Ana Matute - Olvidado Rey Gudú

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Olvidado rey Gudú narra el nacimiento y expansión del Reino de Olar, en una historia donde se habla de la pérdida de la inocencia, la atracción y el miedo hacia lo desconocido, el placer de la conquista, el amor, el dolor, la memoria, y sobre todo, el olvido.
El universo fantástico de Matute nos introduce en una historia larguísima sobre traiciones, hijos ilegítimos, desamores y pasiones desconocidas. Un rey incapaz de amar es el centro de esta saga dramática, con pocas concesiones a la ternura o la esperanza. He ahí la mayor baza de la novela, la forma en que retrata la educación y la falta de afecto hacia los hijos. Un relato cruel con parricidios, asesinatos y huidas, todo entremezclado en una narración densa a la vez que fácil de seguir, hasta el obligado e inexorable final.

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– ¿Qué cornamusa? ¡Hambre y miseria! -repetía, frenético, aun a solas. Y tentado estaba de darse cabezazos contra el muro, por no llegar a esclarecer el enmarañado revoltijo de aquellas alusiones, que acababan dejándole totalmente desorientado.

– Hambre y miseria, Señor -insistía, más serenamente, cuando los vapores etílicos se habían disipado por completo de la mente del monarca-. Y de eso ya tenemos bastante aquí, en tierras de los Desdichados; no deis entrada a gentes de esa clase, tan dadas a las revueltas, en un país cada día más próspero y floreciente: aun a costa de su derrota…

– Razón tenéis -decía Volodioso, ya serenamente ocupado en cosas más sensatas.

Hasta que se producía la próxima incursión y el Rey, tras batirse con valentía y tesón admirables, regresaba -vencedor a medias, pues sólo había defendido lo que era suyo-, y nuevamente caía en sus melancólicas libaciones y volvía a llamar a Almíbar. Pues sólo se acordaba de su medio-hermano en estas ocasiones.

Almíbar vivía retirado en su Castillo, ocupado en idear los más lujosos y bellos uniformes con que vestir la tropa que le confió -y hasta donó- su hermano el Rey. Tropa malgastada, a juicio de Tuso, aunque no se atrevía a decirlo. «Curiosa relación -pensaba el Consejero- la de estos dos hermanos. Curiosa, en verdad. ¿Qué habrá detrás de ello?…» Entonces, aparecía en su mente una estúpida e indescifrable cornamusa; y se daba a todos los diablos.

De todas formas, la obsesión por la estepa se había apoderado fuertemente de Volodioso, especialmente en aquellos inviernos que fueron de una crudeza jamás conocida en Olar. Pese a que su clima no era suave, tal vez empujados por el hambre y la miseria que propagaba tan obsesivamente Tuso, el caso es que las Hordas penetraron más encarnizadamente y con mayor frecuencia a través de sus fronteras.

Y así, durante los primeros años en que la niña Ardid reinaba -si bien que nominalmente- en Olar, su esposo el Rey se debatía día a día en el Este: librando batallas y más batallas, que poco a poco desangraban su ejército y le sumían en una sorda cólera. No se las tenía que ver con el enemigo acostumbrado, sino con espectrales jinetes.

A veces, en su persecución, llegaron a internarse en la estepa, cerca del Gran Río. Pero una vez allí, los mejores soldados caían presos de una inmensa e inexplicable angustia. Estremecidos de soledad, regresaban a Olar, nunca derrotados, nunca vencedores, siempre insatisfechos.

– ¡Son como diablos! -rugía el Rey, enfurecido-. Nunca les pude ver de frente. Nunca les oyes, ni les hueles, hasta que los tienes encima…

Sin embargo, en cierta ocasión, logró caer con sus hombres sobre un grupo acampado en un pequeño boscaje de chatos matorrales, junto a un arroyo. Fue la inolvidable matanza en la que pasaron a cuchillo a su jefe, Hukjo, y al hijo de éste, Krejko; saquearon sus tiendas, donde sólo hallaron pieles como algo de valor. Una en particular -que servía de manto a Hukjo- agradó a Volodioso y, con ella y otras parecidas, cubrió el suelo de su cámara y el lecho real.

Regresó a Olar con las cabezas de dos de sus cabecillas clavadas en las lanzas de sus dos mejores soldados. Las hizo disecar y colgar de la repisa de su chimenea. Pero fuera que la disecación no estaba bien hecha, fuera que la humedad del Lago no les era propicia, el caso es que a poco hedían de tal forma que tuvieron que ser arrojadas a los estercoleros. Su vista llenó de pánico a rapaces y campesinos. Desde entonces creían ver cabalgar sus espectros en la noche, cruzando el Lago en corceles transparentes, hasta desaparecer en la inmensa estepa celeste.

Para consolarse, Volodioso hizo que tallaran réplicas de aquellas cabezas en el dosel de su cama. Y así, a veces, las contemplaba pensativo, y mudamente les preguntaba qué era lo que había de verdad más allá del Gran Río y las grandes estepas; allí donde el sol desaparecía lentamente, como larga agonía.

2

Entre unas y otras cosas, pasaron seis años. Y cierto día, durante una de sus escaramuzas del Este, Volodioso resultó herido gravemente. Fue conducido con gran cuidado al Castillo para que allí sanara, pues parecía que de otra forma se desangraría sin remedio. Una lanza esteparia le había atravesado el pecho, y aunque en otras ocasiones, durante sus muchas campañas, le alcanzó alguna arma, jamás había recibido otra herida igual y tenía el cuerpo cosido a cicatrices. Cuando se halló en su cámara, mandó llamar a su Físico por si podía detener la gran agonía que empezaba a agostarle.

Su Físico preparó bebidas y emplastes de raíces secretas con que aliviar su dolor, quemó su herida con cuchillo al rojo vivo para librarla de impurezas; y, al fin, tras conseguir detener la huida de su sangre, le dejó suavemente dormido.

Estaba el Rey muy débil, pero era tan fuerte y robusta su naturaleza que, lentamente, fue recuperándose, aunque sin poder levantarse del lecho todavía.

Era ya primavera, cuando Volodioso ordenó que le llevaran a la parte Sur del recinto arbolado que rodeaba el Castillo. Deseaba ver los pájaros, sus viejos amigos -que durante todo aquel tiempo no se habían movido de la ventana-, para llevarles algunas migajas. Le condujeron con gran tiento sentado en un sillón, cubiertas las piernas con la piel de lobo que fuera propiedad de Hukjo. Entonces pidió que le dejaran solo con aquellas avecillas: le gustaba estar así con ellas, sin testigos que pudieran presenciar la ternura que le inspiraban, y tomarla por debilidad.

Él lo había olvidado, pero precisamente allí se alzaba una torre adosada a la muralla interior del recinto, llamada Torre del Sur: y allí habitaba Ardid.

La joven Reina había ordenado plantar a su alrededor un huerto-jardín. En él brotaban rosales y plantas de varios tipos -que muchos desvelos costaron, dado el riguroso clima de Olar-. Mandó construir también en su centro un pequeño estanque, con surtidor, donde coleteaban pececillos dorados, rojos y azules. Había tenido tal ocurrencia porque, siendo niña, y en su cálido país, paseó con frecuencia por los cuidados huertos y jardines que en sus buenos tiempos abundaban. Y allí, durante sus correrías con el Trasgo, descubrieron una puertecilla de hierro, abierta en la misma muralla, y que, al parecer, por hallarse totalmente oculta bajo una maraña de espinos y follaje, permanecía ignorada de todos. Esta puerta encendió la imaginación de Ardid, y con la complicidad del Trasgo, decidió mantenerla en secreto «por si algún día precisaba de sus servicios».

El Rey quedó muy sorprendido al contemplar el encantador jardín que se extendía ante sus ojos. Sin embargo, nada dijo, ni preguntó, pues era hombre que prefería encontrar por sí solo las respuestas a cuanto despertaba su extrañeza o curiosidad. Y decidió desentrañar por sí mismo, una vez sus piernas le mantuvieran con la firmeza necesaria, el misterioso origen de tal jardincillo. Dedicóse en tanto a llamar suavemente a sus pequeños amigos, y extrajo -ocultas bajo la negra piel de Hukjo- unas migajas de pan con que obsequiarles.

Estaba el Rey a solas con los pájaros, que amistosamente alborozados llegaron en pequeñas bandadas. Dispuestos en corro a su alrededor, parecían charlotear con él, picoteando aquí y allá, cuando, de entre dos árboles gemelos, vio aparecer y acercársele una hermosa muchacha, de rubios cabellos y brillantes ojos negros, que le hizo una gentil reverencia.

Tal vez por hallarse a solas, en la íntima compañía de sus amigos los pájaros, o por la sangre perdida, Volodioso sentíase suavemente melancólico. Y así, al ver a la muchacha, notó cómo rebullía en él una animación muy placentera. Y dijo:

– ¿Quién eres tú, linda criatura? -Y añadió prontamente-: Pero dime antes, ¿cuántos años tienes?

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