Станислав Лем - La fiebre del heno

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La fiebre del heno: краткое содержание, описание и аннотация

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Una agencia de detectives requiere los servicios de un astronauta norteamericano retirado para que ayude a esclarecer una serie de misteriosas muertes acaecidas en un balneario en Nápoles. Varias personas han enloquecido y algunas se han suicidado sin que se conozca motivo para ello; otras parecen haber muerto accidentalmente. Todas las víctimas eran extranjeras, viajaban solas, rondaban la cincuentena y padecían algún tipo de alergia. Tanto la policía local como la Interpol consideran que no hay pistas suficientes como para afrontar el caso con garantías, hasta que empieza a cundir la idea de que en cierto modo las muertes obedecen a algo más perverso. ¿Está sujeto el asesinato al juguetón capricho de las leyes de la probabilidad y el caos?
La nueva y premiada obra maestra del genio polaco de la ciencia ficción, Stanisław Lem: una fábula metafísica con tintes detectivescos del autor de «Solaris». cite New York Times Books Review

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»Y esa es toda la historia, señor. Una historia sin solución y, en consecuencia, sin final. El doctor Dunant supuso que algún agente del taller del óptico había desencadenado el cambio del preparado X. Debía de haberse producido una reacción catalítica que aumentó un millón de veces el efecto del preparado, pero no hemos conseguido probarlo. Nos retiramos del asunto porque no había motivo para continuar la investigación, puesto que los culpables no eran hombres, sino átomos. No se trataba de un crimen, porque la cantidad de compuesto X con que Dunant empapó las gafas no era suficiente ni para matar a una mosca. Solo sé que Dunant o un apoderado suyo compró a madame Proque toda la instalación de la cámara oscura y comprobó el efecto en su preparado de todos los productos químicos que contenía, pero sin resultado.

»Madame Proque murió poco antes de Navidad aquel mismo año. Oí decir a mis hombres —aunque como rumor— que, tras su muerte, Dunant se trasladó durante un tiempo a la tienda vacía y realizó pruebas con todas las sustancias posibles: el contrachapado del tabique, el polvo de la talladora, la pintura de las paredes, el polvo del suelo. Al parecer se dedicó a ello durante todo el invierno, y no pudo averiguar nada. Le he relatado todo esto porque el inspector Pingaud me rogó que lo hiciera. Tengo la impresión de que su caso es algo similar. Cosas semejantes ocurren en nuestro mundo desde que lo hemos perfeccionado científicamente. Esto es todo.»

Volvimos a Garges en medio de un denso tráfico y apenas hablamos durante la hora de camino. Yo había reconocido la locura de Proque como se reconoce un rostro amigo. Faltaba la fase de las alucinaciones, pero ¿cómo saber si no había sido el peor caso de todos? Era extraño: había considerado a las otras víctimas elementos de un rompecabezas, y en cambio Proque me inspiraba lástima —a causa de Dunant—. Veía con claridad que a este no le bastaban los conejillos de Indias. Estos no se suicidan. Necesitaba un hombre. Y no se arriesgó de ninguna forma: cuando vio en el umbral al policía, se camufló detrás de Francia. En realidad, yo podía llegar a entender aquello. Pero sus palabras: «¿Qué tal? ¿Cómo se encuentra hoy, mi querido Dieudonné?» me encolerizaban. Si aquel japonés de Roma era un criminal, ¿acaso no lo era Dunant? Seguramente le habían cambiado el nombre. Me pregunté por qué el inspector Pingaud me habría permitido oír esta historia; no por simpatía, desde luego. ¿Qué se ocultaba detrás de todo aquello? Incluso el final podía ser falso. De ser así, era posible que hubiesen aprovechado la oportunidad para facilitar, bajo una apariencia inofensiva, información sobre una nueva arma química al Pentágono. Pensándolo bien, era una opción bastante probable. Tenían un triunfo en la mano, y lo habían utilizado con tanta destreza que, si fuera necesario, podrían negar haberlo desvelado; al fin y al cabo yo había escuchado con mis propios oídos que no se había encontrado absolutamente nada , y no podía tener la seguridad de que no fuese cierto. Si yo hubiera sido un detective privado corriente no me habrían ofrecido esta información, eso era indiscutible; pero un astronauta, aunque fuese de segundo grado, podía ponerse en contacto con la nasa, y la nasa con el Pentágono. Si esta decisión procedía de estamentos más altos, Pingaud solo había cumplido órdenes, y la confusión que el asunto parecía haber causado en Barth no significaba nada. De hecho, su situación era más delicada que la mía. Sin duda atisbaba el toque de la alta política en la inesperada acción de «ayuda», pero no quería hablar de ello conmigo porque también para él había constituido una sorpresa. Yo estaba seguro de que no le habían puesto al corriente; conocía muy bien las reglas del juego en este terreno. No lo habían llevado aparte para decirle: «Vamos a dejar que este ami vea de lejos nuestras cartas para que luego dé el soplo». Estas cosas no funcionan así.

Si solo me lo hubieran revelado a mí, habría parecido extraño: no podían hacerlo porque sabían que Barth y su equipo ya se habían comprometido a colaborar con nosotros. No podían excluirlo ni iniciarlo en las interioridades del caso, por lo que habían escogido la variante más sensata: dejarle oír lo mismo que yo, y que ahora se devanara los sesos sobre lo que ocurriría después. Tal vez ya estaba arrepentido de haberme escuchado con tan buena predisposición. Enseguida pensé en las consecuencias que esta historia tendría en nuestra investigación. No eran precisamente de color de rosa. En la serie italiana, las características que predestinaban a las víctimas eran las siguientes: baños sulfurosos, una edad que rayara en los cincuenta, una complexión robusta, la soledad, el sol y una alergia. Aquí, sin embargo, se trataba de un hombre que había sobrepasado los sesenta, delgado y no alérgico, que vivía con su madre, no tomaba baños sulfurosos ni de sol y no se movía de su casa. Era difícil encontrar más diferencias.

En un repentino acceso de generosidad, le dije a Barth que deberíamos digerir por separado la historia recién escuchada, a fin de no influenciarnos mutuamente; así por la noche podríamos intercambiar las conclusiones a las que habríamos llegado de modo independiente. Accedió de buen grado. Hacia las tres salí al jardín, donde me esperaba el pequeño Pierre, detrás del cenador. Era nuestro secreto. Me enseñó los materiales que había reunido para construir el cohete. Un barreño representaría el primer módulo. Nadie reacciona con mayor sensibilidad que los niños, así que no le dije que un barreño no podía servir de tobera, pero le dibujé en la arena los diferentes módulos del Saturno V y IX.

A las cinco fui a la biblioteca, tal como había acordado con Barth. Me sorprendió. Del mismo modo que en Francia se había trabajado con el factor X, empezó, también debía de ser el caso en otros países. Tales trabajos solían desarrollarse de forma paralela. En consecuencia, también los italianos… Tal vez sería preciso considerar el asunto desde un punto de vista totalmente nuevo. No era obligatorio que el preparado se elaborase en los laboratorios del Gobierno; podía desarrollarse en una empresa privada. Un químico que tuviera contactos con extremistas podía haberlo descubierto o, lo que aún parecía más probable, simplemente haber robado una determinada cantidad del compuesto químico. La gente que lo tenía en sus manos ignoraba con qué factor de efecto máximo debía usarse el preparado. ¿Qué hacían, entonces? Experimentar… Pero, en tal caso, ¿por qué las víctimas eran siempre extranjeros de una edad determinada, reumáticos, etcétera?

También para esto tenía a punto una respuesta.

—Póngase en el lugar de un hombre que dirige un grupo de esta índole. Han oído decir que el preparado tiene un efecto enorme, pero no saben con exactitud cuál es. Carecen de escrúpulos morales. Hay que probar el preparado en alguna persona, pero ¿en quién? Desde luego queda descartado cualquiera que se encuentre en su círculo inmediato. Debe ser un desconocido. Supongamos que este desconocido es italiano, con familia numerosa. Los primeros síntomas aparecerían en su conducta; sus allegados advertirían el cambio y el individuo no tardaría en acudir al médico o a una clínica. En cambio, un hombre sin familia puede presentar tales síntomas sin que nadie se interese por ellos, sobre todo en un hotel, donde siempre se procura pasar por alto las singularidades de los huéspedes. Cuanto más lujoso es el hotel, mayor es el aislamiento. En una pensión de tercera clase la patrona vigila cada paso de sus inquilinos, mientras que en el Hilton es posible andar cabeza abajo sin llamar la atención. Ni la dirección ni el personal hacen nunca aspavientos mientras no se trate de un delito criminal. El desconocimiento del idioma es un factor aislante adicional, ¿no cree?

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