Ana Matute - Olvidado Rey Gudú

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Olvidado Rey Gudú: краткое содержание, описание и аннотация

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Olvidado rey Gudú narra el nacimiento y expansión del Reino de Olar, en una historia donde se habla de la pérdida de la inocencia, la atracción y el miedo hacia lo desconocido, el placer de la conquista, el amor, el dolor, la memoria, y sobre todo, el olvido.
El universo fantástico de Matute nos introduce en una historia larguísima sobre traiciones, hijos ilegítimos, desamores y pasiones desconocidas. Un rey incapaz de amar es el centro de esta saga dramática, con pocas concesiones a la ternura o la esperanza. He ahí la mayor baza de la novela, la forma en que retrata la educación y la falta de afecto hacia los hijos. Un relato cruel con parricidios, asesinatos y huidas, todo entremezclado en una narración densa a la vez que fácil de seguir, hasta el obligado e inexorable final.

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Desde aquella hora, el Rey no volvió a dirigir la palabra a Ardid, ni a acordarse tan siquiera de ella. Sólo tenía pensamiento para su feroz enemiga, que no desperdiciaba ocasión de demostrarle su odio. Y cuanto mayor era el odio de ella, más grande era la pasión del Rey, de forma que toda la Corte estaba asustada.

Tuso consideraba aún imprudente entrometerse en aquella situación, si bien ésta comenzaba a inquietarle. Volodioso había mandado alojar a la prisionera en una cámara contigua a la suya, y cubrirla de adornos y vestidos. A cambio, sólo desprecio recibía de la misteriosa mujer, a quien jamás oyó la voz.

Así estaban las cosas cuando Ardid decidió por su cuenta hallar la solución. Sabía que, a pesar de los halagos que recibía del Rey, de hecho, la mujer de las Hordas salvajes permanecía prisionera. Y aún más, de nuevo permanecía con las manos atadas a la espalda, pues de no ser así, arañaba con tal furia que el Rey mostró en su rostro las huellas de sus garras, como si una alimaña hubiera desgarrado su carne. Y teniendo noticia de que la mujer esteparia sólo tenía ojos para mirar hacia el Este, asomada a la ventana, Ardid reflexionó que la mejor solución para deshacerse de ella era consiguiendo que escapase.

Eligió una tarde en que el Rey, despechado y taciturno, salió de caza con su hermano Almíbar. Ardid penetró entonces en la cámara de su Maestro y le pidió, con lágrimas en los ojos, polvos de adormidera amañados en vapor, para con ello dormir a la Guardia encargada de la vigilancia de la prisionera. El viejo sintió de improviso un gran temor, y le dijo:

– ¿Cómo es eso, niña? ¿Qué leo en tus ojos? ¿Qué es lo que así te aflige? Debías sentirte feliz viendo a tu enemigo en manos de esa fiera que, a buen seguro, un día u otro, acabará con su vida: y de este modo, a fuer de satisfecha tu venganza, te verás Reina y madre de un legítimo heredero. ¿Qué más puedes desear?

– Calla Maestro, y nada me preguntéis -dijo ella-. Sólo os pido que, por el gran cariño que me tenéis, lo hagáis.

El viejo movió la cabeza con pesar. Al fin, laboriosamente, hizo lo que ella pedía. Pero con evidente disgusto, pues aquellas mescolanzas eran cosa propia de aficionados sin categoría alguna, e impropio de un sabio de altura como él.

Ardid se aproximó a la cámara donde guardaban a la prisionera, y esparciendo el vapor del sueño, los soldados quedaron totalmente atrapados en las redes de un profundo sopor. Luego, entró en la cámara, y por señas, indicó a la Princesa que la siguiera. Ésta la miró fijamente a los ojos, y un hilo invisible, pero cierto, pareció enlazar sus miradas. A partir de ese instante, se limitó a obedecer.

Ardid la condujo a las caballerizas; y usando nuevamente del vapor del sueño, durmió a todo sirviente, mozo o palafrenero que halló al pasar. Y desatando el hermoso corcel negro de la mujer esteparia, que celosamente conservaba el Rey en sus caballerizas, indicó a su dueña que lo montase. Ésta lo hizo inmediatamente de un ágil salto. Luego, Ardid condujo con gran cuidado montura y amazona hacia la parte Sur, allí donde plantara un día su jardín: y por la secreta puertecilla medio oculta entre la maleza, la invitó a salir. Sólo entonces cortó, con su cuchillito, las ligaduras de sus manos. Entonces, la prisionera la miró de nuevo con sus relampagueantes ojos y, poniéndole una mano sobre el hombro, pronunció en voz baja unas palabras en la lengua de Olar, que asombraron a Ardid:

– No ames al lobo, ¡destrúyelo! -dijo. E hincando los talones en los ijares de su corcel, se perdió velozmente en la oscuridad, hacia el añorado Este.

Aquellas palabras se clavaron profundamente en el corazón de Ardid. Llena de temor y sombríos presentimientos, regresó y se encerró nuevamente en su cámara.

El Rey Volodioso quedó consternado al conocer la desaparición de la muchacha esteparia. Pero como nadie había visto lo sucedido, y nadie podía dar razón de cómo ocurrió, y dado que la Guardia permanecía impertérrita a su puerta, y ésta aparecía sin huellas de haber sido forzada, un escalofrío de temor recorrió los huesos de todos los habitantes del Castillo, hasta el último pinche de cocina, sin exceptuar al propio Volodioso. Tuso, que abrigaba sus temores respecto a la Princesa Guerrera, dijo al Rey:

– No tengáis ahora duda alguna, esa mujer era una bruja maligna, y sólo pesar os hubiera traído el conservarla.

El Rey quedó muy mohíno. Estuvo todo el día a solas, sin querer ver a nadie, ni comer; sólo bebiendo, hasta muy avanzado el alba.

Al día siguiente, Ardid acudió a ver a su esposo, con aire falsamente humilde y afectuoso. Pero el Rey la recibió con desvío, y apenas le prestó atención. Así ocurrió un día tras otro. Hasta llegar uno en que Ardid perdió totalmente la paciencia, y encarándose a él, le dijo:

– Habéis de saber, esposo mío, que si indudablemente habéis sido un gran Rey, en la actualidad estáis destruyendo todo lo que hicisteis. Por vuestros estúpidos caprichos y vuestra manía de andar a la zaga de unas gentes que más nos conviene tener alejadas, debo deciros que si no fuera gracias a mi gran astucia el país no se hubiera salvado de la ruina y la miseria. A estas horas no seríais sino un Rey mendigo, perseguido hasta la muerte por vuestros enemigos, que, no lo dudéis, son muchos. Y tened por seguro que si esa mala víbora no hubiera desaparecido por artes de una magia repugnante que desconozco y desprecio, es muy cierto que vuestra ridícula pasión de viejo por un ser semejante, os hubiera llevado a muy graves situaciones.

– ¿Queréis callar de una vez? -dijo el Rey, que ni siquiera mostraba cólera, sino un profundo hastío-. ¡Esposa teníais que ser, al fin y al cabo! ¿Cómo pude caer en red semejante? Sabed, estúpida y charlatana criatura, que nunca podréis entender, con vuestra infantil forma de pensar, lo que en verdad suponía para mí la Princesa de las Hordas. Ella no era para mí una mujer: era la misma estepa, la tierra desconocida, la enorme ignorancia que me tortura por lo que no ven mis ojos, ni tocan mis manos. No, no era una mujer tan sólo: era el misterio, la pasión de conquistar lo desconocido: era el último jirón de mi juventud.

La Reina quedó muda de estupor. No comprendía aquellas palabras. Nunca oyó una perorata tan larga en labios del Rey, y comprobó que no estaba borracho. Súbitamente le vio despojado de toda su realeza, fuerza y poder: sólo era un hombre perdido en muy vasta y estremecedora soledad.

– Pues entonces -dijo Ardid, lo más suavemente que le fue posible-, pensad que vuestra esposa es muy joven, y que pronto os dará un hijo hermoso y fuerte.

– ¡Dejadme, he dicho! -se impacientó el Rey-. Nada me importan esas cosas. ¡Dejadme solo!

Entonces Ardid cometió el gran error de su vida: insistir con su presencia y sus palabras en el momento más inadecuado, de forma que destrozó la soledad, que en verdad el Rey amaba. Y viendo que el Rey se impacientaba, la ira la dominó a su vez, y levantándose, gritó:

– ¡Sois tan estúpido y majadero como jamás conocí a nadie, Rey Volodioso! Y tened por seguro que esa maldita se llevó lo que os quedaba de juventud, con ser bien poco; porque sólo a un viejo idiota contemplo ante mí, no al magnífico Rey con quien creí casarme. ¡Os juro que vengaré este desprecio, y que mi hijo será un verdadero Rey, y no una piltrafa borracha y enamoradiza capaz de llevar a la ruina un país conseguido a través de tanta sangre y tanto sacrificio!

Entonces el Rey perdió toda la paciencia que le quedaba, y llenándose de furor como de un vino más poderoso que ninguno, llamó a grandes voces venir la Guardia, y ordenó que la Reina fuese encerrada de por vida en la Torre Este. Y que jamás oyera hablar de ella. Luego, llamó a su hermano Almíbar -por ser el único en quien confiaba, y por haberlo dotado de soldados muy bien dispuestos y aguerridos-, y díjole:

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