A menudo, los esteparios cruzaban el Gran Río, y, a despecho de la línea de fortificaciones, reconstruida por Volodioso, se adentraban en Olar en incursiones tan rápidas como despiadadas, y sembraban el horror, la ruina y la muerte por aldeas y monasterios. Estos últimos eran preferentemente blanco de sus saqueos: pues no en vano conocían la cantidad de objetos de valor -vasos de oro y plata, joyas y otras riquezas- que allí se acumulaban.
Un sentimiento nuevo brotó en Volodioso, mezcla de ira y atracción hacia aquellos jinetes prodigiosos, y crecía en su ánimo de día en día. Ellos le habían hecho apreciar la supremacía de los hombres a caballo sobre los hombres de a pie, y así se despertó su pasión por estos animales: y cada vez que en su persecución llegaba a apoderarse de sus veloces corceles, la alegría de Volodioso era mayor que la producida por captura de prisioneros, o por infringirles bajas. La estepa, ante sus ojos y su insaciable curiosidad, comenzó a despertarle un desazonante deseo sacudido de creciente insatisfacción. Una sed que nunca logró calmar en toda su vida.
jamás los esteparios constituyeron un verdadero ejército. Apenas le era notificado el primer síntoma de sus incursiones, reunía Volodioso sus hombres y acudía prestamente al Este, abandonando cuanto tuviera entre manos: sólo imbuido de una ira, de un salvaje deseo de exterminio; o acaso, empujado por la oscura esperanza de desentrañar algo que empezaba a constituir la clave de un vasto y complejo misterio. Les perseguía encarnizadamente, aun a sabiendas de que estas persecuciones se estrellaban, al fin, en lucha contra la nada. Con la misma rapidez que aparecían, los Diablos Negros -como los llamaban los olarenses, tan dispuestos siempre a imaginar las más descabelladas y maléficas criaturas- desaparecían en dispersos grupos; caían sobre sus tropas, luego: aquí y allá, incontrolables, inesperados y lanzando escalofriantes gritos. Causaban entonces desastrosas bajas -siendo menos en número y peor armados que los de Olar-, y, sobre todo, despertaban entre sus filas algo más terrible que la misma muerte: el miedo.
A veces, capturaron alguno de aquellos guerreros. Sin pronunciar palabra, sufrieron los crueles castigos y torturas de que eran objeto. De lo alto de las torres que se alzaban en las fortificaciones, ataban o clavaban en estacas sus mutilados cadáveres o, incluso, aún vivos, sus desgarrados cuerpos, para que así sus hermanos de raza pudieran contemplar los sistemas de venganza practicados por el Rey Volodioso. Pero aquellos jinetes casi fantasmales no parecían ni desanimarse ni desaparecer.
Estepa adelante, al otro lado del Gran Río, allí donde jamás pusieron sus plantas los hombres de Olar, el mundo se convirtió para éstos en un misterio infinito y pavoroso. Ni aun a riesgo de ser descuartizados vivos -si el caso hubiera llegado-, los hombres que formaban el poderoso y ampliamente conocido Ejército de Volodioso hubieran traspasado aquel río, ni se hubieran adentrado en la estepa. Allí -se decían-, no era ya la Muerte quien les aguardaba, sino las Tinieblas del Fin del Mundo. Había cundido entre los soldados la creencia -y así, se extendió a todo el Reino- de que tras el Gran Río se abría el gran abismo donde terminaba el mundo: y por ende, los negros jinetes no eran otra cosa que negros diablos -de tal idea nació tal nombre surgido de aquellas Tinieblas. Quien osara llegar hasta allí, sería precipitado en el gran abismo, y su condenación, agonía y tortura prolongaríanse por toda la Eternidad.
Volodioso no creía en esta historia. Pero, en cambio, se consumía de curiosidad y de temor, a partes iguales, ante aquello que su humano entendimiento no lograba explicarse.
– No os preocupéis de las estepas ni de sus jinetes, Señor -solía decirle, en ocasiones, el Consejero Tuso-. Limitaos a defender vuestras fronteras, y mantenedlos alejados de ellas: os aseguro que, en verdad, sus tierras y gentes no os interesan. Sé de muy buena fuente que se trata tan sólo de hordas míseras, sin ley, sin Rey, sin patria verdadera: tan sólo conducidas por jefes de ferocidad y salvajismo destructor y obtuso; bien poco pueden aportar a vuestro floreciente Reino. Si se adentran en las praderas de Olar, o en la vecindad de las colinas, es tan sólo empujados por su propia hambre; se trata de simples y desesperados ladrones, dispuestos a morir por una cabra o una gallina, por una escudilla de legumbres o, como máximo, por un vaso de oro si alcanzan a destruir y saquear un monasterio o una abadía… Tened por seguro, Señor, que ningún provecho y muchas preocupaciones os traería conquistar tierras tan áridas, inhabitables e ingratas. Sólo abunda allí el viento, el frío, el polvo y la más vasta ignorancia.
Así, por lo común, lograba convencerlo, o al menos aplazarlo. Pero alguna vez, de regreso de aquellas tierras, si celebraba la -al menos momentánea- expulsión o venganza, el Rey se embriagaba de forma taciturna y desconocida en él.
– Mi hermano Almíbar me habló, en tiempos, de otras cosas -decía, cuando el vino comenzaba a enturbiar sus ojos y su lengua-. Mi pequeño hermano Almíbar tenía un libro bajo la cornamusa… y allí había historias muy curiosas, que hablaban de un reino fastuoso donde los reyes dormían junto al río, en tiendas de seda y oro, y bebían en copas guarnecidas de rica pedrería. Así lo decía el libro… y decía también (bien lo recuerdo) que las torres de sus ciudades no estaban hechas por la mano de los hombres, sino que fue el viento quien cinceló sus cúpulas doradas y sus almenas azules… Sí, sí: llamad en seguida a Almíbar, llamad a mi hermanito, y decidle que su hermano-Rey le llama, y que traiga su libro, y lea para mí estas historias…
Llamaban a Almíbar, y el medio-hermano acudía, solícito, aunque interrumpieran su sueño.
No había cambiado, desde los tiempos de aprendiz de Vigía: habíase convertido en un joven elevado a Príncipe por el Rey, y habitaba en el cercano Castillo Negro. Conservaba su ensoñadora expresión -tan ensoñadora que, al cabo, comenzóse a murmurar en la maldiciente Corte si no respondería a una profunda y muy arraigada estupidez.
En aquellas ocasiones, vestíase presuroso, y acudía junto al hermano-Rey, a quien tanto amaba. Calmábale con raras palabras -a juicio del impaciente Tuso, llenas de despropósitos-, pero que tenían la virtud de aplacar los emperrados sueños que provocaba el vino en tan poderoso como contradictorio Rey.
– Perdí aquel libro -solía decir Almíbar, entre otras cosas de difícil comprensión-. Lo perdí, cuando me enviasteis al Monasterio… Sí, lo siento mucho, hermano, pero perdí aquel libro. Y también perdí la cornamusa. Pero, decidme, ¿cómo están los queridos Pájaros Sin Nombre? ¿Os atienden bien? ¿Proliferan?
Y aunque parezca mentira, tales cosas, sin lógica ni hilación aparente, sacaban al Rey de su obcecación. Y así, durmiéndole entre confusas pláticas, le dejaba tranquilo. Al día siguiente, el Rey salía al bosque, y sus escuderos decían que muchos pájaros humildes, grises y chillones, se posaban en sus hombros, y, al parecer, a él le complacía mucho verlos. Aparentemente, al menos, olvidaba la estepa y sus molestos habitantes.
– ¡Sólo hambre, hambre y miseria! -rezongaba Tuso, deseando poner su broche de oro al tema. Y aunque no lo decía, despreciaba profundamente al Príncipe Almíbar por haber llenado, en algún tiempo que no alcanzaba a descifrar, la sesera de un Rey tan poco dado a fantasías, tan rotundo, expeditivo y desprovisto de quimeras, con tan peregrinas historias: ciudades rematadas por el viento, tiendas de seda y oro, y otras zarandajas. Y, sobre todo, por mezclar en tales pláticas una malhadada cornamusa, cuyo significado no sabía descifrar y tenía la virtud de irritarle.
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