No estaba de humor para ir al cine, ni siquiera para comer algo, por lo que me permití un lujo que ya me tentara una vez en Quebec, cuando a causa de una ventisca de nieve no pudo despegar el avión. Me dirigí al otro extremo del aeropuerto, a una peluquería, y pedí al peluquero que me diese una muestra de todo su arte. El hombre era gascón y no comprendí mucho de lo que me contó, pero, fiel a mi decisión, contesté que sí a cada nueva pregunta, pues de otro modo me habría pedido que abandonase el local. Resistí bastante bien el corte y el lavado, pero después se puso verdaderamente manos a la obra. Buscó en el transistor que había entre los espejos un rock and roll , aumentó el volumen, se arremangó y, siguiendo el ritmo con los pies, como si bailara, empezó a darme un masaje. Me abofeteó la cara, me pellizcó las mejillas, me retorció el mentón, me puso compresas empapadas en agua hirviendo sobre los ojos y practicó una y otra vez pequeños agujeros en aquella sofocante careta para evitar que me ahogara, me preguntó algo que no oí porque no me sacó de las orejas el algodón que me insertara antes de comenzar el proceso. Contesté: «Ça va bien» , ante lo cual se abalanzó de nuevo sobre el armario para buscar nuevos frascos y ungüentos.
Estuve en sus manos una hora entera. Al final me peinó las cejas, las alisó dándoles una forma regular, retrocedió un paso con el ceño fruncido, contempló su obra, me cambió el peinador, extrajo de un cajón especial un frasco dorado, me lo enseñó como si fuera una botella de un gran vino, se untó el dedo de una especie de gelatina verde y empezó a frotarme con ella el cuero cabelludo. Durante todo el tiempo no cesó de hablar a un ritmo demente, aseverando al final que ahora ya podía estar tranquilo: era seguro que no me quedaría calvo. Después de cepillarme el cabello con un par de ademanes enérgicos, retiró todas las toallas y compresas, me sacó el algodón de las orejas, me sopló en cada una con ternura e incluso intimidad, me rodeó de una nube de polvos, sacudió una vez más el peinador ante mi nariz y se inclinó con dignidad. Estaba satisfecho de sí mismo. Se me había contraído el cuero cabelludo, las mejillas me ardían; me levanté completamente mareado, le di diez francos de propina y salí.
Faltaba todavía una hora y media para que pudiera ocupar la habitación. Quise subir a la terraza para contemplar el tráfico aéreo, pero me equivoqué de camino. El aeropuerto estaba en obras y me topé con unas cuerdas que impedían el paso a una escalera mecánica, bajo la cual trabajaban unos pocos mecánicos; y entonces, de pronto, me encontré en medio de un grupo de gente que se dirigía a la puerta de embarque: militares exóticos, monjas con tocas almidonadas, negros de largas piernas, probablemente un equipo de baloncesto. En la otra punta de la hilera una azafata empujaba una silla de ruedas ocupada por un anciano con gafas oscuras, que llevaba sobre las piernas un bulto peludo que saltó de su regazo y se arrastró hacia mí. Era un mono cubierto con una manta verde y tocado con una gorrita. Me miró con sus ojos negros y vivarachos, y yo bajé la vista hacia él hasta que se fue en pos de la silla de ruedas. No podía librarme del rock and roll de la peluquería, era como una melodía que me parecía oír en el susurro de los pasos y las voces de la gente. Contra la pared, bajo las luces de neón, había una máquina tragaperras electrónica; eché una moneda y me entretuve unos momentos con la diminuta bola de luz que cruzaba la pantalla como una pelota, pero el punto me deslumbraba y me marché sin haber terminado la partida.
De nuevo una cola de pasajeros se dirigía hacia la puerta de embarque; descubrí entre ellos a un pavo real que iba arrastrando la cola. Parecía muy tranquilo a pesar de los empujones de la gente, y simplemente meneaba la cabeza, como si no supiera muy bien a quién picar en la pierna. Primero un mono y ahora un pavo real. Quizá había perdido a su dueño. Yo no podía abrirme paso entre la gente, así que me limité a dar vueltas en el mismo sitio, pero no volví a ver al pavo. Entonces me acordé de la terraza e intenté ponerme en camino. Elegí un pasillo que me condujo abajo, a un laberinto de joyeros, peleteros y pequeñas agencias y tiendas. Mientras me distraía mirando los escaparates, tuve de improviso la sensación de que bajo el pavimento se iba abriendo un abismo cada vez más profundo, como si me encontrara sobre la superficie helada de un lago. Me parecía que el edificio tenía en sus cimientos su oscuro y mudo negativo. En realidad no vi ni sentí nada, pero de alguna forma fui consciente de este abismo. Volví a subir a la planta superior, pero me encontraba en otra ala del edificio y llegué a una sala llena de vehículos. Colocados en apretadas hileras, esperaban a ser cargados: carritos de golf, cochecitos de niño, tartanas playeras; me introduje entre los apretujados vehículos y admiré el brillo de la chapa bruñida.
Me detuve ante un cochecito dorado; el oro estaba cubierto de una especie de barniz, y en él descubrí mi reflejo. Me vi tembloroso, amarillo como un chino, con un rostro ya delgado, ya grueso, y al mover la cabeza mis ojos se transformaron en huecos marrones de los que surgieron escarabajos metálicos; cuando me agaché, detrás de mi reflejo asomó otro aún mayor y más oscuro. Miré a mi alrededor; no había nadie, pero en el oro volví a observar reflejada esta forma, una interesante ilusión óptica. Al final de la sala había una puerta corredera, pero estaba cerrada, así que volví por donde había venido, sintiendo que los reflejos que imitaban cada uno de mis movimientos como en una galería de espejos se burlaban de mí. Esta multiplicidad resultaba en cierto modo inquietante, y comprendí por qué: las imágenes me reproducían con un ligero retraso, aunque en realidad esto era imposible.
A fin de olvidar el ritmo del rock and roll que seguía zumbándome en la cabeza, empecé a silbar la melodía de John Brown’s body ; no encontré el camino a la terraza, por lo que me dirigí al exterior por una salida lateral. Pese a las farolas cercanas, reinaba una oscuridad verdaderamente africana. Cruzó mi mente la idea de si se trataría de un principio de ceguera nocturna o de un mal funcionamiento de mi rodopsina, pero al cabo de unos momentos ya veía mejor. Me había deslumbrado el paseo por la galería dorada; mis ojos cansados no se adaptaban ya como antes a los cambios de luz. Detrás del aparcamiento se elevaba un gran edificio en construcción, bañado por un mar de luces. Los bulldozers se movían de un lado a otro entre los postes de los focos, apartando montones de tierra amarillenta que refulgía como oro ante mis ojos. Sobre este Sahara nocturno pendía, como una galaxia, la nube plana de las lámparas de mercurio, y unos relámpagos retardados hendían de vez en cuando el espacio oscuro; eran los faros de los coches que salían de la autopista en dirección al aeropuerto. Esta escena tan corriente tenía para mí un encanto misterioso. Tras mi vagabundeo por el aeropuerto sentí que me invadía cierta sensación de expectación. No era la habitación lo que esperaba, aunque también pensaba en ella; esperaba algo más importante, como si hubiera intuido que se aproximaba un momento crucial. Incluso estaba seguro de ello, pero no podía explicarlo, del mismo modo que no se recuerda un nombre, aunque se tenga en la punta de la lengua.
Me uní al gentío congregado ante la puerta principal, o más bien fue la gente la que me empujó hasta introducirme dentro del grupo. Cuando entré de nuevo en el vestíbulo, pensé que ya era hora de tomar un tentempié, pero las salchichas eran insípidas como el papel. No me las comí, sino que las tiré junto con la bandeja a la papelera, y me dirigí al pequeño café sobre cuya entrada había un pavo real, aposentado como en un trono. Parecía tener un tamaño mayor al natural, por lo que no podía ser disecado. Ya había estado una vez en este Café del Pavo Real, hacía una semana, con Annabelle, antes de que llegara su padre. Dentro había unas cuantas personas. Me senté con mi café en un rincón, de espaldas a la pared, porque mientras estaba en la barra había sentido en la nuca la mirada de un desconocido; una mirada tenaz que ya se había desviado, puesto que ahora nadie se fijaba en mí. Había algo ostentoso en esta falta de interés. Al son de un lejano ruido de motores, que llegaba hasta nosotros como si procediera de un mundo más importante, aplasté con la cucharilla el duro terrón de azúcar contra el fondo de la taza. En la mesa contigua a la mía vi una revista que tenía una banda roja sobre la portada negra, seguramente un ejemplar de Paris Match , pero la mujer sentada en la mesa con su desaliñado amante cubría el nombre con su monedero. ¿Intencionadamente? ¿Quién me había reconocido, un cazador de autógrafos o un reportero casual? Como por descuido, dejé caer al suelo el cenicero de cobre. A pesar del ruido, nadie se volvió a mirarme. Esto acrecentó mis sospechas.
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