– Trece -contestó la muchacha, sonriéndole con gran encanto-. Y si mal no recordáis, soy la Reina Ardid, vuestra esposa.
– ¡Trueno! -masculló el Rey, intentando incorporarse-, de eso sí que me había olvidado.
– Pero yo no de vos -respondió ella con voz calmosa y suave, aunque muy firme-. He oído que sufrís una cruel herida, y por tanto, como esposa vuestra, estimo que debo cuidaros y aliviaros en cuanto me sea posible. Tal vez no hayáis olvidado que fue a causa de mi ciencia por lo que me tomasteis en matrimonio.
– ¡Oh, sí! -dijo él, animándose por momentos-. Lo recuerdo muy bien. Pero has de saber, preciosa criatura, que me han tenido alejado de este lugar crueles batallas y grandes preocupaciones. Espero que, entretanto, hayáis crecido bien y sin queja.
– Así es -dijo Ardid, sentándose a sus pies-. Ved cómo hice florecer este paraje: antes era un revoltijo de malezas, y ahora es mi jardín, y el vuestro. Pero también es verdad que durante vuestra ausencia y vuestras luchas con las Hordas del Este -tened por seguro que he seguido todas vuestras batallas con gran interés-, las reservas del Reino han sufrido considerables reveses, ya que las guerras, cuando se trata sólo de defenderse, y no de conquistar, no traen riquezas a un país, sino muchos gastos. El Rey quedó mudo de asombro al oír tales razonamientos en una boca casi infantil, y por añadidura femenina. Pero recordando que la ciencia de la Reina era muy grande, se guardó de mostrar su estupor. Con creciente admiración -si bien un tanto picado por la directa alusión a la cuestión defensa-conquista, y sus considerables mermas en provecho del país-, siguió escuchando:
– Pero -continuó Ardid, con su vocecita tersa y firme- no en vano me tomasteis por esposa y Reina, de suerte que, gracias a mi capacidad de administración y buen cálculo, he sabido orientar y aun dirigir de tal forma a vuestro Consejero, Tesorero y Administrador, el Conde Tuso, que, si bien el Reino ha atravesado años de mucha austeridad y, como vulgarmente se dice, hemos exprimido hasta la última gota a campesinos, villanos y vasallos en general, lo cierto es que, aunque no nos hemos enriquecido, ni ha prosperado el país, tampoco nos hallamos sumidos en la miseria y el descalabro que era de esperar. Tened por seguro que tanto las tierras del Sur, como los territorios que durante vuestras campañas de conquista añadisteis al Reino, han sido de tal manera utilizados y aprovechados, que no me gustaría hallarme, querida y amada Majestad, en la piel de ninguno de vuestros vasallos oriundos de aquellas zonas.
Al decir esto sonreía con tal dulzura, que el Rey no sabía si sus palabras contenían un reproche o una alabanza.
– Si todo ello es cierto -dijo al fin el Rey, acariciándole las mejillas, y comprobando, de paso, que eran suaves, firmes y doradas como albaricoque-, os aseguro que os estimaré aún más que ahora. Y tened por seguro, querida niña, que ninguna Reina será tan honrada como vos.
– Mucho me place oírlo -dijo ella, levantando las manos y ahuecando sus cabellos con gran coquetería-. Pero tened en cuenta (y no lo olvidéis) que ya no soy, en modo alguno, una niña.
Dicho lo cual se levantó. Y luego, inclinóse para mullir y arreglar con sumo tacto la piel que cubría las rodillas del Rey, y que, mientras tanto, se había deslizado al suelo.
– Hermosa piel -dijo acariciándola-. Lástima que sea de un color tan sombrío.
– Ah, querida, era el manto del peor cabecilla del Este -dijo Volodioso-. Y tened por seguro que con la piel de su cuerpo hubiera hecho lo mismo, si no la hubiera cosido antes a lanzazos: de poco abrigo me serviría ya en el crudo invierno.
Dicho lo cual, juzgó que su ocurrencia era extremadamente graciosa, y prorrumpió en grandes carcajadas: como sólo una vez -hacía de ello seis años- se habían oído brotar de su garganta. Y no era ajeno a ella el Trasgo del Sur, que bailoteaba entre las ramas de los árboles gemelos: satisfecho de que la escena por ellos planeada se sucediera tan a gusto de ambos.
– Pues juzgo que ya habéis guerreado bastante -dijo Ardid-. Y si me lo permitís, os aconsejaría una temporada de descanso y de paz, reponiéndoos de vuestra herida, y teniéndome en vuestra compañía. Creo que si realmente soy vuestra esposa, algún día debo apreciarlo de veras.
El Rey quedó muy asombrado al oír aquellas palabras, que no supo cómo interpretar. Pero observando detenidamente a la Reina, dio en pensar que, efectivamente, no era en modo alguno una niña. La juzgó alta y muy bien proporcionada, amén que semejaba toda ella una hermosa fruta. Y se dijo que, si bien poseía la altivez y el porte de una verdadera Reina, su aspecto era tan lozano como el de alguna de aquellas campesinas que le parecieran más apetitosas que las insulsas damas de su Corte. Y, como la reunión de tales cualidades ofrecía un singular atractivo, dijo, mientras atraía a la Reina por la cintura:
– Bien pensado, creo que el nuestro fue un matrimonio muy acertado.
– No lo dudéis -sonrió la jovencita-. Pero ahora conteneos, pues debéis cuidar vuestra herida y reponeros suficientemente de ella. El Rey se sintió muy regocijado con las respuestas de la Reina, y pensó que, si bien carecía del encanto y la fascinación de la inolvidable Lauria, al menos era la criatura menos aburrida de la Corte -además de muy prometedora en el amor, si, como decía, y estaba dispuesto a creer, ya no era una niña.
– Esmeraos -dijo, acariciándola (y notó que la contextura de la muchacha era de firmeza singular)- y procurad que sane pronto. Pues os aseguro que no os daré motivos para la decepción o el arrepentimiento de haberme aceptado como esposo.
Así transcurrió la mañana, en animada charla. El Rey estaba totalmente perplejo ante los muchos conocimientos que la criatura en cuestión -niña o mujer- acumulaba: tanto en lo que concernía a la Corte como a sus propias andanzas, guerreras o amorosas. Y, con gran alivio, comprobó que su joven esposa se hallaba a gran distancia de lo que suele tenerse por mujer celosa; antes bien, hacía atinadas observaciones -no exentas de malicia sobre las mujeres con las que él solía entretener sus ocios. Y estos comentarios le regocijaban profundamente.
Nuevamente, como hacía seis años, tomó sus trenzas entre las manos y, tirando cariñosamente de ellas -si bien esta vez con distinto brillo en sus ojos, ya despojados de toda melancolía enfermiza-, dijo:
– A este paso, esposa mía, creo que sanaré mejor con tus charlas que con tus pócimas.
– Pero no hemos de descuidarlas -dijo la Reina-. Para ello estuve indagando largamente en ungüentos y remedios: y debo decir que no es ajeno a ello mi buen Maestro, a quien tanto debo.
– Ah, sí, el vejete aquel -dijo el Rey, lleno de tierna bonhomia. Pues desde que apareció Ardid ante él, todo le llenaba de alborozo-. Era un hombre muy digno, aunque demasiado solemne, a decir verdad.
– Pues si me obligáis a ello -repuso Ardid, con gesto altivo-, os confesaré que esta Corte anda harto necesitada de cierta solemnidad. A lo que he podido ver, vuestros súbditos, aun los más nobles, más que cortesanos se me antojan pandillas de cómicos, o aún peor, de truhanes disfrazados.
– Si así lo deseáis, la Corte se refinará un poco -dijo Volodioso-. Pero tened en cuenta que este Reino se hizo con la espada, no con reverencias cortesanas.
Y ante estas palabras, que si bien evidenciaban un no muy hábil, pero sí lícito desquite, Ardid dio muestras del más exquisito tacto, pues respondió, con gran dulzura:
– También eso es verdad, mi buen Señor, y tengo para mí que ésta es la única forma de crear un Reino poderoso. Tened por seguro que vuestra reflexión la tomo por lección, y por cierto, muy atinada: no la olvidaré, estad seguro.
Читать дальше