, no constituye un catalizador efectivo para la formación de la sustancia X. En la solución de las sustancias unidas tiene que haber iones de azufre libres. Estos iones, en forma de sulfuros y tiosulfatos, procedían de los baños medicinales. Por consiguiente, tenía que morir aquel que usaba el ungüento hormonal, tomaba Ritalin, se trataba con baños sulfurosos y era aficionado a las almendras, que al modo napolitano se recubrían con azúcar quemado. Las rhodanidas catalizaban la reacción en cantidades tan minúsculas que solo se podían descubrir con ayuda de la cromatografía. Una condición previa para la involuntaria autodestrucción era el gusto por las golosinas. El diabético que no podía comer cosas dulces, o no lo deseaba, permanecía con vida. La variante suiza del ungüento se vendía en toda Europa desde hacía dos años, y no se habían producido accidentes similares antes de su comercialización. En América tampoco los hubo porque allí Pfitzer acaparaba el mercado, y su hormona no se descomponía fuera de la nevera con tanta rapidez como la europea. Las mujeres no usaban el ungüento, ya que había sido pensado para hombres, y por ello no pudo haber víctimas femeninas.

El pobre Proque había caído en la trampa por otros derroteros. No era calvo, no usaba ningún preparado hormonal, no iba a la playa, no tomaba baños sulfurosos, y sin embargo, los iones de azufre llegaron a su sangre porque los respiraba en la cámara oscura con el vapor del revelador de sulfuro. Tomaba Ritalin para combatir el cansancio, y el compuesto X se lo facilitó el doctor Dunant al romperse las gafas. El docto y paciente químico, que molió finamente hasta la última partícula de polvo de la tienda de Proque y que sacó muestras del contrachapado del tabique y del polvo de la talladora, no sabía que la misteriosa sustancia que buscaba se hallaba a cuatro metros sobre su cabeza, en un pequeño paquete de almendras garrapiñadas metido en el cajón de una vieja cómoda.

Las almendras que encontraron sobre la mesa junto con mis notas abrieron los ojos de los químicos de Barth acerca de su importancia: eran el eslabón que faltaba.

Hay cierto pormenor que tal vez no sea esencial, pero sí muy divertido por su carácter anecdótico. Cuando ya me hallaba en Estados Unidos, un químico me dijo que la flor de azufre que el pequeño Pierre esparció sobre mi cama no podía haber jugado ningún papel en el envenenamiento, porque al ser azufre en estado sólido, transformado en polvo por la sublimación, no puede ser soluble. El hombre expresó ad hoc la siguiente hipótesis: las trazas de iones sulfurosos en mi sangre procedían de un vino azufrado. Yo lo había bebido en cada comida, como es costumbre en Francia, pero solo en casa de Barth, ya que no comí en ningún otro sitio, y los químicos de la cnrs, que lo sabían, habían optado por no mencionarlo para librar a su jefe de la sospecha de que ofrecía a sus invitados un vino barato y de poca calidad.

Más tarde me preguntaron si las almendras habían sido mi eureka. Lo más fácil habría sido afirmarlo o negarlo, pero lo cierto es que no lo sé. Ya antes, cuando destruía todo lo que tenía a mi alcance, cuando metía en la bañera todo aquello que se me antojaba peligroso, me comporté como un demente, aunque en esta demencia había una chispa de instinto de conservación; es posible, por lo tanto, que con las almendras ocurriera lo mismo. Quise añadirlas a las notas, eso sí que lo sé, y mi gesto se debió únicamente a una rutina de muchos años. Me habían entrenado para registrar hechos incluso en condiciones de máxima tensión, y me habían exigido informes que no estuvieran influenciados por mi apreciación de si un determinado hecho era o no esencial. También pudo tratarse de una intuición certera, que me hizo conectar la tormenta de la mañana, mi acceso de estornudos, la tableta que se me quedó atragantada, las almendras con que la tragué y el recuerdo de Proque visitando por última vez la pastelería de la esquina de la Rue Amélie. Semejante proeza me parece demasiado bonita para ser cierta. Es verdad que asocié las almendras con el caso de Nápoles, porque el pastelero exhibía en el escaparate un Vesubio adornado de almendras. Aunque el Vesubio no tenía nada que ver con el asunto, resultó ser un eslabón mágico, ya que me había permitido aproximarme a la clave de la historia.

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