Станислав Лем - La fiebre del heno

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La fiebre del heno: краткое содержание, описание и аннотация

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Una agencia de detectives requiere los servicios de un astronauta norteamericano retirado para que ayude a esclarecer una serie de misteriosas muertes acaecidas en un balneario en Nápoles. Varias personas han enloquecido y algunas se han suicidado sin que se conozca motivo para ello; otras parecen haber muerto accidentalmente. Todas las víctimas eran extranjeras, viajaban solas, rondaban la cincuentena y padecían algún tipo de alergia. Tanto la policía local como la Interpol consideran que no hay pistas suficientes como para afrontar el caso con garantías, hasta que empieza a cundir la idea de que en cierto modo las muertes obedecen a algo más perverso. ¿Está sujeto el asesinato al juguetón capricho de las leyes de la probabilidad y el caos?
La nueva y premiada obra maestra del genio polaco de la ciencia ficción, Stanisław Lem: una fábula metafísica con tintes detectivescos del autor de «Solaris». cite New York Times Books Review

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Como no quería que me molestaran, me bebí el café de un trago y me alejé. Me sentía bastante mal. Mis piernas se movían como tubos huecos y el coxis me volvió a recordar con sus punzadas el golpe que había recibido. Estaba harto de deambular sin rumbo. Pasé frente a los centelleantes escaparates de las tiendas y me situé en la escalera mecánica que exhibía en letras azul celeste las palabras «Air France». Era el camino más corto hacia el hotel. Me agarré con fuerza a la barandilla, porque el acero de los peldaños estaba reluciente por el uso y no quería correr ningún riesgo. Hacia la mitad de la escalera me di cuenta de que delante de mí iba una mujer con un perro en brazos. Al ver su cabello rubio me estremecí: era igual que la otra. Volví lentamente la cabeza y miré por encima del hombro; ya sabía quién estaba detrás de mí. Un rostro plano y azulado por la luz de neón, con gafas oscuras. Subí por la escalera automática casi con brutalidad, rozando a la rubia al pasar por su lado, pero no podía seguir huyendo así. Me detuve junto al pasamanos al llegar al piso superior y observé a las personas que la escalera iba depositando ante mí.

La rubia me miró de reojo y siguió caminando. Llevaba una estola con flecos sobre el brazo, y yo había tomado los flecos por una cola de perro. El hombre era grueso y pálido. No había nada de asiático en su aspecto. Mi esprit d’escalier , pensé; pero ¿por qué se presentaba de nuevo una semana después? «No me encuentro bien, es hora de que me acueste.» Por el camino compré una botella de tónica, me la metí en el bolsillo y sentí un gran alivio al ver en el reloj de la conserjería que era muy tarde.

La habitación ya me estaba esperando. Un botones me precedió con el equipaje, dejó en la antesala la maleta pequeña encima de la grande, recibió sus cinco francos de propina y se marchó. En el hotel reinaba un silencio íntimo, el silbido de los aviones que se preparaban para aterrizar se me antojaba aquí dentro una equivocación. Menos mal que había pensado en la tónica… Tenía sed, pero nada con qué abrir la botella, así que eché una ojeada al pasillo por si había una nevera provista de abridor. El tono cálido de la alfombra y las paredes me sorprendió, y sentí verdadera admiración por los decoradores franceses. Por fin encontré una nevera, abrí la botella, y ya volvía a la habitación cuando vi aparecer a Annabelle por el recodo del pasillo. Ataviada con un vestido oscuro, más alta de como la recordaba, pero con la misma cinta en el pelo y la misma expresión escrutadora en los ojos oscuros, caminaba hacia mí haciendo oscilar su bolso en bandolera. También ese bolso me era familiar, pero la última vez que lo había visto estaba hecho trizas. Se detuvo ante la puerta de mi habitación, que yo había dejado entornada al salir.

«Annabelle, ¿qué haces aquí?», quise preguntar, desconcertado y contento a la vez, pero solo pude pronunciar un confuso «A…», porque ella entonces me hizo una seña con la cabeza para que la siguiera y, tras mirarme con una expresión tan significativa que me dejó petrificado, entró en mi habitación. Dejó entreabierta la puerta interior. Atónito, pensé que tal vez quería confiarme algún tipo de secreto o un problema, pero, antes de que yo terminara de traspasar el umbral, oí dos ruidos claros y estridentes: sus zapatos, que había tirado al suelo, y el crujido de la cama. Con este rumor en los oídos y lleno de una justa ira, entré en la habitación y… me quedé sin aliento: la habitación estaba vacía.

—¡Annabelle! —grité. Vi que la cama estaba intacta—. ¡Annabelle!

Silencio. ¿En el cuarto de baño? Abrí la puerta y, como dentro no había luz, esperé a que se encendieran los tubos de neón. Bañera, bidé, toallas, lavabo, un espejo y, en él, mi rostro. Volví a la habitación y no me atreví ni a moverme. Aunque no podía haber tenido tiempo de esconderse en el armario, lo abrí. Nada. Con las rodillas temblorosas, me senté en un sillón. Habría podido describir con exactitud cómo caminó hacia mí, qué vestido llevaba; habría podido explicar que me había parecido más alta porque calzaba zapatos de tacón alto, mientras que en Roma llevaba sandalias planas. Recordaba la expresión de sus ojos cuando cruzó el umbral, cómo me miró, cómo sus cabellos ondearon cuando volvió la cabeza. Seguía oyendo el ruido de sus zapatos al caer al suelo y el crujido del colchón. Estaba realmente alterado; ¿acaso podían ser un engaño de los sentidos? ¿Una alucinación?

Me toqué la rodilla, el pecho, la cara, como si tuviera que iniciar las pesquisas por este orden; pasé ambas manos por la áspera funda del sillón, me levanté, fui de un extremo a otro de la habitación, propiné un puñetazo a la puerta entornada del armario; todo aquí era sólido, inamovible, muerto, claramente perceptible y, no obstante, vago. Me detuve ante el televisor y vi en su pantalla abombada el reflejo disminuido de la cama y de dos zapatos femeninos, tirados sobre la alfombra. Horrorizado, me di la vuelta.

No había nada sobre la alfombra. Junto al televisor había un teléfono blanco. Descolgué el auricular. Oí la señal de llamada, pero no marqué ningún número. ¿Qué iba a decirle a Barth? ¿Que en el hotel se me había aparecido una muchacha y por eso me daba miedo estar solo? Colgué, saqué el neceser de la maleta, fui al cuarto de baño y me detuve ante el lavabo. Todo cuanto hacía tenía la consabida correspondencia en mi memoria. Me salpiqué la cara con agua fría, como Proque. Me froté las sienes con agua de colonia, como Osborn. Volví a la habitación sin saber qué hacer. No me pasaba nada. Lo único razonable era acostarme cuanto antes y entregarme al sueño, pero al mismo tiempo temía desnudarme, como si la ropa fuese una capa protectora; al menos así me lo parecía. Me moví sigilosamente para no provocar al diablo, me quité pantalones, zapatos y camisa y, después de apagar la lámpara del techo, posé la cabeza sobre la almohada. Ahora todo cuanto me rodeaba parecía emanar inquietud; a la escasa luz de la lámpara de la mesilla, apenas podía percibir sus vagos contornos. Apagué la luz y me quedé inmóvil, obligándome a respirar lenta y profundamente. Llamaron a la puerta. No me moví. Repitieron la llamada, y tras un instante alguien abrió la puerta y entró en la habitación. Una silueta oscura, que se recortaba contra la intensa luz del pasillo, se acercó a mi lecho.

Monsieur…

No emití ningún sonido. El hombre permaneció ante mí unos momentos, dejó algo sobre la mesa y se retiró en silencio. La puerta se cerró; volvía a estar solo. Más agotado que aturdido, me levanté de la cama y encendí el aplique de la pared. Sobre la mesa había un telegrama doblado. Con el corazón desbocado y las piernas vacilantes, cogí el papel. Iba dirigido a mí y al hotel de Air France. Miré la firma y un escalofrío me recorrió todo el cuerpo. Cerré con fuerza los ojos, volví a abrirlos y leí una vez más el nombre del hombre que aún no había estado bajo tierra el tiempo suficiente para haberse descompuesto.

Le espero en Roma. Hilton. Habitación 303.

Adams

Leí el texto unas diez veces, me lo acerqué mucho a los ojos y le di la vuelta una y otra vez. El telegrama había sido expedido en Roma a las once menos veinte, así que ya había pasado más de una hora desde entonces. ¿Se trataría tal vez de una confusión sin importancia? Era posible que Randy se alojase en el Hilton; habría ido a un pequeño hotel de la Plaza de España porque no encontró otra cosa, y ahora se había trasladado y me lo hacía saber. Había recibido mi mensaje, y tras esperarme en vano y enterarse de que se habían suspendido los vuelos, me enviaba un telegrama. Pero ¿por qué firmar precisamente con este nombre? Me apoyé en la pared y pensé que tal vez estaba soñando. La luz del aplique ardía sobre mi cabeza. Todo cuanto miraba sufría una transformación. Las cortinas, el televisor, el borde doblado de la alfombra, los contornos de las sombras me comunicaban algo incomprensible. Todo cuanto me rodeaba dependía de mí, existía exclusivamente gracias a mi voluntad. Decidí desechar el armario: el brillo del pulimento se volvió mate, los contornos de la puerta se oscurecieron, la pared se abrió y se formó una brecha negra e irregular de la que comenzó a manar una sustancia escurridiza. Traté en vano de abrir el armario. La habitación se fue derritiendo en los rincones oscuros; solo podía conservar lo que se encontraba a la luz. Alargué la mano hacia el teléfono. El auricular, convertido en un objeto deforme, me resbaló de la mano; el aparato era una piedra gris de superficie granulada y en el lugar donde debería haber estado el disco para marcar había ahora un agujero. Mis dedos atravesaron su superficie y tocaron algo frío. Sobre la mesa había un bolígrafo. Empleé toda mi fuerza de voluntad para que existiera, y escribí con letras gigantes en el telegrama:

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